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El matonismo de Bukele y la normalización del discurso anti Estado de Derecho

Exministro de Justicia de Costa Rica y miembro del Subcomité de Naciones Unidas para la Prevención de la Tortura
El presidente salvadoreño Nayib Bukele , en una fotografía de archivo. EFE/Rodrigo Sura

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Las imágenes del presidente salvadoreño, en los últimos días, son francamente demenciales. Frente a la ola de homicidios que ha azotado al pequeño país centroamericano -87 asesinatos en sólo dos días a finales de marzo- la respuesta, más allá de sus habituales exabruptos por redes sociales, ha sido plantear el problema -cuyas causas son de una complejidad enorme, atrapadas en décadas de inseguridad, abandono desigualdad y represión- como una guerra entre el Estado y las pandillas.

Como suelen hacer los autócratas, Bukele se ha buscado un enemigo donde dirigir su inoperancia para llevar tranquilidad a una ciudadanía desgarrada por la violencia y la pobreza: las cárceles. Con unos niveles atroces de sobrepoblación de hasta el 300% y unas tasas de encierro superiores a 550 por cada 100 mil habitantes, los centros penales salvadoreños se ubican entre los más salvajes e ingobernables del planeta. 

Por alguna razón que aún se desconoce, la tregua pactada a escondidas, en 2020, por Bukele con las maras -según había informado la prensa- saltó por los aires hace unas semanas. La solución -de manual- ha sido conseguir -gracias a sus cómodas mayorías legislativas- un régimen de excepción que al tiempo que lo encumbra en su histrionismo debilita aún más al frágil Estado de Derecho de El Salvador.

A las amenazas contra los periodistas, ahora debe sumarse el amedrentamiento a jueces que ponen en cuestión algunas de las medidas tomadas. Según informaba El Faro -uno de los medios más atacados por el presidente- se han aprobado reformas para endurecer penas de prisión contra niños de 12 años, limitar el derecho de defensa y restringir la libertad de información. Queda bien pensar que los cambios promovidos por el bukelismo afectarán a quienes provocan las sangrías. Sin embargo, lo sabemos bien, esta es la forma -porque nunca hay manera de diferenciar en la realidad- de extender el autoritarismo y la vulneración de los derechos fundamentales del conjunto de ciudadanos. Se aplicarán por igual a cualquiera que deba enfrentarse al aparato punitivo.

La construcción de Estados de Derecho fuertes en América Latina, y seguramente con mucha más intensidad en Centroamérica, sigue situada, para desgracia de todos, en el plano de lo aspiracional. Desde el fin de los conflictos armados, nuestros países, incapaces de dar respuesta a las demandas de grandes sectores de la población, no han podido tampoco asegurar reglas básicas que aseguren la división de poderes, los derechos humanos, la libertad de prensa y la rendición de cuentas de los gobernantes. 

Sin embargo, hasta hace poco, la sensación era que, pese a nuestras carencias, los consensos sobre el valor de esos temas estaban dados y fuera de toda duda. A nadie en su sano juicio le habría parecido razonable cargar -menos en público- contra la civilidad del Estado de Derecho ni sobre su rotunda necesidad como vía indispensable para el desarrollo. La gravedad que suponen personajes como Bukele estriba, justamente, en la desvergüenza y el desparpajo que exhiben para espetar, sin contención alguna -ni siquiera para guardar las formas más elementales- sus discursos incendiarios, demagogos y contra el Estado de Derecho. El Estado de Derecho deja de ser una meta permanente y se convierte en el obstáculo que empantana la posibilidad de llegar a una tierra tantas veces prometida.

Las amenazas proferidas, según se promete para desestimular la actuación de los pandilleros, que van desde dejar sin comida a quienes pueblan aquellas de por sí miserables prisiones hasta prohibir que los jueces monitoreen las condiciones de los penales son celebradas por sus seguidores en Twitter que, con Bukele, se solazan en la renuncia a los principios más elementales que prohíben la tortura y los tratamientos crueles y degradantes. Entre medias se oculta que las propuestas presidenciales son las mismas -potenciadas en su parafernalia mediática y en su palmario desprecio a las instituciones- que se aplicaron en los 90 del siglo pasado. Las políticas de mano dura y súper mano dura impulsadas por otros gobiernos fueron un fracaso absoluto. Por eso seguimos aquí. 

Padecemos serias dificultades a nivel global, es probable que los males de los países centroamericanos no conciten las principales preocupaciones del mundo. Pero están ahí y laten con fuerza. La normalización de los delirios autoritarios y del discurso contra el Estado de Derecho no solo agrieta los pocos avances alcanzados sino que tensan todavía más las esperanzas de sociedades que, como cualquiera otra, tienen el legítimo derecho de vivir con decencia y en paz. Convertir al Estado en un Estado Pandillero, a eso se está llegando. Y es brutal.

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