Que el territorio que comprende el Reino de España es plurinacional no es un juicio de valor, es una constatación. Salvo que entendamos las naciones desde el trinomio ‘una cultura-una nación-un estado’, superada hace más de medio siglo en Europa. En ese sentido, es posible que en algún momento de la historia de este territorio que hoy abarca España esa constatación pudiera ser cuestionable: los procesos de institucionalización tienden a ser resultado de un conflicto. Ahora bien, la instauración y consolidación de un régimen democrático presupone, entre otras cuestiones, la salida ordenada a ese conflicto. No en vano, cuando la democracia arraiga en un territorio, ocurren al menos dos fenómenos: se visibiliza o encauza la pluralidad existente en el territorio y se des-esencializa esa pluralidad. Esa ‘pluralidad’ no sólo se refiere a la pluralidad de hechos nacionales. Sin embargo, los hechos nacionales sí que son, por definición, los que más directamente condicionan la composición del marco institucional. Es decir, del estado. España no es una excepción: más allá de debates sobre cómo se constituyó el estado, se da la circunstancia de que en al menos dos territorios la posición nacionalista ha persistido. Es decir, la ciudadanía de Catalunya y Euskadi han persistido de forma mayoritaria y sostenida en la convicción de que las instituciones de sus respectivas comunidades autónomas eran las instituciones que coyunturalmente representaban sus respectivas realidades nacionales.
Podríamos debatir si esto deriva de preferencias racionales identitarias, lingüísticas, de modelo social o de modelo de estado, entre otras. Podríamos discutir el peso de cuestiones más emocionales como la historia y la memoria colectiva de una parte de esa ciudadanía tiene en esa realidad nacional: la lucha en defensa de las instituciones y lo que representan (autonomía para gestionar la lengua, la educación, la sanidad, el territorio en sentido geográfico, etc.), el gobierno en el exilio y la opresión, la lucha por los derechos sociales o, incluso, la defensa de la convivencia pacífica en democracia. Podríamos también considerar motivaciones menos justificables, por anti-cosmopolitas, como un posible egoísmo, nativismo o, en casos extremos, supremacismo. Sean cuales sean las motivaciones que enfatice cada cual, la verdad es que posiblemente ninguna de ellas pueda explicar por sí sola la realidad nacional que hoy por hoy existe en esas sociedades. Lo cierto es que la ciudadanía es, más en la era digital, tan heterogénea como compleja en sus motivaciones a la hora de posicionarse políticamente. Tan cierto es esto como que, en estos territorios, el posicionamiento refleja que una amplia mayoría considera sus instituciones como instituciones nacionales. Incluso entre votantes de opciones no nacionalistas. Precisamente porque, desde un punto de vista sociológico, el nacionalismo del siglo XXI no es necesariamente ni militante ni unívoco, sino eminentemente pragmático.
Esta realidad no se ha expresado en los mismos términos en otros territorios del estado. La descentralización ha podido introducir (o consolidar) ámbitos de identificación institucional diferentes al estado central. Sin embargo, esos ámbitos institucionales no tienen el carácter nacional que sí tienen Catalunya y Euskadi. Podríamos discutir, nuevamente, las causas de que así sea. No obstante, lo relevante seguirá siendo el sentido del voto de la ciudadanía en esos territorios descentralizados: un sentido que en ningún caso refleja la existencia de una sociedad diferenciada que se exprese a través de las instituciones. Es decir, así como la mayoría de la ciudadanía de Euskadi puede expresar su afinidad con su ayuntamiento o provincia sin por ello diferenciarlas de la realidad nacional de Euskadi, la mayoría de la ciudadanía del resto del estado puede expresar su afinidad con su comunidad autónoma sin por ello diferenciarlas de la realidad nacional de España. Sin embargo, el voto mayoritario y sostenido en Euskadi y Catalunya, incluso cuando no han gobernado opciones abiertamente nacionalistas, sí refleja que esa diferenciación existe, y nada parece indicar que vaya a desaparecer ¿Es esto un problema en sí mismo? Depende de cómo entendamos la diferencia. Si la entendemos como egoísmo, superioridad, desconsideración o reivindicación de esencias, lo es sin duda. Si la entendemos como reconocimiento, no. Un reconocimiento que no está reñido con aceptar la porosidad y heterogeneidad interna. En el caso de la Unión Europea, se aprecia con claridad: la mayoría amplia y persistente de la ciudadanía española expresa democráticamente que es una sociedad diferente a la francesa. La francesa hace lo propio respecto a la sociedad española ¿Significa esto que la mayoría de la ciudadanía francesa y española no aspiren a ser solidarios, igualitarios, cooperativos o interculturales entre sí? No, prueba de ello es el esfuerzo común por trabajar en la integración europea.
¿Entonces, dónde está el problema? El problema está en que la reivindicación (constatación, diríamos algunos) de la existencia de esa realidad nacional diferenciada no es reconocida por los partidos políticos que representan de forma sostenida y mayoritaria a la sociedad española. Es decir, ese reconocimiento no es mutuo. Ciertamente la Comunidad Autónoma Vasca y Catalana tienen importantes recursos de autogobierno. No obstante, ese autogobierno sigue viéndose como una concesión en lugar de una realidad intrínseca al propio Estado, a su plurinacionalidad. Hay una salvedad, no menor: la bilateralidad que subyace al Concierto Económico Vasco y al Convenio Navarro. Una bilateralidad que, más allá de la autonomía en materia fiscal, permite en teoría el desarrollo y consolidación de un modelo social propios (frente al caso de Catalunya, donde esa imposibilidad posiblemente sea parte de la causa de la situación actual). Sin embargo, incluso esa bilateralidad está empezando a ser abierta y peligrosamente cuestionada por la mayoría de la representación política en el Estado.
En suma, la mayoría de la sociedad vasca y catalana partimos de que Euskadi y Catalunya son naciones que tienen un encaje voluntario y contingente en el Estado. Asumimos, por pragmatismo y responsabilidad, que ese encaje es formalmente imperfecto: sabemos en qué circunstancias se construyó la joven democracia española. Somos conscientes de las dificultades que había y de los sacrificios que se tuvieron que hacer. Unos sacrificios que también asumió la mayoría de la sociedad vasca que, a pesar de no haber votado favorablemente la constitución, la acató con lealtad a la sociedad española, confiando en que las carencias formales se pudieran resolver por la vía de facto. Sin embargo, ya no estamos en ese escenario. Ya no hay ruido de sables. Si tan convencidos estamos de que el Reino de España es una democracia consolidada, toca reflejar de jure lo que es una realidad de facto. Sin imposiciones, con diálogo, con espíritu cooperativo y sin renunciar al carácter solidario que ha de corresponder a toda sociedad que se diga cosmopolita. No me cabe duda, porque así lo ha expresado la mayoría de la sociedad vasca y, muy en particular, su Lehendakari, de que por parte de Euskadi así será. Por parte del Estado, no obstante, la concepción del propio estado que ha aflorado en su respuesta a la reivindicación catalana deja alarmantes muestras de lo contrario: un estado que, en boca y ejercicio del conjunto de sus poderes (partidos políticos mayoritarios, estamentos judiciales, agentes económicos y buena parte de los agentes que moldean la esfera pública) ha mostrado una visión monolítica de su unidad.
Precisamente por estas circunstancias, el proceso para consolidar formalmente lo que muchos creemos que es una realidad ha de incluir la posibilidad de la independencia. Para dejar claro, sin espacio para la duda, que la unión es una unión libre, una free-union. Si el estado asume un talante negociador en sintonía con el mostrado por los representantes institucionales de Euskadi, no me cabe duda de que llegaremos a un acuerdo en el que la sociedad vasca y sus instituciones nacionales (el caso de Nafarroa estando estrictamente supeditado al encaje que su ciudadanía considere oportuno) y la sociedad española (o sociedades españolas, no corresponde a la ciudadanía vasca definir ese punto) y sus instituciones nacionales puedan cooperar, convivir y abordar en común los retos que comparten. Sin embargo, si la posición negociadora se sintoniza con el ‘a por ellos’, con ‘norte rico a costa de un sur subdesarrollado’, el discurso del jefe de estado tras el 1-O o, más explícitamente, con el espíritu del artículo 155 y la consiguiente represión judicial e institucional, el encaje se presenta complicado. Confío en que los líderes políticos y sociales españoles estén a la altura de las circunstancias de un estado del siglo XXI en plena Unión Europea. De lo contrario no habrá encaje y tocará negociar para dar cauce ordenado a la independencia, que sin duda será infinitamente más costosa para todas las partes. Un proceso de reforma en el que, dado el nivel de conflicto, en el caso catalán a todas luces implicará plantear un referéndum donde simultáneamente el ‘Sí’ abogue por esa propuesta de free union [unión libre] y el ‘NO’ por la independencia: ¿Abordará España el reto de forma racional o en la negación de su realidad plurinacional acabará disolviendo su propia realidad institucional?