Son muchas las perspectivas y los ángulos desde los que abordar el tema de la energía nuclear. Pero hay uno fundamental: la seguridad nuclear y radiológica.
Los accidentes de las plantas de Three Mile Island (en Estados Unidos, en marzo de 1979), el de Chernóbil (en Ucrania, en abril de 1986) y el de Fukushima (en Japón, en marzo de 2011) han puesto de relieve que existen riesgos altos. Muy altos. Riesgos que no pueden ser eliminados por completo, pero que, mientras esta tecnología exista, tienen que ser controlados al máximo, con una sólida y rigurosa regulación, con fuertes inversiones económicas y con equipos humanos extremadamente preparados, donde la cultura de seguridad esté por encima de los intereses monetarios.
Como dice un amigo, lo “bueno” de las centrales nucleares es que “casi nunca pasa nada”. La energía nuclear no es ninguna panacea: son instalaciones que requieren miles de millones de euros para su construcción, hay un proceso emisor de radiaciones ionizantes de difícil control, se generan residuos radiactivos de alta actividad (de carísima y compleja gestión, como estamos viendo con el caso del Almacén Temporal Centralizado –ATC– en Castilla-La Mancha, y que hipotecan a las generaciones futuras), desconocemos con precisión la cuantía de las reservas de uranio y existe el riesgo de la proliferación de armamento nuclear.
Además, como quedó demostrado en Japón, nunca se podrá eliminar por completo el riesgo de accidentes (un tipo de accidente, el nuclear, que conlleva unas tremendas implicaciones sociales, económicas, sanitarias y medioambientales de muy largo plazo). Y tampoco podremos evitar que las plantas atómicas sean objetivos de atentados terroristas. Sin embargo, tendremos que convivir con esta tecnología algunas décadas más.
Se puede, legítimamente, estar a favor o en contra de cualquier tipo de energía. Pero lo inaceptable sería adoptar posiciones sin rigor, sin hacer las cuentas completas, sin anticiparse a los problemas que puedan surgir. Mucho menos, se puede adoptar una posición desde la óptica de la cuenta de resultados de grandes multinacionales de la energía.
Si esto es así, si vamos a tener que seguir utilizando la tecnología nuclear para la producción de electricidad durante algunos años más, un hecho también será cierto: dado que tenemos un parque nuclear muy envejecido, ya al borde o por encima de los 40 años de operación, habrá que destinar muchos más recursos, tanto económicos como humanos, a la seguridad nuclear y radiológica. Y, muy especialmente, tras el desastre de Fukushima.
En otras palabras: la seguridad deberá ser la prioridad de las prioridades.
Países como Alemania, Bélgica o Suiza han anunciado el abandono definitivo de sus programas nucleares (Austria ya lo hizo hace 30 años) o la reducción de su dependencia de la energía nuclear (como Japón, Reino Unido o Francia). Otros, como, por ejemplo, China, Rusia, India o Estados Unidos, han confirmado la continuidad de los mismos.
El hecho es que en el próximo cuarto de siglo es probable que se mantenga el portectaje actual de producción mundial de energía eléctrica con origen nuclear.
Como en el caso de otras tecnologías, los países deben sopesar los costes y los beneficios de contar con centrales nucleares.
Todos los países tienen derecho a utilizar la energía nuclear. Pero todos los que opten por esta vía deben estar obligados a hacerlo correctamente y con las máximas garantías, capacitando a un gran número necesario de ingenieros, físicos, químicos y de expertos nucleares, construyendo una sólida infraestructura técnica, ateniéndonos a las normas, a las buenas prácticas y a las directrices internacionales de seguridad y contando con organismos reguladores eficaces, eficientes, creíbles, transparentes, que cuiden una buena comunicación con la opinión pública y, sobre todo, independientes.
Así, en el debate sobre el futuro de la energía nuclear los organismos reguladores cobrarán más protagonismo, debiendo mantener su neutralidad y extremo rigor en la aplicación de las normativas y de las buenas prácticas, ya que esa es la misión que les encarga la sociedad. Algo que, por supuesto, incluye a España, a través del Consejo de Seguridad Nuclear (CSN).
El Consejo de Seguridad Nuclear lleva desde 1980 trabajando con un cuerpo técnico de primer nivel. Por eso, el Consejo ha sido reconocido por el Organismo Internacional de la Energía Atómica (OIEA) como una institución de referencia a nivel internacional a la hora de prestar un servicio público esencial: proporcionar previsibilidad, estabilidad y confianza en la regulación de la seguridad nuclear.
Nuestro país es el cuarto mayor productor de energía nuclear de los 28 países de la Unión Europea. Y el octavo de los 31 países que configuran la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE). Estamos, por lo tanto, entre los países del pelotón de cabeza en materia de utilización de energía nuclear, que representa en la actualidad en torno al 19% de nuestra generación eléctrica.
A día de hoy, disponemos de seis centrales en operación, que contabilizan un total de ocho reactores, siendo la edad media de funcionamiento de nuestro parque nuclear de 36 años (las más jóvenes son Trillo y Vandellós II, puestas en marcha en 1987). Garoña, situada en la Comarca burgalesa de Las Merindades, es la más antigua, con sus 46 años a cuestas, y en diciembre de 2012 paró, unilateralmente, su actividad comercial.
En julio de 2013 Garoña recibió una orden ministerial que le obligó a un cese definitivo de explotación, tras haber operado durante más de 42 años. Sin embargo, varios cambios legislativos realizados ad hoc a favor de Nuclenor (la empresa titular de Garoña, participada al 50% por Iberdrola y por Endesa), anunciados en rueda de prensa por la vicepresidenta primera del Gobierno de Rajoy (incluyendo una reforma exprés del Reglamento de Instalaciones Nucleares y Radiactivas) permitieron a Nuclenor solicitar al Consejo de Seguridad Nuclear la renovación de su autorización de explotación por 17 años más, hasta 2031.
Es decir: Gobierno y empresas quieren llevar al reactor burgalés hasta los 60 años de operación comercial (una petición desconocida en la historia de la seguridad nuclear en España, a la que parece haberse plegado la mayoría del pleno del CSN, dado el valleinclanesco proceso de licenciamiento de Garoña que hemos conocido hasta ahora).
El hecho es que tras diversas modificaciones legales realizadas ad hoc (sin contar nunca con la unanimidad del pleno del CSN) para propiciar la ampliación de la vida útil del reactor nuclear Santa María de Garoña; tras haber dejado expirar voluntariamente varios plazos legales en 2012 y en 2013 para operar a potencia (debido a negociaciones económicas entre el propietario de Garoña y el Gobierno de España); tras ser multada por la Comisión Nacional de los Mercados y la Competencia (CNMC) con más de 18 millones de euros (por parar unilateralmente, sin permiso, en diciembre de 2012), la compañía explotadora de Garoña, Nuclenor, presentó en 2014 al Gobierno de España y al CSN una nueva solicitud de renovación de su autorización de explotación, con el objetivo de seguir operando dicha central nuclear hasta 2031, a pesar de estos lamentables antecedentes reguladores.
Y, por si esto no fuera suficiente, en 2015, unas semanas antes de las elecciones, el Gobierno de Rajoy, sin contar con el respaldo del Parlamento, impuso por Real Decreto un tercer consejero del Partido Popular en el CSN, Javier Diez, para que la mayoría política en el seno del pleno del Consejo (3 de 5) estuviera garantizada (haciendo un daño tremendo a la credibilidad y a la independencia del organismo regulador). Al PP le oímos luego apelar a no se qué consensos, pero en cuanto tienen la oportunidad, imponen su criterio unilateralmente. No es la forma de hacer política que reclaman los tiempos y los ciudadanos.
Así ha llegado Garoña a 2017. El pasado miércoles 25 de enero, el pleno del CSN recibió, por fin, la documentación técnica que autoriza a Garoña para ser explotada comercialmente hasta 2031… o más allá, ya que el CSN, haciéndole el juego al Gobierno de Rajoy, ni siquiera le pone fecha límite a Garoña. Un chollo para Endesa e Iberdrola.
No sabemos qué decidirá dentro de unas semanas la mayoría del pleno del Consejo de Seguridad Nuclear. Pero lo que sí sabemos es que Nuclenor apenas ha hecho las inversiones económicas exigidas en materia de seguridad nuclear. Así que aunque consiga la autorización es posible que ni siquiera pueda cargar combustible para operar a potencia, para producir energía que es para lo que sirve una central nuclear.
Y, aun así, sabiendo que Garoña no ha hecho mejoras en seguridad nuclear y que no puede producir electricidad, el pasado miércoles llegó a la mesa del Consejo su informe, inédito por dos motivos: primero, porque nunca una empresa propietaria de una central nuclear había presentado al CSN una solicitud de renovación de una autorización de explotación por un período de tiempo superior a los 10 años (Nuclenor pide 17 años más de operación para Garoña). Y, segundo, porque nunca un titular había solicitado al CSN operar un reactor nuclear hasta los 60 años de explotación comercial. Y, por supuesto, nunca se había disociado en España una Revisión Periódica de Seguridad (RPS), que obligatoriamente se realiza cada 10 años, de una autorización de renovación de explotación de un reactor nuclear (una práctica reguladora bien asentada desde 1999, así reconocida por el OIEA en una misión de evaluación que envió a nuestro país en 2008).
En el Congreso de los Diputados y en el Senado esperamos el informe del CSN con urgencia. Un informe que, de ser positivo, servirá de precedente para el resto de reactores españoles, deseosos de llegar también a los 60 años de explotación comercial. Hay mucho dinero en juego. Buena prueba de ello es que el CSN lleva tres años cambiando instrucciones, guías, procedimientos y manuales de seguridad para adaptar la normativa a la operación a largo plazo de nuestras centrales nucleares. Incluso, a propuesta del consejero del Partido Popular, Fernando Castelló, el CSN retiró en el pleno del 8 de octubre de 2014 la norma que impedía a la central nuclear de Trillo solicitar renovaciones por más de 10 años. Además, Almaraz, antes de agosto de este año, tendrá que solicitar su renovación de autorización de explotación, y, probablemente, querrá lo mismo que Nuclenor: llegar a los 60 años de explotación comercial. ¿Qué apostamos?
El objetivo político-empresarial es muy claro. Incluso sin operar a potencia, sin que Garoña volviera a producir ni la energía que consume una bombilla, la jugada es rentable: las eléctricas podrán chantajear a futuros gobiernos exigiendo lucro cesante si algún presidente o ministro se atreve a cerrar alguna central nuclear en España por motivos políticos o económicos. Otra vez el interés particular y económico de las grandes empresas por encima de la política y el interés general. ¿Les suena? Son exactamente las bases del camino que nos trajo hasta una de las mayores crisis económicas de los últimos tiempos. Algunos parece que no han aprendido nada e insisten en esta fórmula.
Un vodevil que llama la atención (más aún) ante el hecho de que España tiene un exceso de potencia eléctrica, pudiendo prescindir sin problemas de un reactor nuclear tan obsoleto, tan envejecido y tan peligroso como Garoña, que lleva más de cuatro años sin producir ni un solo kilowatio de electricidad.
Desde el PSOE hemos dicho que así no pueden hacerse las cosas. Porque no se puede tomar una decisión tan trascendente, ampliar la vida de las centrales nucleares españolas hasta los 60 años, sin transparencia, sin debates, sin diálogo, sin que el Congreso de los Diputados ni el Senado conozcan en profundidad las implicaciones técnicas que en materia de seguridad conlleva tal disposición.
Se trata de un proceder nada democrático, inaceptable en un país desarrollado, que contrasta con el profundo debate público que se está siguiendo, por ejemplo, en países altamente nuclearizados como Francia, donde desde 2009 se está analizando tanto técnica, como política, económica y medioambientalmente las implicaciones derivadas de permitir que sus centrales nucleares lleguen a los 60 años de vida útil.
Así, la Agencia de Seguridad Nuclear (ASN), el homólogo francés del CSN, ha anunciado que emitirá un informe al respecto en 2019 (tras más de 10 años de intensos análisis científicos, debates públicos y de consultas técnicas). Además, en Francia no juegan con fuego: el pasado 23 de enero François Hollande anunció el cierre de Fassenheim, la central nuclear más vieja del país galo, incorporada a la red en 1977 (Garoña obtuvo su autorización de construcción en 1963, se comenzó a construir en 1966 y se conectó a la red en 1971).
Una cosa está clara en el ámbito de la seguridad nuclear, y muy especialmente tras las lecciones aprendidas del accidente de Fukushima: la actuación del organismo regulador es clave. No es casual que la Comisión Parlamentaria Independiente de Investigación del accidente de Fukushima concluyera, en su informe remitido al Gobierno de Japón en julio de 2012, que el accidente nuclear de Fukushima fue un “desastre causado por errores humanos”. El informe subraya, taxativamente, que la catástrofe fue consecuencia de la complicidad entre el gobierno, las agencias de regulación y el operador TEPCO, reconociendo que los fallos regulatorios y de supervisión fueron de tal gravedad, que el accidente de Fukushima hubiera podido producirse incluso en ausencia de cualquier desastre natural. ¿Les suena la fórmula?
La mayoría de tres quintos de la Comisión de Industria del Parlamento ya instó al Gobierno de España, en mayo de 2015, el cese del presidente del CSN, Fernando Marti, exsecretario de Estado de Energía, quien, incomprensiblemente, sigue al frente de esta institución, ya que el Consejo de Ministros hizo caso omiso al Parlamento. Ese mismo año incluso fue obligado por el Consejo de Transparencia a publicar la documentación técnica que había ocultado sobre el emplazamiento del cementerio nuclear en Villar de Cañas, porque se negó a hacerla pública, en un alarde de opacidad impropio de un organismo regulador de riesgos como es el CSN. Finalmente fue forzado a comparecer ante la Comisión de Industria el pasado 19 de octubre de 2016, tras escabullirse durante dos años seguidos, evitando rendir cuentas ante el Parlamento, alegando, textualmente, que “viajaba mucho”. Y vaya si lo hace, aunque de eso hablaremos otro día.
Las anomalías han sido constantes desde su toma de posesión en diciembre de 2012. Y prosiguen, incluyendo cazas de brujas contra aquellos técnicos, como Rodolfo Isasia, que se negaron a plegarse a sus arbitrarias instrucciones (se cuentan por decenas los comunicados emitidos por ASTECSN, la asociación de técnicos que no se ha arrugado ante el martillo de Fernando Marti).
Sus constantes y carísimos viajes internacionales sin justificar ya son un escándalo públicamente conocido y aireado por la prensa y que han motivado varias preguntas parlamentarias de este senador que escribe y que aún no han sido respondidas por el Gobierno de Rajoy.
Adicionalmente, en 2016 todos los grupos parlamentarios solicitaron por escrito, tanto al CSN como al ministro de Energía, el Sr. Nadal, que se congele el informe sobre la autorización de la renovación de explotación de Garoña hasta no haber abierto un debate sobre las implicaciones técnicas, económicas y medioambientales y en materia de seguridad derivadas de llevar las centrales nucleares hasta los 60 años de operación comercial. Sin embargo, nada parece alterar el proyecto urdido por el Partido Popular para propiciar la ampliación de vida de las centrales nucleares españolas hasta las seis décadas de vida útil. El informe de Garoña ya está sobre la mesa del pleno del Consejo de Seguridad Nuclear.
Si la energía nuclear va a seguir siendo parte del mix energético de nuestras sociedades, creo indispensable renovar el compromiso de instituciones como el CSN con la ciudadanía. No podemos hurtar al Congreso y al Senado, y a la opinión pública, un debate esencial sobre la operación o vida a largo plazo (60 años) de los reactores nucleares, como debería hacerse en un país serio. Por eso, considerando que no es concebible el uso de la tecnología nuclear sin un refuerzo de la seguridad y que, en esta materia, siempre habrá margen para mejorar, un organismo regulador como el CSN debería ganar legitimidad, neutralidad, transparencia, credibilidad e independencia ante todos los grupos parlamentarios, ante las empresas y los ciudadanos, ante los medios de comunicación y las ONGs, ante los partidos políticos y los sindicatos, ante las universidades y las instituciones internacionales. Ante todos.
El pleno del CSN no debería olvidar nunca que la defensa del bien público ha de ser el leit motiv del quehacer diario de ese organismo regulador. Porque no hay duda de que el siglo XXI ha traído consigo la necesidad de reforzar el papel de los organismos reguladores, como garantes de la protección social y la defensa del bien público. Basta con mirar los desmanes propiciados por el sector financiero al no haber contado con una eficaz y sólida regulación en el momento de tomar decisiones cruciales. Todos conocemos las consecuencias, pero el PP vuelve a insistir en esta nefasta fómula que nos trajo a la mayoría hasta aquí. ¿No aprendieron nada?
En un contexto de vertiginosos cambios y de inusitadas turbulencias económicas, políticas y medioambientales en todo el mundo, es preciso apostar por lo que el profesor inglés Christopher Hood ha denominado “el gobierno del riesgo”. Es decir, por diseñar mejores e innovadores sistemas de regulación, de control y de prevención de aquellas actividades que conllevan serios peligros inherentes (como es la energía nuclear). Y, en ese “gobierno del riesgo”, los organismos reguladores no sólo tienen mucho que decir: también tienen mucho que hacer. Ojalá no nos fallen. Confianza es la palabra clave. Y deseo confiar en que el CSN finalmente esté a la altura de lo que se espera de él, evitando más esperpentos.