Señala Harari que los humanos pensamos más en relatos que en hechos, cuanto más sencillo es el relato, mejor. Cuando buscamos sentido a la vida queremos un relato en el cual acomodar nuestra realidad y nuestro concreto papel. Ya Platón señalaba que los contadores de cosas son los que dominan el mundo. Lo anterior viene al caso porque en el mundo del trabajo actual, en plena transformación digital, la primera batalla que se da es quién construye el relato. La eterna lucha entre el derecho del trabajo, del que formamos parte los sindicatos, frente a la desregulación para que las condiciones laborales las establezca el mercado, como defienden los economistas ultraliberales, empieza en el relato. Así, nos encontramos que se define como “costes laborales” la parte destinada a compensar el trabajo de las personas, sin embargo se llama “inversión” a las máquinas que las sustituyen en los centros de trabajo. Se prefiere “emprendedor”, casi sinónimo de triunfador, a “trabajador autónomo”, que encierra un halo de subordinación que parece menos atractivo. Da la sensación de que los derechos que protegen a las personas frente a las desregulación economicista son antiguos y en desuso. El relato ya es otro, la protección social es anticuada y se ataca a los sindicatos, por lo que se consigue eliminar la dimensión humana que debe tener el trabajo. Incluso vocablos aparentemente neutros como meritocracia terminan convirtiéndose en legitimadores de la desigualdad, pues si la riqueza es la consecuencia del merecimiento, la pobreza es el resultado de desmerecimiento que hace al pobre culpable de serlo, eximiendo a los más pudientes, y a sus representantes, de la obligación de tener que repartir la riqueza generada.
En la lucha por el relato desde planteamientos economicistas, se cuestionan todos y cada uno de los derechos alcanzados en la protección del trabajo y de las personas trabajadoras. Así, se discuten los salarios dignos y suficientes, la protección frente al despido injustificado, la limitación de las jornadas o el carácter redistribuidor de la renta que proporciona la negociación colectiva. Esta corriente de opinión pone en riesgo el trabajo y la dignidad que proporciona. Para ello se trata de apartar del ámbito de la protección del derecho del trabajo y de los sindicatos a las personas, convirtiéndolas en falsas “emprendedoras”. Lo hemos visto con los llamados riders, en los que los poseedores de los algoritmos de macrodatos crean sistemas productivos, altamente provechosos para el auténtico empresario, con el objeto de expulsar a productores precarios del ámbito de protección de la legislación laboral para que el trabajador se convierta en su propio explotador.
Los riders no son nada más que el último escalón del fenómeno de descentralización de los verdaderos empresarios, cuyo último fin es rebajar el derecho del trabajo. La externalización permite a las grandes empresas, esas que en España aumentaron en 2022 su beneficio neto en un 92,2%, ejercer su dominación sobre el resto de los actores del ciclo productivo, incluidas las otras “empresas”, sin tener que someterse a los efectos redistributivos y de reequilibro que posee una adecuada legislación social. Así las grandes compañías, las que mantienen la posición de dominio en sus mercados, controlan económicamente a todos los demás operadores, imponiendo sus condiciones. Para ello trasladan a las empresas subordinadas todo lo que les aporta poco valor y se les elimina todo margen de negociación en cualquier ámbito. La externalización ha ido multiplicando las microempresas, incluidas aquellas sin empleados formadas exclusivamente por “el emprendedor”, que es quien en realidad ejecuta el trabajo, lo que convierte al trabajador en subcontratista. La desregulación termina generando desigualdad, frustración y conflicto.
Al final, tenemos la sensación de que estos expulsados de la mesa de las grandes corporaciones, que son las que toman las decisiones con trascendencia económica, tienen más similitudes con quienes poseen un contrato de trabajo que con las empresas. Por eso, no deja de resultar llamativo que les inquiete más el incremento del SMI para las personas más vulnerables, entre las que muchas veces también se encuentran ellos, que las condiciones que les imponen las grandes compañías como el gas o la electricidad, que se beneficiaron en más de 12.780 millones de euros de la escalada de precios de la energía sufrida en 2022. Es sorprendente que, contribuyendo por la base mínima de cotización el 85% de los trabajadores autónomos, lo que les condena a percibir la pensión mínima de jubilación, se incida más en la subida de las bases máximas de cotización de los salarios altísimos, que en el incremento de la percepciones mínimas de jubilación hasta asemejarlas al SMI. Supongo que esto tiene que ver de en qué lado de la mesa de negociación les intenta colocar el relato imperante.
En este 1 de mayo reivindicamos que los derechos de las personas trabajadoras, también de las que se intenta expulsar de su auténtica condición, promueven la justicia social y la eficiencia económica. La dignificación del trabajo justamente remunerado debe ser el centro de la nueva economía que sirva al ser humano.