La cárcel como retrato ideológico
Estados Unidos es uno de los países con mayor población penal del mundo. Entre 1980 y 2010, el número de reclusos creció un 220%. En 1988, por primera vez desde 1928, el Partido Republicano logró gobernar durante tres periodos seguidos, en buena medida gracias al discurso represivo de Reagan y Bush contra la delincuencia y, sobre todo, el tráfico de drogas.
En la elección del 88, las posiciones progresistas de Michael Dukarkis, como oponerse a la pena de muerte, sirvieron de excusa para que sus adversarios le atribuyeran una presunta debilidad para enfrentar el crimen. Finalmente, fue derrotado. En 1992, el Partido Demócrata cambió la estrategia y se alineó a los planteamientos más conservadores, al menos en los temas de seguridad ciudadana. Bill Clinton fue elegido presidente y a lo largo de sus 8 años se impulsaron políticas de mano dura. Se redujeron beneficios penitenciarios, se acordó la pena perpetua para reincidentes y se disparó la construcción de cárceles privadas.
En octubre de 2015, en el marco de la campaña electoral de su esposa, el expresidente Clinton reconoció que las medidas tomadas durante sus dos periodos de gobierno fueron un error. No redujeron la criminalidad y elevaron escandalosamente el número de personas privadas de libertad, un altísimo porcentaje de ellas compuesta por negros y latinoamericanos. Con todo y los esfuerzos de Barack Obama por reformar el sistema de justicia criminal estadounidense, lo cierto es que a lo largo de 20 años de políticas criminales represivas los resultados pueden reducirse a más desigualdad y más grupos excluidos.
Cierto que Clinton está lejos de haber sido un revolucionario, pero no deja de ser, por decir poco, inquietante que dos partidos políticos, en principio opuestos sobre aspectos medulares de su visión de mundo, lograran encontrarse en aspectos tan delicados como la libertad, el castigo y la generación de formas estructurales que alimentan, más o menos, la exclusión social.
Con la promesa de mejorar los niveles de seguridad, América Latina abrazó las mismas recetas punitivistas, el incremento de las penas, la reducción de beneficios carcelarios o la creación de nuevos delitos han sido regla durante las últimas décadas. En Costa Rica, por ejemplo, en 1994, se aumentó el monto máximo de prisión, que pasó de 25 a 50 años y, en 2009, algunas faltas de carácter patrimonial se convirtieron en delitos.
En Argentina, en 2001, se flexibilizaron los criterios para la imposición de la prisión preventiva y, en 2012, se redujeron los beneficios para ciertos delitos. Recientemente, en Perú se presentó una iniciativa de reforma constitucional para ampliar los plazos de detención provisional. Pero no solo ha pasado en América Latina: en 2015, al hilo de una reforma al Código Penal español, se aprobó la cadena perpetua revisable y se endurecieron algunas sanciones.
Desde luego, las consecuencias habría que matizarlas, España no padece del hacinamiento y la violencia de las prisiones latinoamericanas. Pero el principio es el mismo: la porosidad de los límites del derecho penal y la seducción que supone para las clases políticas la oferta carcelaria como respuesta para atender un abanico de dilemas sociales.
Esta fiebre represiva, al contrario de lo que podría pensarse, ha sido alimentada por facciones políticas de todo el tablero ideológico. Ha habido una enorme precipitación y ha faltado una reflexión más pausada de las implicaciones que tiene el encarcelamiento sobre todo por parte de la izquierda. Dentro de la crisis de la izquierda habría que incluir también sus notables contradicciones respecto al sistema penal.
Hace unas semanas, en Santiago, un profesor universitario –un intelectual progresista con una extensa obra académica– me decía que las cárceles chilenas estaban abarrotadas; que, como en toda la región, se iban convirtiendo en espacios con importantes déficits democráticos. Me sorprendió, sin embargo, que admitiera que le resultaba un tema tan escabroso que prefería pasarle de puntillas; incluso se había negado con rotundidad a visitar alguno de los centros penitenciarios del país.
La cárcel que en su día pudo suponer una seña de evolución, en tanto con ella se renunciaba a otras formas de castigo como la tortura física, el destierro o los trabajos forzados, es una fuente de inequidad social. El engranaje teórico sobre el que los estados modernos justificaron la privación de la libertad, como ser un recurso de solución de conflictos de carácter excepcionalísimo, se estrella contra una pertinaz realidad que no solo contradice el relato normativo sino que, además, desnuda las incoherencias ideológicas para defender, de un lado, un discurso de inclusión y, del otro, renunciar a la crítica o, peor aún, ni siquiera planteársela, a una institución de difícil encaje democrático. Las élites conservadores no tienen por qué hacerlo, no lo van a hacer, de inconsistentes no podría acusárseles.
Frente a la normatividad repetida sin pausa por los teóricos, encontramos que en todas las sociedades, quienes se alejan de los paradigmas hegemónicos, por no disponer de los medios económicos, culturales, simbólicos y afectivos para evitarlo, corren, permanentemente, el riesgo de convertirse en excluidos. El zoom de esta dinámica se concreta cuando las desventajas vehiculan la segregación espacial.
Allí se esconde el verdadero problema, con la propuesta carcelaria se ha perdido de vista que por más que se aprueben leyes penales con el ofrecimiento de contener la violencia, la corrupción o la inseguridad, al final, quienes mayoritariamente pueblan los centros penales son personas que provienen de los sectores más carenciados.
Al ser encerrados pasan de enfrentarse a un Estado abandonador a un Estado represor y, en definitiva, a agudizar su situación de marginalidad por los efectos criminógenos y estigmatizadores del encarcelamiento. Junto a políticas públicas sociales y de prevención que favorezcan la movilidad, el desafío ético inevitable es oponerse al uso indiscriminado de una institución que en la praxis alcanza, sobre todo, a los pobres.
Las agendas progresistas de los grupos políticos, especialmente aquellos socialdemócratas y de la izquierda clásica, deberían abogar por la ampliación y reconocimiento de derechos y por la implementación de programas redistributivos. Esto implica cuestionar, seriamente, los alcances de mecanismos como la prisión y su impacto en la petrificación de sociedades desiguales.
Se ha llegado muy lejos, es momento de cuestionarse con qué aspiraciones se aprueban leyes penales, quiénes acaban siendo los destinatarios del sistema y cuáles son las consecuencias. Es eso o seguir lastrando su credibilidad y vitaminando la desafección y el desencanto. Un reto para sumar a otros y, como otros, también un reto mayúsculo: retratarse en todo aquello que los define como alternativa.