Hace dos años, las Naciones Unidas decidieron instaurar el 11 de febrero como Día de las Mujeres y Niñas en la Ciencia. Con ello, se consagraba una conmemoración, pero también una denuncia y un llamado de atención. El año pasado, ni una sola mujer fue galardonada con un premio Nobel en Ciencia. Tampoco el anterior. Desde su primera entrega en 1901, solo el 3% de los casi 600 premios Nobel científicos han recaído sobre mujeres. En Física, los hombres han sido distinguidos en 205 ocasiones y las mujeres solo en 2. En Medicina, se han premiado 202 hombres y 12 mujeres. En Química, 174 hombres y 4 mujeres.
Estas cifras no se justifican por la falta de aportaciones de las mujeres a la ciencia. Mujeres científicas ha habido muchas. Y muy buenas. Comenzando por Hipatia, brillante matemática, astrónoma y filósofa en la Alejandría del siglo IV. Muchas de estas mujeres fueron invisibilizadas, discriminadas y silenciadas por el pensamiento de su época (la propia Hipatia fue asesinada por fanáticos religiosos). Pero su contribución al progreso científico y social ha sido decisiva.
Solo el peso del patriarcado en las sociedades actuales explica que la física austríaca Lisa Meiner (1878-1968) no recibiera el Nobel por el descubrimiento de la fusión nuclear. O que la también física Chien-Shiung Wu (1912-1997) no obtuviera el reconocimiento debido por su refutación de la Ley de Conservación de la Paridad. Y lo mismo podría decirse de Esther Ledesberg (1922-2006), quien contribuyó de manera decisiva a la genética microbiana. O de Dorothy Thomas (1922-2015), impulsora de la técnica para el trasplante de médula ósea.
En España, los pocos avances producidos en los últimos años se han visto eclipsados por retrocesos preocupantes. Las mujeres se gradúan y se doctoran más. Pero solo lideran el 20% de los grupos de investigación. A las dificultades que nuestras científicas tienen que afrontar para conciliar la vida familiar y la dedicación a la investigación, hay que sumar el efecto devastador que los necios recortes en la financiación pública están teniendo en el campo de la ciencia.
Las ciudades no siempre tenemos las competencias y los recursos para revertir esta situación. Pero no podemos permanecer indiferentes. Una ciudad republicana, laica, que se atreva a pensar de forma crítica, como pedía Kant, no puede permitirse desperdiciar el talento y la mirada de nuestras investigadoras. Políticas culturales y educativas, ayudas financieras, premios, congresos internacionales, son herramientas útiles para promover la vocación científica de las mujeres, ya desde pequeñas.
El año pasado, por primera vez, las medallas de honor del Ayuntamiento de Barcelona fueron mayoritariamente para mujeres. Y el discurso en representación de los galardonados fue pronunciado por la oceanógrafa Marta Estrada. Asimismo, estamos aprovechando acontecimientos como el Mobile World Congress para que en barrios y escuelas se debata sobre las necesidades de las mujeres en relación con las nuevas tecnologías digitales. Gracias a un convenio con la prestigiosa Organización Europea para la Investigación Nuclear (CERN, por sus iniciales en inglés) Barcelona también promocionará la vocación científica de las mujeres a través de las artes y la cultura. Y en otoño, dedicará una semana específica a talleres y charlas con investigadoras de diferentes edades y orígenes.
Este tipo de iniciativas pueden parecer modestas. Pero son básicas para impulsar otras igualmente necesarias pero menos evidentes, como la promoción de vivienda asequible para acoger científicos y científicas de todo el mundo. La directora del CERN, la física italiana Fabiola Gianotti, recordaba que la ciencia no puede reparar por sí sola las fracturas sociales del mundo actual, pero que sin ella no hay ni progreso ni entendimiento mutuo. La conmemoración del 11 de febrero debería servir para que las administraciones hagamos autocrítica y asumamos un compromiso real con la ciencia. Sería la mejor manera de reconocer la contribución de tantas mujeres a la mejora de la calidad de vida de todos.