Hace unos días nos llevamos las manos a la cabeza mientras escuchábamos al presidente de Filipinas, Rodrigo Duterte, tranquilamente ordenar a sus soldados disparar a los residentes que se salten el confinamiento.
Vaya barbaridad. Qué inhumano. A este tío se le ha ido la olla, nos dijimos. Y sí, creer que disparar a quien salga a correr es una respuesta apropiada es una psicopática crueldad, y un insulto tremendo hacia la humanidad.
Pero no hace falta irse hasta Filipinas para ver que aquí también hay reacciones descomunales hacia las personas que se saltan el confinamiento. Reacciones aromatizadas de castigo que salen de los balcones en forma de gritos, acoso, insultos, amenazas, de todo. Esta gente ahora tiene un nombre: policías vecinales. Balcony police. Inquisidores balconianos.
En un vídeo colgado hace unas semanas, por ejemplo, mientras escuchamos a una mujer siendo detenida desgarrándose las entrañas pidiendo ayuda, escuchamos a la vecina que le graba responder con frialdad e indignación. “Gilipollas, boba, idiota, ¡estúpida!”, le dice. “Eso te pasa por saltarte la cuarentena. Te lo mereces”.
Otros, como el periodista Paco González, llama “ceporros” a los que se saltan el confinamiento. Alba Carrillo cree “cazurra” a la gente que no entiende algo que “hasta su perro entiende”. Anécdotas y vídeos de este estilo expresando odio y amenazas, un tipo de acoso que busca algo parecido a lo que el acoso callejero hacia las mujeres: castigar a quien ocupa un espacio que no debería. Culpar a quien incumple las normas establecidas. Señalar con enfado a quien genera peligro y malestar social. Auto justificadas por defender “el bien común”.
Pero no se queda aquí la cosa. También existe otro bando: la policía moral de la policía vecinal.
En nombre también del “bien común”, hay quienes se escandalizan ante los comportamientos de la balcony police. Señalan el dedo indignadas y acusan a las chivatas de incomprensión. Ondeando la bandera de moralidad, atacan a veces con desprecio a quien consideran “poco empática”.
Ambos posicionamientos tienen algo en común: un analfabetismo emocional profundo que exige, desde el insulto, la empatía. Desde la violencia, defienden la solidaridad. Desde la rabia, convierten la unión en algo performativo que nos fragmenta.
Al final la estrategia es la misma: enaltecernos moralmente y, con tintes cuasi colonialistas, creernos portadoras de la verdad absoluta sin cuestionarnos. Consigue fabricar un trabalenguas incoherente donde nos convertimos en la persona que critica o la persona que critica a la que criticó. Y yo, la que critica a la persona que critica a la otra que criticó. Y así. En bucle.
Tanto ante las personas que incumplen las normas de confinamiento como ante las que incumplen nuestras normas morales internas, hay mucho cabreo. Y también usamos balas para gestionarlo. Pero, al contrario de Filipinas, las balas no las disparan las armas. Las balas las disparan las bocas de personas dominadas por su rabia. Una rabia que acaba por confinarnos emocionalmente y nos aleja de la empatía, unión, o solidaridad.
Me identifico muchísimo con la rabia. Como activista feminista y antirracista focalizada en erradicar las desigualdades sociales, siento mucho enfado. Para mí, es inevitable. Es necesaria. Es de las emociones que más me ayuda a navegar un mundo creado por y para hombres blancos, cis, heteros. Aprender a sentir y canalizar mi enfado me ha permitido visibilizar las opresiones que vivo, a marcar mis límites, a sentirme segura, y a escuchar mi propia voz. Aprender a sentir y a reconocerme en mi enfado me ha permitido aligerar muchísimo peso patriarcal que arrastro y normalizo.
Pero no todo enfado me sirve. A veces, el enfado me paraliza, me bloquea, me despedaza. Me distancia y me impide dar o recibir amor, me ciega del cuidado, y me cimenta muros que me confinan y encarcelan en mi misma. Si no logro entender por qué me enfado, hacia quién o qué, si no hago el proceso de entender mi rabia y relacionarme con ella desde un lugar de exploración, caigo en patrones autodestructivos que envenenan mi capacidad de sentirme a mí y a las demás.
El enfado para mí es la bomba, pero sólo si consigo que me sirva. Si no, me es contraproducente. Se vuelve sinónimo de una trampa mental que me protege de lo que verdaderamente estoy sintiendo: dolor.
Me pregunto qué estarán sintiendo las personas que tanto se enfadan con las que se saltan la cuarentena. Me pregunto también qué les estará pasando a los que ponen a parir a los que dejan notitas señalando a quién no sale al balcón a aplaudir.
¿Será que insultarte o criticarte en verdad es mi manera de camuflar el miedo que siento ante la incertidumbre? ¿Ante la pérdida de normalidad? ¿Ante la pérdida de afecto? ¿Igual es que te insulto o te critico porque en verdad lo que siento es impotencia y no sé expresarla de otra forma?
Quizás también siento envidia. Envidia porque esta payasa que camina por allí se está permitiendo algo que yo no me permito: desobedecer. Envidia porque yo también quiero hacer lo que me da la gana, y no me dejo.
O quizás te insulto porque no me siento merecedora de libertad. O no me siento vista. O me entristece sentir que el cuidado no es un valor compartido, y me da miedo que tu comportamiento pueda poner en peligro a la gente a la que quiero.
Cuando hago el esfuerzo en ver y reconocer el dolor detrás de mi enfado, me es más fácil ver y reconocer tu dolor y tu enfado. Me más fácil acercarme a ti, ser empática, y hacer la unión una realidad, y no un discurso.
Imagínate que la vecina del video en vez de insultar a la corredora hubiera dicho: “¡Oye! ¡Me siento enfadada al verte correr porque en verdad lo que me siento es muy sola! ¡Y no sé estar sola así que por eso me cabreo contigo, porque así puedo desahogar mis frustraciones!”
O: “¡Me da miedo morirme y me enfado al verte por la calle porque me acuerdo de ese miedo y no me gusta! ¡No sé sostener mi miedo! ¡Por eso me cago en ti!”
El que luego sale criticando a la vecina que insulta, imagínate: “¡Me enfada escucharte insultar a las demás porque me duele la falta de amor!”
O lo que sea, me lo estoy imaginando. La historia es: a ti que insultas desde tu balcón, a ti que criticas a los que insultan escribiendo posts larguísimos. Para escucharte, para entenderte, para ser empática contigo, me ayuda que me hables de ti. De lo que te pasa. A ti.
Me ayuda porque para mí lo normal es escuchar a personas emborrachadas de sus propios privilegios mirarme con condescendencia y decirme lo que me pasa. “A ti lo que te pasa es que eres demasiado…” “Es que tú lo que necesita es…” Blablabla.
Para sentirme solidaria contigo, necesito que me hables desde otro lugar. Desde tu propia vivencia. Porque hablarme con juicios gratuitos sobre como soy o dejo de ser, o encasillarme basándote en tus opiniones sobre mí, es restarme mi agencia, autonomía y libertad a definirme por mí misma.
Si me hablas de ti, de lo que a ti te pasa, de lo que te mueve a ti, sin entrar en señalar ni asumir mi vivencia, seguramente pueda empatizar antes contigo. Será más fácil para mí recibir lo que me dices y luego reflexionar sobre ello.
La propaganda de esperanza del gobierno es que “unidos” podremos parar el virus. Y la hipótesis de mucha gente es que, si nos mostramos solidarios, superaremos esta crisis. Pero, tal como dice Marcela Lagarde, la solidaridad no puede existir si antes no hay empatía. Y esta batalla de críticas e insultos sobre quién es más o menos moral desde sus balcones o confinamiento, ni es ejemplo de empatía ni nos encamina hacia la solidaridad.
Si queremos unión, si queremos solidaridad, quizás nos toca poner luz en las prácticas que nos confinan emocionalmente y buscar estrategias que nos ayuden a liberarnos de lo que nos fragmenta.
La estrategia que a mí me sirve para romper el círculo vicioso y adictivo de la crítica inefectiva que me confina emocionalmente, es entender y explorar mi rabia, ver mi dolor y comunicarme desde mi propia experiencia.
Sería interesante ver la empatía, unión y solidaridad expresada no desde la chapa propagandística sino desde la vivencia de un dolor y duelo profundo compartido. Sea cual sea el bando, sería interesante ver incentivar la empatía desde el ejemplo, y no desde el sermón vacío. Y que tanto la policía vecinal como la policía de la policía vecinal pudiéramos compartir la idea de que lo rápido y fácil es exigir la empatía. Que la proeza está en ser el ejemplo, poner intención y currarse a una misma serlo.