La gran pregunta de nuestro tiempo político es la siguiente: ¿Qué es lo que motiva a millones de personas en todo el mundo a respaldar liderazgos que contravienen aquello que hasta hace bien poco considerábamos como los grandes consensos de la civilización?
¿Por qué los partidos ultras obtienen apoyos extraordinarios en democracias consolidadas como Francia, Alemania, Italia, Austria, Noruega, Holanda...? ¿Cómo es posible que cerca de 400.000 andaluces votaran a los herederos del franquismo que condenó Andalucía a la opresión y el subdesarrollo durante 40 años?
¿Cuál es la razón por la que más de un 10% de encuestados declaran su voluntad de votar en España a un partido que presume de contradecir “lo políticamente correcto”? ¿Y cómo explicar que hasta el 14% de los votantes del PP en 2016, el 10% de los votantes de Ciudadanos y el 2% de los que votaron a Podemos se muestren dispuestos a transferirle su apoyo?
¿Han surgido de pronto millones de partidarios del fascismo? ¿Son todas estas personas unos reaccionarios, machistas, xenófobos y anti europeos?
No. Todas estas preguntas son una sola, y su respuesta está en el miedo. El mundo avanza demasiado deprisa. Los cambios son demasiado grandes y disruptivos. Y por el camino van quedando demasiadas incertidumbres, demasiadas inseguridades, demasiados perdedores, demasiados excluidos. Demasiados miedos.
La globalización hace huir a las empresas que antes nos daban trabajo, y desdibuja las fronteras que antes nos protegían de las crisis internacionales, y permite que los de allí se instalen aquí, que los de aquí se instalen allí... Aquellos a los que votamos para que nos gobiernen, ahora deben pedir permiso fuera para hacerlo.
La zozobra llega hasta lo más íntimo y las identidades que antes parecían inmutables ahora se hacen diversas, compatibles, mutables... libres. Y si antes todos éramos españoles y mucho españoles, ahora hay quienes a nuestro alrededor se sienten libremente más europeos, o más de la tierra cercana, o ciudadanos del mundo...
Los avances tecnológicos que parecían llegar para facilitarnos la vida, aparecen ahora como responsables de que los empleos ya no sean buenos empleos, y que la información ya no sea buena información. Y nos dicen que utilizar el coche, como hicimos toda la vida, equivale en la práctica a atentar contra el ambiente, la salud, el clima, el planeta.
La revolución de las mujeres en defensa de la igualdad es incontestable, pero resquebraja y voltea estructuras de pensamiento firmemente asentadas durante milenios. Las mujeres miran a los hombres de tú a tú y este hecho mina la sempiterna y segura autoridad paternal, el significado tradicional de algo tan sagrado como la maternidad, el reparto habitual de roles sexuales y hasta la continuidad de los cuidados en el hogar. La familia es la familia, pero tan distinta...
La democracia consistía antes en votar cada cierto tiempo y confiar nuestra representación y gobierno a quienes estaban legitimados para ello, con cierto margen de conocimiento y crítica por nuestra parte. Ahora, la democracia es que todos opinan de todo, todos quieren saberlo todo y todos pretenden influir en todo, votando cada día si es preciso.
El mundo avanza a gran velocidad y el vértigo nos hace sensibles al discurso de la seguridad y el orden. Un poco de seguridad ante tanta inseguridad; algo de orden entre tanto desorden.
Resulta lógico que muchos pongan oídos a quienes expresan los mismos temores que nosotros sentimos, a quienes parecen hablar claro al proyectar nuestro enfado, a quienes señalan culpables sobre los que descargar ese enfado y a quienes prometen soluciones fáciles, aunque sospechemos que fácil, fácil, no hay nada en la vida.
Solo que a cambio de nuestra atención, de nuestra confianza y de nuestro voto, esos mismos no van a parar el mundo. Porque el mundo no se puede parar. Y no van a solucionar fácilmente los problemas que denuncian “sin complejos”. Porque los problemas complejos requieren en realidad soluciones complejas, que ellos no son capaces ni están dispuestos a implementar. Solo que no solucionan ningún problema, sino que agravan esos problemas.
Hay dos actitudes para enfrentar esta situación: alimentar el miedo o construir la esperanza.
La derecha tradicional española, por convicción o por temor a perder votos, ha decidido acompañar la estrategia del miedo. Casado y Rivera han optado por asumir el discurso que subraya los temores, señala culpables y apunta soluciones tan simples como inverosímiles.
Porque no se resuelven los conflictos de las identidades territoriales diversas con el palo y el tentetieso, ni se afrontan las consecuencias de la igualdad de la mujer intentando recortar sus derechos, ni se garantiza a los jóvenes un futuro de buenos empleos con la simpleza de arremeter cada día contra el “sanchismo”.
Los cambios en marcha conllevan riegos, claro está, pero también nos traen oportunidades nuevas a explorar. Si entendemos los cambios, si trabajamos para gobernarlos, si los regulamos conforme a nuestros valores de igualdad, libertad y solidaridad, los miedos pueden convertirse en esperanzas. La esperanza de una vida mejor para las mayorías.
Se puede gobernar la globalización con justicia, y se pueden regular los avances tecnológicos para la equidad y los buenos empleos, y se puede conseguir que la igualdad de ellas revierta en una vida mejor para ellas y ellos, y se puede lograr una convivencia con más y mejor democracia.
Con esperanza. Y sin miedos.
Esa es la España que quieres. Ese es el mundo que queremos.