Jordi Sevilla hace público en su último libro (Vetos, pinzas y errores, Ed. Deusto) un episodio que sucedió durante la conocida reunión que mantuvimos PSOE, Podemos y Ciudadanos el 7 de abril de 2016.
El pasaje en cuestión tiene trascendencia dado que, en el fondo, refleja el tipo de preocupaciones e intereses con los que las distintas fuerzas políticas abordamos aquel proceso de negociación para alumbrar un posible gobierno de cambio. Y tiene relevancia además no sólo para entender el pasado reciente, sino porque se refiere a una cuestión central del debate político actual: ¿cómo garantizamos pensiones de calidad?
La delegación de Podemos expusimos en aquella reunión algunas medidas de política económica que considerábamos fundamentales para empezar a negociar un gobierno de cambio. En materia de pensiones manifestamos nuestra oposición a la reforma de pensiones del PP (también a la del PSOE) y, en particular, planteamos la necesidad de volver a un marco de revalorización de las pensiones vinculado al IPC. Fue llegados a este punto cuando Jordi Sevilla, como él mismo cuenta en su libro, interrumpió crítico: “¿Y qué haremos los años que tengamos IPC negativos?¿Es esa vuestra fórmula de izquierdas?”.
Efectivamente, como relata el exministro, enmudecimos. No dábamos crédito. ¿Realmente la preocupación del equipo económico del PSOE era la fórmula de revalorización de las pensiones en años de deflación? ¿Acaso es un problema macroeconómico que los años con IPC negativo las pensiones se mantengan congeladas (actuando como freno frente a la temible deflación)? ¿Pretendía con ello Jordi salvaguardar la última reforma de pensiones del Partido Popular? ¿O es que estaba pensando en pedirles a los pensionistas reducciones en sus prestaciones durante los años en los que cayesen los precios?
Nos resultó desconcertante que el obstáculo para hablar de cómo “reformar las reformas” del Partido Popular fuese un fenómeno –como la deflación– prácticamente desconocido en nuestro país. Entre 1960 y 2009 España no ha conocido ningún año con inflación negativa (gráfico 1). Más de 190 trimestres seguidos con inflación interanual positiva, hasta la llegada de la crisis. De nuevo, desde el último trimestre de 2016, el crecimiento interanual de los precios vuelve a ser positivo, acelerándose hasta el actual 2,3%.
La reforma de las pensiones que acometió el Gobierno de Rajoy en 2013 desindexó el crecimiento de las prestaciones del crecimiento de los precios. Desde entonces, las pensiones cuentan con un índice de revalorización que establece una subida mínima anual del 0,25%, y máxima del IPC más 0,5%. Además, mientras la caja de la Seguridad Social tenga déficit, este índice establece que una parte de lo recaudado se destinará a reducir dicho déficit a una tasa anual del 25%.
Con este sistema de indexación, como cabía prever, las pensiones han crecido en los últimos 4 años el mínimo posible, un 0,25% al año. Esto no ha sido particularmente traumático mientras la inflación se ha mantenido en el entorno del 0%. No obstante, en cuanto hemos vuelto al patrón tradicional de la economía española, la pérdida de capacidad adquisitiva de los jubilados (que ya fue de un -5% en 2010-2012), ha empezado a instalarse. En el año 2016 la actuación del índice de revalorización se ha traducido en una pérdida de capacidad adquisitiva de un 1,4% (gráfico 2). Y para 2017 la pérdida de capacidad adquisitiva esperada es muy similar.
(*) Dato para 2017 estimado, para una inflación prevista del 1,5%.
Fuente: García Díaz, M.A. y Ministerio de Empleo y Seguridad Social.García Díaz, M.A.
El episodio que revela Jordi Sevilla en su libro no es anecdótico. El ritmo de revalorización de las pensiones es una variable económica y social esencial. Los pensionistas son actores que difícilmente pueden protegerse de subidas de la inflación dado que, una vez fuera del mercado de trabajo, carecen de mecanismos efectivos que les permita evitar dicho riesgo.
Un reciente informe de FEDEA –uno de los think tanks que impulsó las reformas de 2011 y 2013– es meridianamente claro en este sentido: “La normativa actual exigiría con toda probabilidad la cuasi-congelación de las pensiones ya existentes durante varias décadas [….] lo que supondría una gradual pérdida de poder adquisitivo a lo largo de la vida del pensionista que, con la esperanza de vida actual, podría superar el 30 por ciento con tasas de inflación moderadas”.
En este contexto de erosión de las pensiones, ¿acaso lo relevante para establecer la orientación de un gobierno de cambio pasaba por discutir qué hacer en tiempos de inflación negativa? No sólo fue poco relevante, sino que resultó abiertamente contraproducente, dificultando que se abordase el verdadero problema que hoy presenta nuestro sistema de pensiones: cómo incrementar sus ingresos para garantizar simultáneamente su sostenibilidad financiera y la mejora de las prestaciones. La referencia de Jordi Sevilla a la deflación en aquella reunión, teniendo en cuenta la experiencia histórica española, sonó a excusa.
Ligar las pensiones al IPC significa establecer un “suelo” que asegure, como mínimo, mantener la capacidad adquisitiva. Pero esto no significa que la referencia a la inflación deba ser también un techo, y que por tanto deban de reducirse las pensiones en términos nominales si hay deflación. De hecho, si la productividad crece, lo razonable sería que los pensionistas se beneficien también de esta mejora de la economía (de forma que no tengan siempre una capacidad de compra constante cuando sin embargo la renta per capita del país no deja de crecer). Esto justificaría que la pensión en términos nominales crezca por encima del IPC, de forma que no sólo se mantenga la capacidad adquisitiva, sino que esta pueda incrementarse (particularmente para las pensiones de menor cuantía), tal y como sucede con los salarios.
El pasaje al que Jordi Sevilla hace referencia en su libro revela igualmente –para muestra un botón– el orden de prioridades de quienes hasta el momento han ocupado responsabilidades económicas en el PSOE. La crisis de la socialdemocracia, atrapada aún en el bucle del neoliberalismo, debería invitar a repensar el camino de quien se dice parte de dicha corriente ideológica. Los próximos equipos económicos socialistas, ¿profundizarán la tendencia social-liberal de los equipos anteriores, o centrarán su preocupación en la defensa de los derechos colectivos y el bienestar de la mayoría social?
En concreto, y en materia de pensiones, esto debe de traducirse en la apuesta honesta por “reformar las reformas” de 2011 y 2013, evitando toda erosión futura de las prestaciones, y garantizando el aumento significativo de las pensiones de menor cuantía. En ese camino resultará seguramente más fácil que nos podamos encontrar sin “vetos, ni pinzas, ni errores”.