Desde que, para nuestra sorpresa, el Brexit y Trump ganaron el año pasado, parece que estamos viviendo en la llamada “era de la postverdad”. Recientemente estamos confirmando que las noticias falsas han desempeñado un papel fundamental en los resultados de las votaciones del último año y medio. Pero ¿qué hay detrás y quién debería tener la responsabilidad de controlar las fake news?
Un reciente informe alerta de que uno de cada cuatro norteamericanos visitó alguna página de noticias falsas durante el periodo anterior a las elecciones que llevaron a la Casa Blanca a Donald Trump. La consultora Cambridge Analytica accedió a los perfiles de 87 millones de personas en Facebook para pronosticar su voto e influir en ellas a favor de Trump. Y el Oxford Internet Institute acaba de publicar otro informe en el que concluye que, en Twitter, la red de seguidores de Trump comparte y circula más variedad y cantidad de noticias falsas que todo el resto de agentes políticos combinados.
¿Qué son las llamadas fake news? Como afirma Cas Mudde en un artículo para The Guardian, la importancia de la manipulación algorítmica y las fake news es relativa, ya que, por un lado, su consumo está concentrado en una parte del electorado, y por otro, su impacto afecta sobre todo a grupos ya fanatizados. Pero se trata de algo alarmante. Aunque se puede tratar de fraudes, bots tóxicos, pseudociencia, clickbaits o teorías de la conspiración, estamos hablando de algo similar con diferentes formas, propósitos e impactos. En realidad, las noticias falsas siempre han existido; el problema ahora es que la multiplicación de plataformas aumenta exponencialmente su propagación.
Entonces, ¿se debería dejar su control a las plataformas? Esta pregunta es vital porque la web está atravesando un proceso de “plataformización”, y no se trata del destino de unas pocas empresas, sino de la libertad de expresión en internet, que hasta ahora ha resistido, con diferente fortuna en cada país, a la regulación.
Si las plataformas de redes sociales desean convertirse en fuentes confiables de información, podrían actuar como organizaciones periodísticas. La autorregulación puede funcionar en los medios periodísticos. De hecho, algunas plataformas están probando la curación algorítmica y otros métodos para reconocer y descartar noticias falsas. La gran diferencia es que las organizaciones periodísticas difunden noticias generadas en procesos periodísticos gobernados por principios periodísticos, mientras que las plataformas son vehículos (no necesariamente neutrales) de contenido de diversa naturaleza, generado por la ciudadanía y otros agentes.
El principal riesgo de ello es sobrerregular, censurar contenido, enjuiciar a las personas por crear contenidos y restringir la libertad de prensa y otros derechos, así como desencadenar la autocensura.
Además, las plataformas de redes sociales que difunden noticias faltas son operadas por empresas privadas cuyo principal objetivo es ganar dinero y hacer felices a sus accionistas, lo que no se traduce necesariamente en hacer felices a sus usuarios/as. Los bots y las interacciones tóxicas en las plataformas mejoran sus analíticas.
Este es un tema complejo que incluye no solo la divulgación sino también la recolección de datos. Por ejemplo, a menudo los/as usuarios/as tienen que firmar primero un contrato con el servicio de la plataforma. Estos contratos son deliberadamente impenetrables y exorbitantemente extensos, y los/as usuarios/as con frecuencia terminan firmándolos sin leer con cuidado la letra pequeña.
Las plataformas no son ni medios de comunicación ni canales desinteresados para contenidos ciudadanos.
Dan Gillmor acaba de publicar un artículo en el que dice que las plataformas no deberían ser “la policía de los contenidos” en internet, y se pregunta por qué la gente supone que la solución está en las políticas corporativas y en las decisiones de los/as programadores/as dentro de organizaciones excesivamente centralizadas. Dejar esto en manos de estas empresas hará que “la censura sea la regla, no la excepción”.
Gillmor aboga, y estoy de acuerdo, por empoderar a los/as usuarios/as. A las plataformas se les debería exigir, dice, que 1) permitan que los/as usuarios/as eliminen todo lo que las empresas han recopilado sobre ellos/as; 2) hagan que todos los datos, incluidas las conversaciones, sean “portátiles” de manera que las plataformas competidoras; 3) limiten lo que pueden hacer con los datos que recopilan; 4) ofrezcan dashboards fáciles de usar que brinden a los/as usuarios/as un control granular de su privacidad y la configuración del uso compartido de datos; y 5) divulguen todo lo que hacen “en un lenguaje simple que incluso un presidente de EEUU pueda entender”.
La ciudadanía debería participar, ser consultada y contribuir a resolver el problema. Y ya lo está haciendo. Por ejemplo, las experiencias ciudadanas de verificación de hechos se ha multiplicado últimamente. El número de factcheckers en todo el mundo se ha más que triplicado en los últimos cuatro años, de 44 a 149 desde 2014 (un aumento del 239%). Aunque muchas de estas experiencias están vinculadas a medios de información, otras están afiliadas a universidades, grupos de expertos/as e iniciativas ciudadanas.
También los/as periodistas están llamados/as a desempeñar un papel cada vez más importante. Tomando prestado de The Elements of Journalism, de Bill Kovach y Tom Rosenstiel, el periodismo debe buscar la verdad inexorablemente y poner el interés público por encima de otros, empleando la disciplina de la verificación de manera independiente. Es más necesario que nunca. Cuando aborda las fake news, el periodismo también debe fomentar un debate sobre el papel de las plataformas, la ciudadanía, la regulación y la gobernanza de internet. Además, debería participar activamente en la lucha contra las fake news.
En resumen, el control debería estar en manos de los/as consumidores/as y creadores/as de los contenidos.