La Sanidad Pública danesa es uno de los mejores sistemas sanitarios del mundo. El Gobierno de Dinamarca destina el 8% de su PIB y tiene establecido un impuesto especial para garantizar su universalidad y evitar copagos. La Educación Pública finlandesa, reconocida cada año como uno de los mejores sistemas en el Informe PISA, es financiada íntegramente por el Estado, desde la educación infantil o primaria hasta la educación superior, destinándose un 5% del PIB y con el gasto nacional más alto que el resto de países de la OCDE gracias a un sistema impositivo elevado. Lo mismo ocurre si hablamos del sistema de cuidados y de atención a la dependencia de países como Suecia o Países Bajos.
En muchas ocasiones, como ocurre estos días en España, se abre un debate fiscal en términos demasiado simples. No podemos reducirlo todo a determinar si deben establecerse más o menos impuestos, si deben eliminarse o no determinadas cargas tributarias o a quiénes deben dirigirse las nuevas figuras fiscales. Debemos abordar para qué y para quiénes pagamos impuestos y la importancia que tiene en un país la recaudación tributaria para consolidar lo más importante, el Estado del Bienestar.
No podemos estar permanentemente hablando de la envidia que producen el sistema educativo, la atención sanitaria o las políticas de dependencia y atención a nuestros mayores de los países nórdicos si somos incapaces de entender la importancia que tiene establecer un sistema impositivo progresivo y justo para ser eficaces en la prestación de servicios públicos de calidad.
España tiene una presión fiscal del 37,5% del PIB, muy por debajo de la media de la UE y de países como Dinamarca que llega al 47,6%, o de Francia con el 47,3%, pero también una presión más baja que en Alemania, Italia o Portugal. Por ello, el Gobierno trabaja en una política tributaria justa, progresiva y suficiente para que contribuyan más quienes más recursos tienen y poder avanzar en más justicia social, pero también en una mayor eficiencia económica. Por eso, es necesario establecer un gravamen sobre los beneficios extraordinarios de las grandes entidades financieras y empresas energéticas; o sobre las grandes fortunas, de más de 3 millones de euros de patrimonio neto, que es un impuesto que solo afectará a 23.000 contribuyentes; o un recargo a las rentas de capital superiores a los 200.000 y 300.000 euros, que nos permitan avanzar a su vez en una mayor equiparación con las rentas del trabajo. Una política fiscal que ayude a quienes menos renta tienen, reduciendo el IRPF a las personas que ganen menos de 21.000 euros al año, el 50% de los trabajadores españoles; o eliminando la tributación por IRPF a quienes ganen menos de 15.000 euros, en lugar de los 14.000 euros actuales; o reduciendo el impuesto de sociedades del 25% al 23% a las pequeñas y medianas empresas, apoyando así a la gran mayoría de nuestro tejido productivo. Y todo esto, mientras financiamos políticas como la subida del salario de los empleados públicos, el incremento del Salario Mínimo Interprofesional o la revalorización de las pensiones conforme al IPC. Todo con un mismo horizonte, más justicia social.
Cierto es que, cuando el ruido lo invade todo, cuando las mentiras sustituyen a los argumentos, cuando son incapaces de debatir con ideas y propuestas, es muy difícil llegar al fondo de las cuestiones. Pero solo desde la justicia fiscal lograremos avanzar en una mayor justicia social. Solo con responsabilidad fiscal podemos invertir en unos mejores servicios públicos que son el mejor antídoto contra la desigualdad y la mejor herramienta para reducir la brecha social entre quienes más recursos tienen y quienes más nos necesitan.
Quienes hablan de bajar los impuestos o incluso de eliminarlos a los ricos, como ocurre con el Impuesto de Patrimonio que solo afecta al 0,2% de la ciudadanía, no explican nunca cuáles son sus consecuencias. No hablan de los recortes en los servicios públicos que trae consigo que el Estado cuente con menos ingresos. Ni tampoco hablan de todas esas políticas efectivas que se financian gracias a un buen sistema tributario. No hablan de que, gracias a los impuestos, se financian las pensiones, los permisos de maternidad y paternidad, las escuelas infantiles gratuitas de 0 a 3 años, la teleasistencia y el resto de políticas de dependencia para nuestros mayores, las becas para los estudiantes, las bonificaciones en el transporte público, las ayudas a las familias numerosas, el Ingreso Mínimo Vital, se impulsa la ciencia, la innovación y la investigación, claves para una mejor atención sanitaria o para el desarrollo económico de nuestro país en el futuro, o políticas como los ERTE, las ayudas para autónomos y los avales de financiación para empresas que permitieron proteger el empleo de los trabajadores y a nuestro tejido productivo durante la pandemia. Quienes hablar de bajar impuestos a los ricos no conocen los problemas y las necesidades de la mayoría de la gente. Y esos mismos desconocen las consecuencias negativas de esa política fiscal, como hemos podido comprobar estos días en el Reino Unido, que ha tenido que dar marcha atrás en sus anuncios.
Nuestro país necesita tener unos impuestos justos para tener unos servicios públicos justos, como corresponde a un Estado Social y Democrático de Derecho como el que consagra nuestra Constitución, que sirvan como palanca para garantizar la igualdad de oportunidades de la ciudadanía, la cohesión social y hacer frente a los desequilibrios y la desigualdad.
Justicia fiscal, también responsabilidad fiscal, para tener más justicia social y la confianza de los mercados internacionales en la economía española, que está guiada por las recomendaciones de todos los organismos internacionales como la OCDE, el FMI, el BCE o la Comisión Europea con el fin de contener el impacto de la inflación, proteger a la clase media y trabajadora, continuar la senda de crecimiento económico y del empleo, para tener una economía más robusta, resiliente y moderna cuando superemos las consecuencias de la guerra en Ucrania.