La ley que despenaliza la eutanasia en España cumple ahora un año. Asistimos por ello a una suma de análisis sobre su eficacia y oportunidad, mientras las huestes ultracatólicas, junto a PP y Vox, aprovechan para atacar sus principios y alinearse con esa corriente ultraconservadora que dice defender la vida y que en realidad defiende la extirpación de los derechos civiles conquistados tras una dura batalla democrática.
Dado que es momento de hacer balance, conviene contrastar algunos datos fehacientes sobre la incidencia de esta Ley en la sociedad española, comparada con la que tuvo en países como Holanda y Bélgica hace 20 años, cuando se promulgaron allí las leyes de despenalización. Durante este primer año se han practicado en España alrededor de 180 ayudas a morir dignamente. Una cifra sencillamente ridícula si se compara con las que hubo entonces en Holanda (1.615) o Bélgica (345) y si tenemos en cuenta que nuestra población es 2,5 veces la de Holanda y 4 veces la de Bélgica. Advierto ya que en esos mismos países, las últimas cifras anuales rondan los 7.000 y 3.000 casos, respectivamente, lo que lleva a pensar en cifras cercanas a los 10.000 casos de eutanasia al año en España como algo normal en nuestro entorno.
Que la cifra nos parezca desorbitada quizá tiene que ver con esa campaña de acoso y derribo de la Ley por medios indirectos. En efecto, creo que determinados Gobiernos regionales están utilizando el desarrollo de la Ley para lograr su declinación. Me explico. El procedimiento establecido en ella para el reconocimiento de la ayuda a morir con dignidad se inicia siempre a instancia de la persona enferma (o de quién dicha persona haya designado en su testamento vital) y requiere inexorablemente la autorización de una Comisión de Garantía y Evaluación. La Ley les confiere a estas Comisiones alcance regional y se han creado por decreto a lo largo de este año, con los únicos requisitos de que el número mínimo de miembros sea de 7 y de que tenga carácter multidisciplinar, siendo preceptiva la presencia de “personal médico, de enfermería y juristas”. A ellos se han unido en ciertas regiones los trabajadores sociales, a causa de la presión ejercida por sus colegios.
Bajo esas premisas tan escasas, los Gobiernos regionales tienen discrecionalidad absoluta para designar a los miembros de dichas Comisiones sin sujeción a requisito alguno de formación, experiencia o ideología, lo cual permite nombrar a 7 o 10 ilustres -o ilustrísimos- radicalmente contrarios a la eutanasia. No digo que esos Comités tuvieran que incluir necesariamente “profesores de Universidad”, -como exige la legislación belga-, pero no deja de llamar la atención el hecho de que entre 17 Comisiones regionales sólo se haya nombrado a dos profesoras muy especializadas en la materia (Carmen Tomás-Valiente y Leticia Jericó en Baleares y Navarra, respectivamente), mientras en el resto predomina un perfil sanitario burocrático que sugiere un control desde los respectivos Gobiernos regionales, muchos de los cuales están detentados por partidos contrarios a la eutanasia. Cabe percibir aquí el tufo de desconfianza hacia una institución como la Universidad, que acredita no sólo la mejor investigación en todas las materias sino además una independencia de criterio sellada constitucionalmente bajo la invocación de la “libertad de cátedra”.
No hay que ser muy ladino para darse cuenta de que si designas una Comisión cuya mayoría de integrantes son contrarios o reacios a la práctica de la eutanasia, las autorizaciones van a descender exponencialmente, perjudicando con ello el derecho del enfermo a obtener una prestación que la Ley le asegura. Porque tras una negativa de la Comisión regional correspondiente, ese enfermo no puede acudir a la de otra Comunidad Autónoma para logar lo que le fue denegado en la primera; en todo caso, tendría que recurrir al conocido turismo eutanásico y lograr una muerte digna en un país extranjero, es decir lo mismo que hasta ahora ha ocurrido. Dicho de otro modo: mediante una designación muy selectiva de las Comisiones de Garantía y Evaluación previstas en la Ley, los partidos contrarios a la eutanasia pueden lograr su objetivo de cargársela sin modificar una coma de ella. Téngase en cuenta que sus decisiones se refieren a conceptos tan indeterminados como padecimiento grave, crónico e imposibilitante o enfermedad grave e incurable, expresiones cuya acotación puede resultar muy indeterminada a poco que nos empeñemos.
Si queremos que la Ley de eutanasia funcione como en los países de nuestro entorno, para garantizar a los ciudadanos españoles el derecho a una muerte digna, debería existir un método de reclutamiento de los miembros de ese órgano decisorio que garantice que sus integrantes no van a convertir en inoperante una Ley que tanto esfuerzo ha costado promulgar. Más muerte digna a voluntad del paciente es, sin duda, más democracia y más libertad. No permitamos que la saboteen.