El dictador murió en la cama, pero la dictadura tuvo que ser vencida con la lucha para que pudiera alumbrarse la democracia en España como, a fin de cuentas, nacieron y nacerán todas las democracias: concitando a la mayoría social y concertando entre la pluralidad de ideas e intereses. Los procesos han sido y serán tan diversos como peculiares son la cultura y la historia de cada país, pero sin aquellas bases, asentadas en la voluntad mayoritaria de los pueblos y en el acuerdo entre diferentes, no se fraguan regímenes democráticos sino de otro tipo que, cualquiera sea su sesgo ideológico, terminarán sucumbiendo ante las imparables ansias de libertad de los seres humanos; como la evidencia empírica se encargó de enseñarnos ya el pasado siglo XX en todas las latitudes, geográficas e ideológicas.
Aquí se alcanzó la democracia a través del proceso conocido como la Transición democrática, catalizado por la “galerna de huelgas que recorría España” como reconoció el Conde de Motrico, José María de Areilza. No fue la “ruptura democrática” que anhelábamos los comunistas de entonces pero tampoco cristalizó la operación Fragamanlis como pretendieron Fraga Iribarne y buena parte de los poderes económicos y financieros del momento, hasta contar incluso con la aquiescencia de Felipe González. Remedando la transición griega, capitaneada por Karamanlis, propugnaban un proceso en dos fases, la primera limitando la legalización de partidos y sindicatos hasta el PSOE y la UGT, para en otra posterior, una vez celebradas las primeras elecciones generales y culminado el período constituyente, reconocer a los demás… Bueno, eran tan condescendientes que podrían haber tolerado que se presentasen listas de electores independientes aunque se supiese oficiosamente que pertenecían a alguno de los partidos todavía ilegales. Admitieron el XXX Congreso de UGT en abril de 1976, pero nos prohibieron hacer el nuestro por las mismas fechas y tuvimos que desafiar la legalidad yéndonos a Barcelona a realizar nuestra Asamblea en el mes de Julio. El pulso valió la pena porque el empeño irrenunciable de CC.OO. por conseguir una democracia plena y sin exclusiones, algo debió de contribuir a que Suárez y su Gobierno optasen finalmente por legalizarnos a todos. Más aún, cuando tras el asesinato de nuestros abogados laboralistas de la calle Atocha, demostramos que tal empeño era tan firme como exento de revanchismo. En aquellos trágicos momentos, tuvimos siempre muy claro que nuestro objetivo no era ganar la guerra que perdieron nuestros mayores, con cuya derrota perdió España por cuatro decenios, sino conquistar la democracia. Esa era la primera y principal reparación que queríamos conseguir para las víctimas de Atocha y de las muchísimas más que había causado el franquismo.
La Transición fue un equilibrio inestable para un objetivo tasado: restaurar las libertades y establecer un sistema democrático bajo la forma de un estado de monarquía parlamentaria. Insatisfactorio para quienes aspirábamos (y aspiramos) a ser una República; y para quienes querían continuar con el franquismo después de Franco. Pero no fue un “equilibrio de miedos”, como creo recordar que apuntó Juan Luis Cebrián; a la altura del 76-77 ningún miedo era comparable con el que se había tenido que superar desde que, tras la victoria de Franco, soñar la libertad en España se convirtió en delito; y algunos, pocos al principio, paulatinamente más hasta alcanzar la “debilidad” suficiente, quisimos ser delincuentes para que el sueño se realizase. La “correlación de debilidades”, como genialmente la definió Manuel Vázquez Montalbán, impregnó la Transición democrática.
Leo frecuentemente con atención y tanto respeto a Javier Pérez Royo que, incluso cuando no coincido con sus tesis, tiendo a dudar de mí antes que de él
Leo frecuentemente con atención y tanto respeto a Javier Pérez Royo que, incluso cuando no coincido con sus tesis, tiendo a dudar de mí antes que de él. Le leí hace unos días en este mismo periódico considerar que la Transición, aunque no fue un genocidio, sí fue un pacto para encubrir el genocidio franquista llegando a concluir que en tal operación de encubrimiento sí tuvo responsabilidades políticas Rodolfo Martín Villa. Si tuviésemos que aceptar esta hipótesis, deberíamos aceptar también que mayores responsabilidades tuvieron los primeros espadas del momento (Adolfo Suárez, Santiago Carrillo, Felipe González, etc.) y menores, pero también corresponsables del encubrimiento, fuimos él y yo, entre otros muchos, ya que ambos éramos miembros del Comité Central del PCE por aquellos años y asumimos y defendimos con convicción los pactos políticos por la democracia.
Pero por una vez y felizmente Javier se equivoca. Porque ni él ni yo nos conjuramos con nadie para encubrir ninguna de las atrocidades del franquismo. Que la Ley de Amnistía sobreseyera los delitos no comportó pacto alguno de silencio ni menos aún de olvido. Interpretación que, paradójicamente, vienen repitiendo tan machaconamente los más recalcitrantes derechistas y sus entornos mediáticos que al parecer han hecho fortuna, logrando que terminasen asumiéndola algunos exponentes de la izquierda.
Tampoco osaría nadie acusar a Marcelino Camacho de haber pactado encubrimiento alguno, aunque releyese lo que dijo en su intervención parlamentaria el 14/10/1.977 defendiendo la Ley de Amnistía. Para empezar, recordó con orgullo que había sido la minoría comunista (PCE-PSUC) la que había presentado la primera proposición de Ley, para explicar que era “el resultado de una política coherente y consecuente con la política de reconciliación nacional de nuestro partido ya en 1956”; que “la pieza clave de esta política de reconciliación nacional tenía que ser la amnistía. ¿Cómo podríamos reconciliarnos los que nos habíamos matado los unos a los otros, si no borrábamos ese pasado de una vez para siempre”; y terminó su alocución haciendo un llamamiento a Alianza Popular para que se incorporase a la “unanimidad nacional” (así quería Marcelino que se considerase la votación de la ley de amnistía) porque la derecha –sí, la derecha de Fraga Iribarne– se oponía a la ley y finalmente se abstuvo. Es verdad que algunos de sus herederos políticos dan la sensación de que siguen sin incorporarse a la “unanimidad nacional” que predicó Marcelino; pero quienes sí lo hicieron como Adolfo Suárez o Rodolfo Martín Villa no pueden ser utilizados como chivos expiatorios del prolongado y sistemático plan represivo de la dictadura porque no se la pudiera sentar en el banquillo hace cuarenta y cuatro años.
Soy lego y me avergonzaría pecar de leguleyo, pero me permito advertir que, si para poder imputar a personas concretas de delitos puntuales, que de haberlos cometido estarían sobreseídos por la ley de amnistía, se tiene que achacar el delito de genocidio, que no prescribe, a la Transición, cometido mediante la urdimbre de un plan sistemático para aterrorizar con la persecución y asesinato de los opositores como sugieren los querellantes ante la juez Servini, me temo que en lugar de una rendija en el muro de la impunidad que algunos dicen que levantamos en aquel proceso vamos a caer en un cenagal donde podemos terminar enlodados, embarrando la historia, cada vez más lejos de esclarecer la verdad y sin que las víctimas obtengan la reparación a la que tienen derecho. Si encima se admite que Martín Villa no es precisamente quien mejor representa los crímenes que se quieren juzgar y aún más, que si hubiese habido un encausamiento más general a la dictadura ni siquiera habría tenido que ir a declarar; va a ser muy parecido a los aquelarres y poco o nada a la justicia. Buscar chivos expiatorios siempre ha sido lo contrario a buscar justicia, puesto que los verdaderos culpables quedaban exentos y en lugar de juicio se hacían farsas.
Quede claro que no es la juez Servini la que ha redactado la querella sino la que decide iniciar el procedimiento apelando al concepto de justicia universal ante un supuesto delito de lesa humanidad denunciado en la querella española, que no argentina, que se le hace llegar a su juzgado bonaerense. Es por tanto encomiable la decisión de la juez de perseguir esos delitos allá donde se suponga que se han cometido. Razón por la que en la carta que le envié no le objeto en absoluto que haya querido investigar los delitos denunciados, limitándome simplemente a prestar testimonio a favor de Martín Villa, de acuerdo con mi conciencia y la experiencia que yo viví.
Ciertamente, los vacíos que se dejaron en la explicación de todo lo que supuso el franquismo y no haber procedido a la condena unánime y extensiva en todos los estamentos del Estado y a la consiguiente reparación justa de las víctimas, los acaban rellenando otros… a su manera.
Por mi parte no dejo de insistir cada vez que tengo ocasión en señalar que la memoria histórica se atesora enseñando con honestidad y coraje (que se necesite todavía coraje para enseñar nuestra historia ya es muy revelador) lo que fue realmente el golpe de Estado del 36, la tragedia que desencadenó, el holocausto perpetrado por los golpistas, las atrocidades de la represión; en suma, que el de Franco no fue un régimen autoritario, sino fascista. El matiz que distingue al uno del otro es que el primero impide el ejercicio de la libertad por la fuerza, el segundo la niega doctrinariamente además de reprimirla. Porque en España, lamentablemente, hemos tenido de los dos, con el dictador Miguel Primo de Rivera antes y con Franco después, consideré y considero necesario explicar el matiz donde corresponda; ya fuese en asambleas de trabajadores, en conferencias, en la Real Academia de la Historia o ante el actual jefe del Estado cuando era Príncipe de Asturias y tuvo la inteligencia de recabar las opiniones de los agentes sociales sobre diferentes temas. Pero toda iniciativa particular, individual o colectiva, seguirá siendo insuficiente mientras no se asuma como tarea inexcusable del Estado educar a la ciudadanía en el sentido apuntado.
Tampoco nos autoimpusimos dejar “inmaculada” la Transición. Otra paradoja, en mi opinión, es que la mejor valoración de los acontecimientos históricos más señalados siempre es la menos hagiográfica. Presentarla como un modélico proceso, sin tacha alguna, deforma la realidad y hasta su significado; generando tanto una reacción diametralmente opuesta, que impide cualquier debate cabal, como situaciones casi cómicas. Por ejemplo cuando por los países del Cono Sur americano recibían apologetas de nuestra Transición presentándosela como fotocopias a imitar; y tanto aquellos países que recuperaban la democracia tras sufrir atroces dictaduras como el pueblo español merecían mayor respeto; ellos para acometer sus transformaciones como mejor entendieran y tomando las referencias externas en la medida que estimasen oportuno y el nuestro porque los tribunos itinerantes volvían a dar la pretenciosa imagen de España, de tan ingrata memoria por aquellos pagos. Recuerdo una reunión con Líber Seregni, uno de los más destacados y honorables fundadores del Frente Amplio de Uruguay, en la que se quejaba porque tras la apabullante actividad propagandística de un prócer político español de la época, parecían abocados a construirse en Montevideo un Palacio de la Moncloa para reproducir los pactos de tal. En una reunión posterior con diversos grupos parlamentarios se pudo contribuir a rebajar la zozobra y a recuperar la confianza en ellos mismos. Experiencias parecidas pueden contarse de Argentina, Chile o Brasil.
De la necesidad se hizo virtud durante la Transición, pero quienes permitieron que las coyunturales virtudes degenerasen en vicios de funcionamiento, y en lastres para el desarrollo de la democracia, fueron los gobiernos posteriores. También fuimos corresponsables cuantos tuvimos alguna responsabilidad al nivel que fuese, por no haber tenido la honestidad intelectual de reconocer que habían sido necesidades, no virtudes. Ni la valentía, unos; ni la capacidad y la fuerza, otros, para corregirlas.
Por ejemplo, habría sido una temeridad (de imposible materialización por otra parte) renovar toda la cúpula militar durante el período constituyente, pero postergarla dejó el caldo de cultivo del 23F; cambiar el entramado del poder judicial tampoco era fácil, pero pasar a repartírselo entre el partido del Gobierno y el principal de la oposición ha resultado un negocio ruinoso que ha terminado sufriendo el ala más progresista de la judicatura y lo que es peor, para la democracia misma, ya que está facilitando el perverso juego de la derecha consistente en politizar la justicia cuando gobierna poniendo a sus afines y allegados en los lugares clave y judicializar la política cuando vuelve a la oposición, bloqueando indefinidamente la renovación de los órganos judiciales y así empantanar judicialmente cuantas políticas no consiga cambiar en el parlamento. Es tan inquietante este juego por el que el poder del Estado de derecho menos derivado directamente de la voluntad popular resulta ser el que más está determinando el devenir de los asuntos más cruciales del acontecer político del país, que puede engendrar una querencia de supremacía (más allá de la autonomía) respecto de los poderes Ejecutivo y Legislativo en algunos jueces.
Fue necesario afrontar la crisis económica embalsada por el tardo-franquismo, porque como advirtió acertadamente Fuentes Quintana: “el principal peligro para una democracia frágil es una economía en crisis”. Y se firmaron los Pactos de la Moncloa a los cuatro meses de las primeras elecciones; pero no era cierto que los desequilibrios macroeconómicos en inflación y sector exterior estuviesen causados por los salarios, que fueron los que asumieron los mayores sacrificios. Sin embargo, la Concertación Social reprodujo el mismo esquema de competitividad basado en salarios bajos y precios (menos bajos, puesto que los empresarios siempre inflaron los márgenes en los precios finales), precarizando simultáneamente los empleos; hasta que con la Huelga General del 14D de 1988 cambiamos el modelo de concertación y combatimos tal esquema de competitividad; sin impedir no obstante que hayan descerrajado una reforma laboral tras otra hasta la 52 y más letal de todas para los derechos y el empleo que es la aún vigente de 2012.
Podríamos examinar más deficiencias del entramado democrático actual y encontraremos raíces de cada uno de ellos en nuestro pasado, pero tendremos que admitir que tales déficits han de apuntarse en gran medida en el 'debe' de generaciones menos remotas
Hubo que suscribir conciertos educativos con los colegios privados, en su mayoría religiosos, para universalizar la Educación; pero la necesidad del momento se convirtió después en consustancial a la política educativa hasta crecer en términos relativos más la concertada que la pública.
Con mayorías que no les llovieron del cielo, se permitieron por ejemplo levantar un monolito (se aprobó durante el último Gobierno de Felipe González y lo concluyó el primero de Aznar) en Nóvgorod a los caídos de la División Azul; mientras en España se negaba el digno reconocimiento institucional a los brigadistas internacionales que aún vivían y a los españoles que lucharon contra el nazismo en la IIª Guerra Mundial.
Podríamos examinar más deficiencias del entramado democrático actual y siempre encontraremos algunas raíces de cada uno de ellos en nuestro pasado, pero, a menos que se crea en el determinismo histórico, tendremos que admitir que tales déficits de la democracia española actual han de apuntarse en buena medida en el debe de generaciones menos remotas. Lo peor que podríamos hacer para superarlas sería guiarnos por el más triste de los sinos de la izquierda. Antes de librar batalla alguna, tratar de vencernos los unos a los otros para terminar derrotados todos a manos de la derecha… otra vez. Lo tenemos tan arraigado en nuestro ADN que ya en 1847, Marx y Engles se afiliaron a la Liga de los Justos, que ellos rebautizaron Liga de los Comunistas; al año siguiente aprobaron el Manifiesto Comunista en su segundo Congreso, por el camino no hicieron más que predicar que: “… los comunistas no deben aceptar ni estimular el sectarismo…. evitar las dicotomías entre la razón de unos y la sinrazón de otros, entre los que determinan la forma exacta del cambio revolucionario declarando ilegítimos a los demás…” ('Como cambiar el mundo', Eric Hobsbawm; ed. Crítica, 2011 Barcelona). Debieron aburrirse de predicar en el desierto y se desafiliaron al poco tiempo.
Es fácil imaginar que, estando fuera de toda responsabilidad y sin que nadie me lo pidiera, podría haber encontrado varias excusas para escurrir el bulto; pero ninguna razón moral, ética ni política para hacerlo. De igual manera que seguiré batallando por esclarecer y difundir los crímenes del franquismo y porque se haga justicia con las víctimas (como indico claramente en la carta que envié a la juez Servini). Anhelos inalcanzables sin aunar todos los esfuerzos y voluntades posibles. Por esta razón no voy a contestar a quienes me siguen insultando.