El INE como síntoma

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El tiempo vuela y la memoria a veces es corta. Dentro de unos meses se cumplirán cinco años del inicio de la pandemia. Fui testigo privilegiado del esfuerzo ímprobo por sacar adelante el país. Y también de decisiones que, con lo que hoy sabemos, seguramente serían distintas (pienso en concreto en el duro confinamiento de niños y niñas, para los que seguramente habría que haber ingeniado alguna solución diferente). Por supuesto que hubo errores. Y por supuesto que se improvisó, como en todas partes, con la mejor voluntad y toda la energía puesta en el empeño. 

Por eso no reprocharé nunca determinadas decisiones que, en el ámbito profesional, sólo tienen explicación en su contexto –siempre admitiendo la crítica–. Como economista, en el caso que nos ocupa, no me habría gustado verme al frente de la Contabilidad Nacional en aquellos meses y los que siguieron. No me cabe duda de que el INE puso todos los medios, desde su honestidad e independencia, en la tarea. Y de que otros no lo habríamos hecho mejor.

Dicho lo cual, el error de estimación en el PIB en los años 2020 a 2022 (dejo al margen la revisión que afecta a 2023) requiere una explicación fuera de los foros especializados, que sea comprensible para los no expertos. En cierto modo, hemos vivido en una narrativa de ficción durante todo este tiempo, hasta la revisión definitiva del pasado 18 de septiembre. Son tres años largos, si exceptuamos el propio 2020, en los que la economía creció más de lo recogido por la Contabilidad Nacional, la productividad se comportó mejor de lo esperado, las ratios de déficit y deuda pública fueron algo menores, al igual que la presión fiscal, y la salida del COVID fue más rápida en comparativa internacional de lo estimado hasta ahora. Y no es sólo una cuestión de narrativas: muchas decisiones económicas se toman a partir de estos indicadores, tanto en el sector público como en los mercados financieros, por no hablar de la propia evolución de la renta per cápita y lo que eso entraña. 

Cualquier analista mínimamente familiarizado con la estimación de macromagnitudes comprende la elevada probabilidad de error en los dos primeros trimestres de 2020, cuyo crecimiento se estimó con la economía cerrándose en tiempo real y, posteriormente, reabriéndose de manera gradual y completamente asimétrica. No había precedentes de algo semejante. El problema (común en los institutos de estadística de otros países y en magnitudes comparables) no está ahí, sino en la gestión posterior y en la ausencia de una política de comunicación a la altura del momento. Ambas cosas, como señalo más adelante, son síntomas de un problema institucional que debería preocuparnos.

Durante demasiado tiempo, los indicadores más habituales de empleo o la información disponible sobre recaudación fiscal (por citar dos tipos de variables altamente correlacionadas con la actividad económica) apuntaban a una realidad significativamente distinta a la señalada por el INE. La evolución de la productividad, crucial en la determinación de salarios y márgenes empresariales, carecía totalmente de sentido. Pese a ello, las explicaciones económicas a estos y otros interrogantes han sido decepcionantes o poco convincentes, al menos fuera del cerrado mundo institucional. 

Los disclaimer (llamadas a la precaución sobre el impacto de la pandemia sobre las estimaciones) se mantuvieron durante años sin aportar gran cosa a unas notas de prensa de las que cabía esperar bastante más. La función del INE no es académica, es institucional y por lo tanto está sujeta a rendición de cuentas. Las diferencias con otras instituciones comparables en el Reino Unido o en los Países Bajos, por ejemplo, son notorias.

Es cierto que las revisiones de Contabilidad Nacional están calendarizadas y protocolizadas, pero también lo es que durante estos años las revisiones ordinarias del PIB han desconcertado a los expertos con demasiada frecuencia, en lo que va del dato avanzado al definitivo, tanto por su intensidad como por su composición (con giros abruptos y difícilmente explicables del encaje económico subyacente). Todavía hará falta tiempo, poso y paciencia para tener una imagen precisa de la historia económica de estos años. 

Nadie pone en duda las habilidades y las competencias técnicas del INE, ni mucho menos su independencia (el episodio, si demuestra algo, es justamente su autonomía de criterio), pero también es justo señalar que sufre un grado de estrés institucional importante. Como quiera que el interés de todos reside en el mejor funcionamiento posible de la institución, la pregunta es cómo evitar que algo así vuelva a repetirse, asumiendo que lo sucedido no es achacable solamente a las dificultades inherentes a la pandemia. Si queremos un INE de excelencia es necesario dotarlo de recursos, fortalecer su plantilla con los mejores perfiles, modernizar su gobernanza, actualizar protocolos, abrirlo ordenadamente a la interacción con otras instituciones –también del ámbito privado–, replantearse su papel en la comunicación –como proveedor de información estadística básica–, etc.

Y la reflexión no debería quedarse ahí. A pesar del buen desempeño de quienes trabajan en ellas, el funcionamiento anquilosado de muchas instituciones públicas está llevando al fallo sistémico y, en algunos casos, a la parálisis. Lo del INE es un aviso. Está ocurriendo en muchas universidades públicas, en la administración local, en la gestión diaria de grandes ministerios, en organismos autónomos, en la relación digital entre la Administración y los ciudadanos, etc. Esta vez ha sido la estimación de las cuentas nacionales, la próxima vez puede ser el servicio de atención primaria, el colapso en los juzgados o el acceso a una prestación social de primera necesidad.