‘Lo’ de la manada habrá sido o no violación (que creo que sí, como explicaré más abajo), pero eso no puede depender de que haya más o menos manifestantes en cualquier concentración, y desde luego mucho menos de las declaraciones, siempre desafortunadas, del Ministro de Justicia. Es decir: eso no está en la mano de una condena popular.
¿Quién debe ser el que decida si los miembros de la “manada” han cometido o no violación? Desde luego no ese peligroso Ministro, ni el Consejo del Poder Judicial a base de expedientes oportunistas, ni los dirigentes políticos: deben serlo los jueces y magistrados. Ellos son los únicos que, en un Estado de Derecho, deben resolver sobre la aplicación de la Ley, y quien no esté de acuerdo con sus resoluciones debe acudir a la vía de los recursos procesales regulares (ya sé que en los últimos tiempos algunos líderes independentistas catalanes opinan que es “el pueblo”, incluso su mero espíritu –que naturalmente ellos representan y configuran-, quienes deciden sobre la aplicación de la Ley y su mismo contenido, pero ese tipo de planteamientos, muy frecuentado en los años 20 y 30 del siglo pasado, sólo es asumible en el seno de movimientos políticos seriamente autoritarios).
Desde luego lo hasta ahora afirmado no impide que se critique, incluso muy duramente, la sentencia. Pero toda pretensión de sustituir la resolución de los jueces por una votación popular es… fascismo. Insisto que eso no tiene nada que ver con la legitimidad democrática de las manifestaciones de las que espero, sobre todo, un resultado: que contribuyan a un cambio social radicalmente necesario en la concepción y el ejercicio de la libertad de las mujeres. Pero eso no tiene nada que ver con quién debe aplicar la ley, pues ese problema está sobradamente resuelto en una sociedad democrática: insisto, los jueces y magistrados de acuerdo a un procedimiento determinado.
¿La sentencia? Aplica mal el Código Penal. En realidad estamos ante once delitos de violación por intimidación (ni siquiera un delito continuado de nada, esa figura, la del delito continuado, también está mal empleada), pues toda situación de manifiesta superioridad física ejercida es intimidación (cinco sujetos, de gran complexión física en relación a la víctima, en un espacio de tres metros cuadrados realizando a la vez actos de contenido sexual sobre aquélla), no exigiendo el delito que la mujer se resista ante la agresión, muera o no en el intento: simplemente se requiere que la víctima no muestre su aquiescencia. Nada más. Si a ello se le une la intimidación para doblegar la voluntad de la víctima estamos ante un delito de violación.
Esta discusión sobre la calificación de la conducta, que es la realmente trascendente y a la que deberán poner colofón los tribunales, ha sido sin embargo sustituida “popularmente” por otra: la proclamada necesidad de reforma del Código Penal vigente (cuerpo legal que destruyó convenientemente Catalá en 2015) y de la Administración de Justicia en su conjunto (a cuyo deterioro también ha contribuido eficazmente el Ministro). Se trata de una petición sorprendente porque, desde luego, no es preciso reformar el Código Penal para castigar la conducta de los integrantes de la “manada” con las penas más graves: las de la violación (por cierto, que sostener lo contrario, como algún lamentable político y contertulio han hecho, significa lo mismo que proclamar que las conductas en cuestión están bien calificadas como abusos), y tampoco son las personas más idóneas para reformar la Justicia aquéllos que la han llevado a su actual estado, tanto en medios personales como materiales (la sola invocación de lo ocurrido con la Ciudad de la Justicia en Madrid debe bastar como todo argumento).
Lo más conveniente, pues, es entregarse a la vía de los recursos, lo que no es incompatible, antes al contrario, con la “presión en la calle”, pero no para sustituir una resolución judicial por una votación asamblearia, sino para forzar de una vez a todos los poderes públicos a cambiar su concepción sobre la mujer, la libertad sexual y el ejercicio de ésta.