Durante las últimas semanas he seguido con mucha atención, no solo por su importancia social y humana sino también por su complejidad jurídica, el caso de Juana Rivas. He constatado cómo en las redes sociales todas y todos nos convertíamos en apenas horas en expertos juristas, sin tener más conocimiento de los procedimientos en curso que lo que nos llegaba a través de las medios de comunicación y de los ecos, con frecuencia tan poco fundados, de quienes en Twitter o Facebook parecían tener más claro que nadie cuándo es posible interponer un recurso de amparo o de qué manera se debe actuar judicialmente para proteger los intereses de un menor. Todo ello en muchos casos con un nivel de vehemencia que parecía, cualquiera que fuera la posición que se estuviera defendiendo, que en Derecho no fueran posibles las divergencias, cuando la primera lección que yo le enseño a mi alumnado es que en el ámbito jurídico dos y dos casi nunca suman cuatro.
No voy a entrar por lo tanto a valorar aspectos concretos de las dos líneas procesales abiertas en el caso, la penal y la civil, para lo que, insisto, me faltaría manejar la que supongo prolija documentación que se ha generado en los últimos meses. No puedo más que adherirme al sensato y bien argumentado documento que hace unos días hizo pública la Asociación de Mujeres Juezas de España. Simplemente me voy a limitar a subrayar algunas de las sombras que ha puesto al descubierto el drama de Juana Rivas, justo además cuando nuestros representantes acaban de firmar un rimbombante pacto de Estado contra la violencia de género que, como ya puse de manifiesto hace unas semanas, me parece un documento formalmente muy valioso pero del que dudo de su eficacia real.
Desde mi punto de vista, el caso de Juana Rivas ha venido a subrayar, otorgándoles una atención mediática que no han tenido otros muchos supuestos casos de madres que han vivido situaciones similares, dos factores que hoy por hoy continúan siendo grandes lastres para la urgente necesidad de acabar con una lacra que pone en duda que nos podamos calificar como sociedad democrática.
De una parte, es evidente, pese a que el laberinto judicial a veces no nos deja ver bien las realidades últimas, que nuestros mecanismos procesales, y por supuesto los meramente preventivos, necesitan de reformas legislativas que los hagan más eficaces, además de una correlativa dotación de recursos que hagan posible en cualquier circunstancia la protección de las y los más vulnerables. En este sentido, también creo que ha llegado el momento de replantearse determinados instrumentos internacionales, como el tan citado Convenio de La Haya, que me da la impresión que resulta poco eficaz cuando hay que afrontar un asunto tan dramático como el de los hijos de Juana.
De otra parte, e incluso creo que este factor habría de ser el de atención prioritaria por parte de todas las instancias públicas, lo que nos ha certificado el caso de Juana Rivas es el peso brutal que la visión androcéntrica y machista del Derecho sigue teniendo en la aplicación e interpretación de las normas. Es decir, nuestros jueces y tribunales, como también una gran mayoría de abogados y de abogadas, y no digamos el Ministerio Fiscal, continúan haciendo oídos sordos al mandato establecido por la LO 3/2007 según la cual todos los poderes públicos deben aplicar en sus actuaciones la perspectiva de género.
Una perspectiva que, por lo tanto, habría de estar de manera principal y no solo transversal –ese es el sentido del mainstreaming de género– en la actuación de todos los operadores jurídicos. Una obligación que implica tener presentes: a) las relaciones de poder asimétricas que se dan entre hombres y mujeres, y que tiene unas singulares manifestaciones en el ámbito de las relaciones familiares y afectivas; b) la extrema vulnerabilidad de las mujeres, y con ellas de los menores de edad, que se hallan en una posición de subordiscriminación que hace que carezcan de equivalentes recursos para actuar con autonomía y, por lo tanto, con auténtica libertad.
Mientras que en este país no nos tomemos la igualdad de género en serio, también en las Facultades de Derecho, en la formación de todos los operadores jurídicos y en general de todos los profesionales que intervienen directa o indirectamente en la protección y atención de las mujeres maltratadas y de sus hijos, nos vamos a seguir encontrando con casos como el de Juana. Porque no basta con tener leyes que efectivamente protejan a los y a las más vulnerables, sino que es preciso incorporar a las pautas de interpretación del Derecho una dimensión, la del género, sin la que es imposible garantizar los derechos de quienes se hallan en posición de subordinación.
Porque, insisto, las leyes, por más perfectas que nos creamos que son, siempre son objeto de interpretaciones varias, necesitan de aplicadores que las moldean en función de los casos concretos, y en esos procesos es donde necesitamos mujeres y hombres que sean capaces de mirar más allá de la letra de la ley y, por tanto, de hacer reales valores constitucionales como la igualdad o la justicia. Una justicia que, de momento, sigue dando buenas muestras de continuar respondiendo mayoritariamente a los dictados del patriarca que es el que sigue dominando los púlpitos y las puñetas.
Mientras que el mundo del Derecho, tan reaccionario, tan cómplice del orden patriarcal, tan liberal, no sufra una transformación que permita al fin descoser lo que los varones hemos tejido durante siglos, mucho me temo que seguirá habiendo mujeres como Juana que se verán obligadas a desafiar la ley. Es nuestra responsabilidad por lo tanto evitar que esto suceda garantizando que ninguna de ellas se sienta más perdida que protegida ante un sistema que en muchos casos no hace sino multiplicar su proceso de victimización.