Frente a la vida plácida y feliz de tantos niños que son aceptados, apoyados y acompañados por sus familias y en sus colegios, nos encontramos con la existencia amarga y desoladora de menores que sufren el rechazo y la incomprensión en los centros escolares y en su entorno. El caso de Alan es el de un adolescente que a pesar del apoyo de su familia, le faltaba el de su entorno social. La situación de bullying que sufría fue la que le obligó a tomar una decisión que realmente no era suya ni voluntariamente aceptada.
El comunicado que emitió Chrysallis, la Asociación de Familias de Menores Transexuales, el 25 de diciembre fue terrorífico. La madre de Alan, un adolescente transexual de Barcelona de diecisiete años, envió a la web de la asociación una nota concisa y de una delicadeza exquisita, en la que casi pide disculpas por tener que comunicarles la muerte de su hijo: “Siento en el alma tener que dar esta terrible y triste noticia. Nuestro hijo Alan se quitó ayer su corta vida de 17 años. No podía con la presión de la sociedad y nos ha dejado para siempre. Muchas gracias por todo vuestro apoyo recibido”.
La propia realidad se encarga de mostrarnos de una forma amarga la situación en que viven y el tratamiento que se les da a los adolescentes transexuales. Las condiciones en que había vivido durante los últimos años no habían sido fáciles. Había sufrido acoso escolar, tuvo que ser ingresado y tratado por una depresión y, cuando salió del hospital, se matriculó en otro instituto, pero también sufrió acoso en el nuevo centro. La muerte de Alan no es un suicidio. No se ha suicidado, sino que, usando una expresión de Michel Foucault, lo han suicidado. No se ha quitado la vida, se la han quitado. En el momento en que se le agotaron sus fuerzas y en que ya no pudo más, decidió desaparecer para eliminar una carga tan pesada como la que estaban soportando él y sus padres. Sin duda, el entorno social es el culpable de su muerte.
La vida nos muestra la realidad dramática y angustiosa que han de soportar los adolescentes transexuales. Las personas que asumen un género distinto al que se les asignó al nacer tienen que vivir cargando con el estigma de una enfermedad inventada por la medicina, pueden ser acosadas y maltratadas en los centros escolares y en su entorno social a la edad en que son más vulnerables. La frustración y la ansiedad se acumulan en sus vidas, pero no porque hayan de ir esencialmente unidas a la transexualidad, sino como el resultado doloroso, cruel e injusto, de un largo proceso de destrucción en el que unos adolescentes acosadores funcionan como instrumentos del sistema cisnormativo y transfóbico y se deciden a emprender el acoso contra una persona a la que se convierte en la víctima propiciatoria de esa violencia.
Lo terrible del caso es que el centro hubiera pensado tomar cartas en el asunto cuando volvieran de las vacaciones. El hecho de llegar tarde pone de manifiesto que la formación de los profesores para detectar los casos de acoso es prácticamente inexistente, que no existen redes de alumnos que puedan colaborar en la detección de estas prácticas aberrantes y que los mecanismos de los centros y de la administración son muy lentos para responder de una forma rápida y eficaz. Lo grave es los menores transexuales y sus familias sean los que tengan que hacer frente a una violencia institucional soterrada, silenciosa y oculta, y que la administración no haga nada para responder a las necesidades de los menores transexuales.
El sistema educativo muestra su fracaso ante el más mínimo suceso de acoso. La muerte de Alan representa el colapso rotundo de todas las instituciones sociales que tienen responsabilidad en el asunto. Los adolescentes acosadores son los responsables directos, el instrumento y el brazo armado de un sistema social transfóbico, pero existe una banda social muy amplia de responsabilidad y de complicidad, de todas las instituciones que impiden que a los menores transexuales se les reconozca su identidad.
Ante los efectos demoledores de la violencia y el acoso, se tienen que fomentar planes de formación en la diversidad sexogenérica; es necesario crear la figura de la coordinación para la formación en la diversidad; sería muy útil fomentar la función de los alumnos colaboradores en la tarea de formar redes de amistad que protejan a todos los alumnos de la posibilidad del acoso; es necesario que los orientadores y los tutores se formen para poder atender las necesidades educativas de los menores transexuales.
El problema lo tienen aquellos menores que desde una corta edad aprenden a odiar sus cuerpos y a maldecir su suerte, pero no porque su naturaleza los lleve hasta este sufrimiento, sino porque la sociedad genera el sentimiento de culpa de estos menores. El sufrimiento los ha convertido en personas vulnerables. Cualquier persona transexual ha tenido que soportar la violencia de distintas formas, ha sufrido en sus carnes la acción violenta de los diagnósticos y de las evaluaciones injustificados; ha comprobado en primera persona que su vida no coincide con la identidad que siente; ha tenido que soportar la incomprensión, la marginación, la exclusión y el ostracismo.
La necesidad del reconocimiento de los derechos de las personas transexuales es uno de los agujeros negros de la democracia. No se trata simplemente de un problema de inclusión o de integración de los menores o de los adultos transexuales en el sistema educativo y en la sociedad. No se trata de que se les conceda un espacio de manera bondadosa. Es necesario reconocer los derechos humanos y, de una forma más radical, reconocer lo que ahora no se hace, el fundamento de la humanidad que ha de ser reconocida con sus derechos.
El dominio aberrante que se ejerce contra las personas transexuales empieza con las dificultades que se les impone para reconocer su identidad y sigue con la amenaza de los insistentes maltratadores, que se convierten en expertos en el arte de torturar. No nos debe extrañar que existan personas que desde una edad muy temprana tengan una identidad dañada, que no dispongan de resortes mentales fuertes para crear su vida, que vean mermadas sus defensas ante las agresiones y que haya disminuido tanto el nivel de autoestima para reaccionar ante las adversidades.
El acoso y la muerte de Alan nos pone ante una situación de urgencia. Es absolutamente necesario que se reconozca la identidad de las personas transexuales. El Estado tiene que garantizar el libre desarrollo de la personalidad en todos los ámbitos de la vida, familiar, social, educativa y laboral. Su muerte, injusta y arbitraria, ha de ser un acicate poderoso para exigir a las administraciones que se pongan al día en la tarea ineludible de atender las reclamaciones legítimas que proceden de las asociaciones que agrupan a las personas transexuales y a las familias de los menores transexuales.