Fondos europeos ¿feministas?

Doctora en Economía —
16 de noviembre de 2021 06:01 h

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El pasado 4 de noviembre se publicó una convocatoria para financiar, a cargo de los fondos europeos, proyectos que acerquen los cuidados a la comunidad. Se apoyarán iniciativas que apuesten por la desinstitucionalización, esto es, que ayuden a que las personas que necesitan cuidados se queden en su entorno cercano y no tengan que ir instituciones segregadoras, como grandes residencias, donde pierdan su autonomía vital. Se habla de avanzar hacia un modelo comunitario de cuidados como parte de la transición social. La convocatoria salió el jueves, entró en vigor el viernes y han dado la friolera de ocho días para presentarse, teniendo que pedir un mínimo de diez millones de euros y que demostrar capacidad para manejarlos. Una vía clara para construir comunidad. Seguro que ha habido cientos de redes de cuidados montadas en barrios y pueblos a raíz del Covid presentando propuestas.

Malas bromas aparte, ¿qué se mueve ahí? ¿Qué implica combinar una retórica comunitaria con una forma de hacer que expulsa toda iniciativa de base? Esta paradoja no es casual, sino elocuente de lo que está en el núcleo duro de los fondos europeos.

Un “país más feminista”. Eso será lo que construya el Gobierno mediante los fondos europeos Next Generation EU (NGEU). O de eso presume a nivel internacional y estatal. Lo hace, muy especialmente, por ser el único con un componente específico (supuestamente) feminista en el Plan de Recuperación, Transformación y Resiliencia: el componente 22 sobre economía de los cuidados e inclusión, en el que se enmarca la convocatoria comentada.

¿Son o pueden ser los fondos europeos una política económica feminista? Por supuesto, no hay una respuesta única, una respuesta verdadera. De entre quienes nos autorreconocemos en el feminismo, algunas dirán “sí”. Toca entonces pelearse por asegurar un buen uso de ese componente 22, por introducir de forma transversal criterios de género en el manejo general de los fondos, y por asegurar que una parte vaya a medidas específicamente pensadas para reducir la desigualdad de género. Que se apliquen las indicaciones contenidas en las guías elaboradas por el Instituto de las Mujeres, vaya. Otras respondemos “no”: no hay ni puede haber economía feminista ni en el componente 22, ni en los fondos en su conjunto. Y nos toca, antes de nada, argumentarlo y, segundo, esbozar una contrapropuesta.

El “Plan de choque para la economía de los cuidados y refuerzo de las políticas de inclusión”, el 22, es, en primer lugar un “cajón de sastre”, tal y como ya denunciara María Palomares. Es una amalgama con poca seriedad que va desde la lucha contra la violencia machista hasta la promoción de la economía de los cuidados, pasando por combatir la pobreza o la acogida a personas migrantes y refugiadas. Segundo, está escandalosamente infradotado de recursos. Si oímos que el estado español es el único país receptor con un componente específicamente feminista y que se dedicarán a él 3.500 millones de euros (2.500 provenientes de los fondos), nos sonará a un dineral, pensando desde nuestras pequeñas vidas. Habrá a quien le entre orgullo patrio. Pero, si pensamos que es un solo componente de 30 y que no llega al 4% del total que se prevé recibir; si pensamos que el coche eléctrico se llevará 1.800 millones más; si pensamos que los trabajos no remunerados de hogar y cuidados son alrededor de la mitad del tiempo total de trabajo, entonces, quizá, nos parezca un nuevo brindis al sol: ¿cambiar los cuidados, la base de todo lo demás, con migajas?

No es que se trate de un brindis al sol, es que hay una peligrosa tergiversación en el enfoque del componente 22. Incorpora argumentos, lenguajes y propuestas que desde los feminismos y otras miradas críticas hemos defendido. Frente al modelo gigantista de residencias que anula a las personas, habla de acercar los cuidados al hogar, el entorno y la comunidad. Pero no aclara quién gestionará en esa cercanía: ¿cuidados por la empleada de hogar de siempre, en una casa, eso sí, bien domotizada, pertrechada de nuevas tecnologías? No hay un asomo de crítica a la mercantilización de los cuidados, que ha sido directamente promovida desde las políticas de cuidados. ¿Cuidados de cercanía por Eulen y similares? Se habla de mejorar la atención y centrarla en la persona, pero se apuesta todo a lo tecnológico y a los equipamientos. Esto supone una negación implícita de lo más obvio: los cuidados son, en primer lugar, relación humana; la fuerza está en el trabajo de cuidados y lo demás son apoyos. Esta negación es muy útil para desviar la atención de las condiciones laborales y para dirigir el dinero a las grandes empresas tecnológicas y de la construcción. 

Esta tergiversación del dichoso componente (supuestamente) feminista, recorre el conjunto de los fondos: El NGEU usa una retórica de preocupación por la vida colectiva y del planeta mientras refuerza un modelo socioeconómico en contradicción con la vida misma. Podemos agrupar en tres los problemas que lo hacen irreparable, problemas que se argumentan con detalle en este informe de ODG, OMAL y Ecologistas en Acción y en este de Euskal Herria Kapitalari Planto.

Primero: son deuda, aunque nos insistan en que no, en que son subvenciones a fondo perdido. Son deuda “mutualizada”, es decir, aquella que adquiere “solidariamente” el conjunto de la Unión Europea (y no un país concreto con la UE). Y la adquiere con los mercados financieros globales, aquellos mercados insaciables que hasta la derecha cuestionó allá por el 2008 (recordemos el llamado de Sarkozy a refundar el sistema financiero internacional). Y la deuda, los mercados exigen pagarla. En 2023 se recuperará probablemente el Pacto de Estabilidad, aquel que impone un máximo del 3% del PIB de déficit y un máximo de deuda del 60%. Y ahí tenemos el artículo 135 de la constitución para recordarnos que lo primero de todo es pagar la deuda (sí, ese 135 que se introdujo con agosticidad y alevosía en 2011 al tiempo que en las calles se gritaba “no somos mercancía en manos de políticos y banqueros”). Y gastar en pagar la deuda significa austeridad en otros gastos, por mucho que nos prometan cubrirla vía crecimiento. Ni consideramos factible ese “crecimiento” (los Presupuestos Generales del Estado para 2022 se sostienen sobre un 7% de crecimiento del PIB mientras las previsiones de la Comisión Europea lo rebajan al 4,6%), ni queremos que crezca una economía monetizada que, más bien, consideramos debe decrecer.

Segundo: los fondos vienen con condiciones. Hay ayudas a cambio de reformas, de manera clave, reformas laboral, fiscal y de pensiones. Podríamos decir que todas queremos reformas y que la cuestión es hacia dónde reformamos. Muy bien pensada hay que ser para creer que una UE nacida como proyecto neoliberal en sí (y racista, dicho sea de paso y pensando en la previsible proliferación de muros para aislar aún más a esa fortaleza llamada Europa) va a permitir el tipo de contrarreformas profundas y emancipatorias por las que abogamos. Y, si queríamos bien pensar, ahí están ya las señales directas, desde la pugna por el contenido de la reforma laboral hasta la exigencia explícita de subir los años de cotización para calcular las pensiones a cambio de las “ayudas”, pasando por la “tramposa” subida de las cotizaciones y la fiscalidad regresiva que supone el anuncio de que todas la autovías serán de pago en 2024. Las compañeras latinoamericanas llevan décadas de vivir en carne propia lo que implican las supuestas ayudas condicionadas. No es hacer un ejercicio de pesimismo sumarnos a su denuncia de las condicionalidades impuestas por organismos internacionales. Es un ejercicio de inteligencia colectiva global.

Tercero: los proyectos financiados y los mecanismos establecidos para seleccionarlos y gestionarlos, vistos de cerca, apuntan nítidamente dónde están los ganadores: grandes empresas y grandes consultoras. Los fondos europeos significarán (están significando ya) una inyección ingente de recursos del común para ellas. Esta preeminencia es especialmente clara en la creación de los llamados Proyectos Estratégicos para la Recuperación y Transformación Económicas (PERTEs), que se llevan el grueso (muy grueso) de los fondos, y que son colaboraciones público-privadas donde el sector público pone las garantías y asume los riesgos. La urgencia por ponerlos en marcha ha permitido hasta saltarse la normativa de contratación pública, la misma que se vuelve una barrera infranqueable cuando en un municipio pequeño se propone, por ejemplo, sacar un pliego de contratación solo para entidades de economía social y solidaria, excluyendo a las empresas con ánimo de lucro. 

Los fondos no forman parte de un giro keynesiano hacia un estado más social, sino de una nueva modalidad de captura corporativa del estado: una presencia institucional más fuerte por la vía de inversiones y del sostenimiento del consumo. El poder corporativo necesita hoy un estado más activo, que apoye más con presencia directa y menos por omisión, como en tiempos anteriores. Y los NGEU son una explícita materialización de esta nueva forma de captura.

¿El problema es que el gobierno “no hace lo que debería”? Sí, porque el Gobierno acepta los fondos y los gestiona... y no. El Gobierno tiene profundas disputas internas y habitamos una economía-trampa. Que sean unas posturas y no otras las que prevalezcan depende, en gran medida, de la presión ciudadana que ejerzamos. Para que no haya solo buenas intenciones, cuando las hay, sino margen de maniobra, tanto el gobierno como todas y cada una necesitamos partir de una posición política fuerte, consciente de la gravedad de lo que enfrentamos (una transición ecosocial en marcha en la que es la vida misma lo que está en juego) y la profundidad de los cambios que necesitamos (una subversión total de un sistema articulado sobre lo que llamamos el conflicto capital-vida). 

Un rechazo frontal a los fondos puede permitirnos una posición política fuerte que nos sirva de base para exigir otra financiación distinta para unos cambios radicalmente distintos, unos cambios que nos permitan salir de esa economía-trampa

En concreto, entonces, ¿qué? Planteamos, por un lado, poner en marcha un proceso ciudadano de seguimiento de los fondos. Necesitamos embarcarnos en una auditoría ciudadana de la deuda permanente (que parta de lo ya aprendido) de cara a que, cuando llegue la austeridad biocida, podamos plantear con fuerza qué parte de todo lo que debemos es deuda ilegítima u odiosa, aquella frente a la cual necesitaremos plantarnos y decir “no debemos, no pagamos”.

Por otro lado, planteamos apostar por otras fuentes de financiación que no se basen en ampliar el radio de acción mercantil (los fondos necesitan ese crecimiento del PIB para no derivar en deuda impagable y austeridad biocida). No apostamos por “crecer”, sino por redistribuir lo que hay. Hablamos, obvio es, de una reforma fiscal progresiva, ecológica y profunda. Pero también de otras medidas que nos permitan quitar poder y recursos al poder corporativo: publificaciones de servicios esenciales para la vida (por ejemplo, de las residencias de mayores, que han sido auténticos nodos de vulneración de derechos durante la pandemia tanto para las trabajadoras como para las personas mayores) y de nuevos nichos de mercado (monopolio público de los big data en la era de la digitalización, por ejemplo); defensa de los bienes comunes; una reforma agraria contra el acaparamiento de tierras y para promover la economía campesina; expropiación de la vivienda vacía y generación de un parque público de vivienda en alquiler (verdaderamente) social; reducción drástica de la jornada laboral sin pérdida de salario (pero con mecanismos para contener las escandalosas desigualdades en las remuneraciones) para liberar tiempo de vida y repartir empleo...

No se trata aquí de enumerar las muchas vías que hay para obtener recursos mediante la redistribución, sino de enfatizar que son posibles si, colectivamente, partimos de un lugar distinto: de la crítica a unos fondos que constituyen una nueva manera de expolio a la vida en común. Unos fondos que, hoy por hoy, son aún la cara amable de un capitalismo biocida, pero que no solo coexisten con otras expresiones mucho más abiertamente violentas de ese mismo capitalismo, sino que pronto van a pasar a mostrar un rostro mucho menos seductor. 

Así que, y volviendo al inicio: no, los fondos ni son ni pueden ser una política económica feminista. No solo por la insuficiencia y deficiencias del supuesto componente feminista, sino por su articulación de conjunto. Necesitamos una postura crítica firme para exigir otras vías de financiación que permitan poner en marcha medidas distintas. Pero es que una postura de fuerza también la necesitan incluso quienes sí quieren usar los fondos y quieren pelear por que se destinen a otras medidas y para otras beneficiarias. Y esta fuerza no se construye desde los brazos abiertos y la paz social. Sino desde el señalamiento de los conflictos que subyacen.