Las recientes informaciones sobre las posibles actividades económicas del Rey emérito y la apertura de una diligencias informativas por la Fiscalía General del Estado obligan a delimitar, urgentemente, el ámbito de la inviolabilidad del Jefe del Estado. Nuestra historia constitucional, desde sus orígenes, ha consagrado la inviolabilidad e incluso la sacralidad de su persona. Todos los derechos y libertades deben ser interpretados de conformidad con la Declaración Universal de Derechos Humanos y los Acuerdos y Tratados Internacionales sobre estas materias ratificados por España.
La Declaración Universal proclama que todos los seres humanos nacen libres e iguales en derechos y la Constitución consagra la igualdad como un valor superior. Ello no impide que se establezcan diferencias de trato en función de su distinta condición personal, ya que solo se viola el derecho a la igualdad si el reconocimiento de los privilegios absolutos carece de justificación objetiva y razonable. No discuto que la persona del rey o de la reina debe gozar de inviolabilidad, pero no de manera absoluta, sino dentro de unos límites que respondan a los valores y principios constitucionales.
Cuando se suscita el tema de la necesidad de acotar la inviolabilidad del Jefe del Estado, algunos representantes políticos tachan la propuesta de “ocurrencias”. Seguramente carecen de argumentos. Todo lo que él no dice o piensa lo encuentra disparatado o infundado. Siempre será compatible la modificación de este anacrónico privilegio con el desarrollo de políticas sociales y económicas que, sin duda, repercuten favorablemente en los ciudadanos.
Los británicos, fieles custodios de las tradiciones y privilegios, nos marcaron el camino cuando decidieron la entrega a España del dictador Augusto Pinochet. Accedieron a la extradición y actualizaron los límites de la inmunidad de los Jefes de Estado; solo puede admitirse en los casos en que realicen funciones propias de su cargo. Lord Nicholls, juez de la Cámara de los Lores, la definió de una manera lapidaria: “Nunca negaré la inviolabilidad de los Jefes de Estado por los delitos cometidos en el ejercicio de sus cargos, pero estimo que no es función de un Jefe del Estado torturar y hacer desaparecer personas”
Nuestro país, al firmar el Tratado de Roma, que establece la creación de una Corte Penal Internacional para juzgar los delitos de genocidio, lesa humanidad y crímenes de guerra, ya ha acotado y eliminado la inviolabilidad del Rey como Jefe del Estado. La responsabilidad será aplicable por igual a todos, sin distinción alguna basada en el cargo oficial. “En particular, el cargo oficial de una persona, sea Jefe de Estado o de Gobierno, miembro de un Gobierno o Parlamento, representante elegido o funcionario de Gobierno, lo que, en ningún caso, le eximirá de responsabilidad penal, ni constituirá motivo para reducir la pena”.
No se trata de eliminar la inviolabilidad del rey ni de reducir su persona a la condición de un ciudadano sin prerrogativas, como los revolucionarios franceses hicieron con Luis XVI. El ciudadano Felipe de Borbón y Grecia, mientras sea Jefe del Estado, tiene que ostentar una cierta inviolabilidad, pero siempre delimitada. En todos los sistemas democráticos se reconoce la inmunidad del jefe del Estado respecto de los actos relacionados con las actividades propias de su cargo, derivando la responsabilidad hacia los Ministros del Gobierno, pero nunca se puede extender a aquellas conductas que nada tienen que ver con las funciones que desempeña en su condición de Jefe del Estado y titular de la Corona. Los monárquicos harían un gran favor a la Corona si están dispuestos a matizar y delimitar el ámbito de la inviolabilidad del rey y los que no somos monárquicos pensamos que todo acercamiento de la persona del monarca al principio de igualdad ante la ley refuerza su legitimidad democrática y en nada perjudica a su condición de titular de la Jefatura del Estado.
Esta reforma específica y restringida de la Constitución es posible hacerla del mismo modo que se acometió la modificación del artículo trece, para reconocer a los extranjeros, residentes en España, el derecho de sufragio activo y pasivo en las elecciones municipales o, lo que ha sido más grave, someter nuestra economía y nuestro sistema presupuestario (artículo 135) a las directrices de los organismos financieros internacionales, entregándonos, atados de pies y manos, a sus exigencias.
Es mejor aclarar este punto antes que encontrarnos ante un conflicto que no conviene resolver, remitiéndolo, una vez más, al Tribunal Constitucional. No se puede, ante conductas que tienen un encaje claro en el Código Penal, anteponer la barrera infranqueable de la inviolabilidad como obstáculo para exigir responsabilidades. La aplicación, sin restricciones, del privilegio de la inmunidad del Rey nos enfrentaría a situaciones difícilmente asimilables por los principios y valores de una democracia. Si puede matar o violar, sin consecuencias penales, nos retrotraemos a la Edad Media y al derecho de pernada.