Cuando repasamos los resultados electorales de la extrema derecha europea en la última década no puede más que generarnos una fuerte sensación de desasosiego por su marcada tendencia al alza, capitalizando un voto de protesta gracias a la inseguridad social, laboral y económica. Un éxito que no solo no parece frenarse, sino todo lo contrario, parece que las diferentes manifestaciones de extrema derecha en Europa quieren convertir la próxima convocatoria de las elecciones europeas en un referéndum sobre el apoyo popular a su modelo autoritario y xenófobo. Además, no solo podemos circunscribir el éxito de la extrema derecha al campo electoral, sino también al terreno de la generación de un discurso vertebrado y unificador capaz de condicionar las propias políticas de las instituciones europeas, tal y como estamos comprobando trágicamente en la crisis de fronteras y de derechos que estamos viviendo en Europa.
Cabe hablar por lo tanto de un verdadero “poder de agenda”, entendido como la capacidad de establecer las prioridades programáticas, las problemáticas más relevantes y los enunciados discursivos que fijarán los términos del debate. Desde las instituciones europeas y los partidos de la gran coalición ya se han hecho recurrentes las llamadas de alerta ante el auge de actitudes racistas y organizaciones xenófobas. Sin embargo, en lugar de plantear contrapropuestas para combatir estos discursos excluyentes, esos mismos actores están aceptando el terreno de confrontación que propone la extrema derecha, asumiendo así buena parte de sus postulados. Es lo que en Francia se conoce desde hace años como “lepenización de los espíritus”, fenómeno que hoy recorre casi toda Europa: la capacidad de la extrema derecha para marcar agenda política sin necesidad de acceder a puestos de gobierno para ello.
En estos últimos años hemos podido comprobar en Europa que, contra todo pronóstico, la crisis no solo no ha debilitado las medias neoliberales, causantes de la misma por cierto, sino que de hecho ha reforzado una hoja de ruta en forma de austeridad y planes de ajuste estructural cada vez más agresiva y ambiciosa. En ese contexto de creciente desigualdad es cuando la pobreza se construye como enemigo pero, con un macabro matiz, el objetivo no es tanto acabar con la pobreza como acabar con las personas pobres. El empeño creciente por invisibilizar la pobreza y a quienes la sufren es un claro ejemplo de la nula voluntad de combatir sus causas.
Por eso el acto inaugural de la actual xenofobia política en Europa fue situar la frontera entre quienes deben ser protegidos y quienes pueden ser o directamente son excluidos de cualquier protección. Una operación de exclusión de la ciudadanía cuya matriz es fundamentalmente económica y que busca fragilizar a un colectivo, el migrante, para contribuir así a fragmentar aún más a toda la población. Una operación consustancial a la guerra entre los pobres, a la lucha de clases de los últimos contra los penúltimos, donde prima la competencia entre autóctonos y foráneos por acceder a recursos cada vez más escasos en tiempos de austeridad: el trabajo y las prestaciones y servicios de bienestar social.
El orden que imponen las políticas de austeridad neoliberal, más allá de los recortes y privatizaciones que conllevan, son la “imposición para un 80% de la población europea de un férreo imaginario de la escasez”. Un “no hay suficiente para todos” generalizado, que fomenta esos mecanismos de exclusión que Habermas definía como característicos de un “chovinismo del bienestar” y que concentran la tensión latente entre el estatuto de ciudadanía y la identidad nacional. De esta forma, se consigue que el malestar social y la polarización política provocadas por las políticas de escasez se canalicen a través de su eslabón más débil (el migrante, el extranjero o simplemente el “otro”) eximiendo así a las élites políticas y económicas, responsables reales del expolio. Porque si “no hay para todos”, entonces sobra gente, es decir “no cabemos todos”. La delgada línea que conecta el imaginario de la austeridad con el de la exclusión.
De esta forma se va pasando paulatinamente de la acusadora visibilidad de la mendicidad errante a la tranquila invisibilidad de la pobreza encerrada y de atender la pobreza desde la extensión del Estado social a combatirla desde la profundización de un Estado policial que estigmatiza y criminaliza a las personas empobrecidas. Ante la falta de voluntad de solucionar la inseguridad derivada de las políticas de ajuste y austeridad, de la precarización del mercado laboral y de la pérdida de derechos y prestaciones sociales, y buscando apartar ese dedo que señala al sistema que la provoca y a las políticas públicas que no la solucionan, se opta por estigmatizar fenómenos como la migración o la pobreza.
A lo largo de estos años hemos comprobado cómo la condición previa para el actual ascenso electoral e institucional de la extrema derecha ha sido la extensión de las políticas neoliberales porque han convertido la escasez en el motor de los mecanismos de exclusión. Un auténtico secuestro de la democracia que tiene en la desigualdad su rostro más visible y en la fractura social el epicentro de la crisis económica y política, generando una desafección creciente sobre el modelo de gobernanza neoliberal de la UE que se ha expresado en un creciente voto de protesta hacia opciones autoritarias. Una extrema derecha que ha conseguido que las posiciones identitarias, excluyentes y punitivas se hayan trasladado desde la marginalidad hasta el mismo centro de la arena política, condicionando hoy buena parte del debate público. La batalla de las identidades y las pertenencias muestra la disyuntiva realmente existente entre la lucha de clases o las luchas xenófobas, y parece que por el momento vamos perdiendo, de nosotras depende cambiar la situación.