En un artículo de Peter Singer recientemente publicado en este periódico sobre noticias falsas y libertad de expresión, el autor, después de describir con acierto las características y el impacto de dicha forma de difusión de noticias inveraces, concluye preguntándose si no es tiempo de que el péndulo legal vuelva a inclinarse hacia el delito de calumnia (o libelo criminal, en la terminología anglosajona).
El artículo se centra muy especialmente en el sistema legal norteamericano, con algunas referencias también al Reino Unido, lo que explica la alusión al retorno o al establecimiento de medidas penales en esta materia. Sin embargo, en el contexto español no cabría referirse a ningún retorno dado que el sistema penal de represión de determinadas formas de expresión no sólo no ha dejado nunca de estar vigente, sino que con el paso del tiempo ha venido incluso creciendo tanto en extensión como en vaguedad de sus términos.
El discutible éxito de la criminalización de determinados contenidos considerados ofensivos por parte del legislador español (recordemos algunos excesos recientes que tienen su origen en dicha normativa deficiente, como es el caso de la persecución penal de quienes se han atrevido a hacer mofa de la muerte de Carrero Blanco) confirma lo inapropiado de querer solucionar de forma expeditiva y con instrumentos de política criminal los por otra parte indudables problemas y perjuicios al propio funcionamiento de la democracia que pueden derivarse de las nuevas formas de comunicación digital.
Como norma general, el derecho penal resulta una forma de reacción desproporcionada por parte del aparato estatal con relación a expresiones consideradas inadecuadas o dañinas. Esta conclusión no es sólo el parecer de quien firma, sino que así lo explicitan los parámetros y estándares internacionales en la materia (establecidos por Naciones Unidas, el Consejo de Europa y UNESCO entre otros), los cuales aconsejan circunscribir el uso del aparato penal a casos graves (y excepcionales) de difusión de material delictivo (pornografía infantil, incitación directa a la comisión de actos terroristas) o ataques potencialmente peligrosos contra la integridad y la dignidad de personas y colectivos.
En el resto de casos, por así decirlo, de mal periodismo, o incluso de periodismo inexistente o mal intencionado, la respuesta penal poco puede solucionar y mucho en cambio puede perjudicar. Solucionará poco porque es una respuesta que se produce a posteriori, cuando el mal ya ha sido hecho, y no tendrá en cuanto tal efecto reparador alguno. Y es potencialmente peligrosa en la medida en que puede tener un efecto intimidatorio (chilling effect, en la extendida terminología en inglés) entre quienes se plantean el ejercicio de actividades informativas con relación a asuntos sensibles o controvertidos, en los que una eventual acusación de falsedad total o parcial puede acabar con el periodista en cuestión entre rejas. Se acabaría promoviendo pues con ello la autocensura y la evitación de temas incómodos para quienes detentan el poder de castigar.
Este riesgo existe no sólo en sistemas autoritarios sino también en sistemas democráticos como el nuestro en el que la diversidad y amplitud conceptual de las normas penales abren la puerta a diversas y a menudo imprevisibles interpretaciones.
Dicho lo anterior, es innegable que la forma con la que las noticias falsas (fake news) está poblando principalmente el mundo digital representa un problema grave, en la medida en que ataca el propio derecho a la libertad de información, el pluralismo y la libertad de los ciudadanos de formarse libremente sus propias opiniones. Sin embargo, como suele suceder, problemas complejos requieren también de soluciones que no sean excesivamente simplistas. Ante todo, pretender que los Estados puedan ejercer un papel relevante en la detección y represión de las noticias falsas abriría un camino extremadamente peligroso que nos acabaría llevando al Ministerio de la Verdad de Orwell.
Hay que reflexionar, así, sobre el papel que los medios convencionales pueden ejercer evitando actuar como meras cajas de resonancia de bulos fabricados por otros, sino como mecanismos fundamentales para impedir, precisamente la difusión de dichas falsedades. Recordemos por ejemplo la iniciativa impulsada muy recientemente por la BBC con relación a la detección y desactivación de noticias falsas, o el modo con el que periódicos como The Guardian reaccionaron frente a la difusión del famoso supuesto “dossier ruso” de Donald Trump, advirtiendo de la falta de ética de aquellos medios profesionales que se hicieron eco desmesurado (y aprovechado) de dicha supuesta información.
Las redes sociales aparentemente se han arremangado también para poder detectar y etiquetar noticias falsas con la ayuda de sus usuarios. Unas iniciativas que sin embargo tienen mucho de relaciones públicas, escondiendo asimismo el peligro de la censura privada. La automatización, sobre la base de algoritmos y no de seres humanos, de la publicación y valoración de los contenidos, así como la ausencia de criterios y mecanismos de aplicación claros y transparentes, no aconseja depositar excesiva confianza en estos actores.
En todo caso, es evidente que la lucha contra un fenómeno que debe ser visto como algo nuevo por haber alcanzado una dimensión e impacto no comparable con el mal periodismo (el cual siempre ha existido), debe pasar por un reforzamiento de la producción de informaciones de calidad a gran escala, evitando los corta y pega y la reproducción automática de contenidos sin verificación alguna. El papel, concretamente, de unos medios públicos profesionales e independientes tampoco sería desdeñable. Y requiere sin duda de la búsqueda de nuevos modos de implicar a los consumidores habituales de contenidos a través de las redes en la difusión de información debidamente contrastada y la articulación de debates de calidad.
Las noticias falsas nos muestran que no todo lo que reluce en el mundo digital es oro, aunque brille mucho. Pero del mismo modo que la comunicación global nos trae peligros y disfunciones como ésta (y seguramente nos traerá muchas más) también es cierto que en dicho mundo (y también en del papel y las ondas, que no ha dejado de existir) se encuentran los mecanismos y los medios para contrarrestarlos. Ahora es necesario que quienes pueden intervenir (poderes públicos, medios y periodistas principalmente) lo hagan de modo sensato, ético y proporcionado.