El compromiso suscrito entre PSOE y Unidas Podemos para aprobar en el plazo de cuatro meses una regulación de los precios del alquiler residencial en nuestro país ha suscitado un intenso debate sobre la oportunidad de implantar o no esta medida.
Las críticas de los autodenominados liberales no se han hecho esperar, con los argumentos -o, mejor dicho, mantras- habituales. La regulación producirá subidas de precios (¡como si en su ausencia se mantuvieran estables!), inseguridad jurídica y mercado negro. Para ilustrar semejante razonamiento suelen referirse, genéricamente, al “fracaso” de este tipo de medidas allí donde dicen que se han aplicado.
Recurrir a este argumento demuestra una notable pereza intelectual (esto no funciona porque en otros sitios no ha dado los resultados esperados) y sobre todo un profundo desconocimiento de los modelos regulatorios a los que hacen referencia. Cuando, por ejemplo, se habla de Berlín, hay que recordar que lo que allí han aprobado es una moratoria que impide subidas de precio durante un periodo de cinco años, con la justificación de que necesitan ese tiempo para ampliar el parque público existente y poder responder así a la creciente demanda de vivienda asequible. Dicha moratoria entró en vigor en enero de este año. En el caso de Francia, que también se menciona habitualmente, lo que se ha hecho es fijar un incremento máximo del 20% al renovar el contrato, porcentaje extremadamente holgado que expresa hasta qué punto se han disparado los alquileres en el país vecino. En esa línea se sitúan también las limitaciones aprobadas en algunos Estados de Norteamérica como California, Oregón o Nueva York, que establecen un tope al incremento de las rentas de entre un 5 y un 7% anual. Como se puede observar, en todos los casos mencionados estamos hablando de regulaciones muy prudentes que más que poner un límite a los precios, lo que pretenden es evitar que estos se disparen repentinamente.
Podemos concluir, en consecuencia, que la regulación de los precios del alquiler residencial es una medida inédita, que todavía no se ha aplicado de manera efectiva en prácticamente ningún lugar y que ahí donde se ha hecho -o, para ser más precisos, donde se está empezando a hacer- no ha transcurrido todavía el tiempo suficiente para testar su eficacia.
No obstante, tenemos un ejemplo de regulación bastante reciente y mucho más cercano: las mascarillas quirúrgicas. Cuando el Gobierno de España tomó la decisión de fijar un precio máximo a estos productos de 96 céntimos la unidad, escuchamos los mismos mensajes apocalípticos por parte de quienes hoy cuestionan la regulación de alquileres. El gurú del anarcoliberalismo, Juan Ramón Rallo, pronosticó el desabastecimiento de mascarillas con la entrada en vigor de esta medida. Como era evidente, esto no ha ocurrido y tal afirmación resulta hoy sencillamente ridícula. La regulación del precio de las mascarillas ha servido para evitar un más que probable abuso de precios de un bien (en estos momentos, esencial) cuya demanda se ha disparado, impidiendo con ello la especulación. Y no hace falta decir que ni ha emergido un mercado negro de mascarillas ni las empresas han dejado de fabricarlas y suministrarlas. Muy al contrario, lo que sí hemos podido constatar tras varios meses de aplicación de esta medida es que cualquiera puede comprar una mascarilla quirúrgica en cualquier establecimiento autorizado a un precio inferior a un euro. Y eso solo puede ser una mala noticia para quienes tengan la intención de enriquecerse disparando el precio de un producto de primera necesidad.
Pues con la vivienda sucede exactamente lo mismo. Limitar su precio solo debería inquietar a quien tenga la expectativa de obtener un lucro desmedido a costa de un bien que es, además, un derecho humano fundamental sin el cual no es posible el desarrollo de una vida digna.
Conviene aclarar que cuando hablamos de regular los precios no estamos planteando eliminar la rentabilidad sino limitarla. Necesitamos un mercado del alquiler robusto y dinámico y para eso, tiene que ser rentable. Pero también tiene que ser estable. Sin rentabilidad no hay negocio. Sin estabilidad, tampoco. Recordemos la reciente burbuja inmobiliaria. Hubo promotores que incrementaron coyunturalmente sus beneficios pero a la vez tuvieron que afrontar mayores costes en la compra de suelo y materiales así como en la contratación de mano de obra. Muchos se vieron forzados a endeudarse y a encarecer todavía más el precio del producto final para asegurar la rentabilidad del negocio. Esta situación, mantenida durante un cierto tiempo, fue la que condujo al colapso general. Y es que las burbujas solo benefician a los oportunistas, aquellos que compran barato, esperan a que suba el precio y venden en cuanto consideran que han maximizado la ganancia.
Las administraciones tienen la responsabilidad de evitar que esto suceda y para ello, deben fijar unas reglas que ordenen el desarrollo de cualquier actividad económica, llegando a intervenir directamente cuando las circunstancias así lo requieran, como prescribe nuestra Constitución. Por poner un ejemplo, imaginemos que un día nos despertáramos con la gasolina por las nubes, a cinco o a diez euros el litro. No sería descabellado suponer que inmediatamente se levantarían unos cuantos teléfonos en los ministerios del ramo. Del mismo modo es previsible que también protestaran los representantes de las patronales. Sin embargo, cuando se trata de la vivienda, parece que no preocupa tanto que un porcentaje elevadísimo de familias tengan que destinar más del 40% de sus ingresos a proveerse un techo; cifra que en algunas ciudades puede alcanzar el 60 o el 80%, lo que prácticamente les impide hacer frente a otros gastos igualmente necesarios.
Cuando esta es la situación que hoy en día padecen sectores cada vez más amplios de la población, tenemos la obligación de asegurar el acceso a una vivienda asequible y en el contexto actual eso pasa por regular mercado inmobiliario privado. De hecho, en parte ya está regulado. Olvidamos con frecuencia que en España la «vivienda protegida» (pública y privada) no puede venderse por encima de un precio tasado por las Comunidades Autónomas, que tienen transferidas las competencias en esta materia. De manera que lo que ahora se estaría planteando es extender la regulación al mercado del alquiler.
Esta medida contribuirá también a reducir los desahucios por impago de las rentas de arrendamiento, origen de la mayor parte de los desalojos que se producen en la actualidad pues la morosidad hipotecaria se ha reducido y además los bancos buscan fórmulas alternativas a los desahucios debido a los enormes costes reputacionales que les han generado.
Por todas estas razonas, está más que justificado plantear una regulación de los precios del alquiler residencial. Y a quienes defienden que no es el momento, ahora que los precios se están estabilizando e incluso parece van a caer en los próximos años a causa de la crisis de la COVID, habría que responderles que uno de los objetivos fundamentales que pretende esta medida es, precisamente, desacoplar los precios del alquiler residencial de los vaivenes del mercado. Si ahora contamos con un gobierno y una mayoría parlamentaria dispuesta a poner en marcha esta medida, no podemos desaprovechar la oportunidad.
Pero dicho todo esto, la eficacia del sistema regulatorio que se establezca -y que todavía no conocemos- estará en la letra pequeña y en la capacidad de los organismos gestores de asegurar su cumplimiento. Aun así, cualquier progreso en la implantación de un sistema regulatorio de los alquileres, por insuficiente que este pueda resultar inicialmente, será positivo. Y lo será porque va a contribuir a instalar en el imaginario colectivo que garantizar un precio asequible de la vivienda tiene que estar por encima de la sacrosanta “libertad” de mercado. Que no pasa nada por limitar, controlar, regular el mercado. Dar ese pequeño paso supondrá un enorme avance civilizatorio.