Nuevas y mejores formas de leer
En los últimos meses, di clases como profesor invitado en una universidad alemana, algo que hago en algunas ocasiones. El futuro de las Humanidades –al menos tal como se puede atisbar desde el campus universitario de una ciudad mediana del norte de Europa– se ve sorprendentemente negro, sin embargo, y no sólo a consecuencia de mi contratación: descenso del número de alumnos, falta de personal, recortes presupuestarios, un profesorado perplejo y exhausto, una administración incapaz de cumplir las reglas que ella misma ha creado, etcétera.
Visto de esta manera, el derrotismo de muchos colegas parece fundado, y esto no sólo en Alemania. Recientemente, cuatro de cada cinco países que integran la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico reconocieron haber visto disminuido el número de sus estudiantes de Humanidades. En Estados Unidos, el número de alumnos de esa disciplina se redujo en un 17% en la última década. En Harvard, por ejemplo, pasaron de aproximadamente 7.000 en los años 1970 a 60 en 2020. En su artículo 'El fin de la carrera de inglés', publicado por el New Yorker en marzo de este año, Nathan Heller cita las palabras de uno de sus entrevistados, un profesor que pidió permanecer en el anonimato: “Por aquí todos tenemos la impresión de que estamos en el Titanic”.
De todas las alarmantes predicciones que compartieron conmigo mis colegas al comienzo de mi estancia, sólo una no se cumplió, la de que mi principal decepción provendría de mis alumnos: atemorizados, curiosos, interesados, con enormes lagunas, incapaces de diferenciar una cita de un plagio, entretenidos hasta el aburrimiento, imposibilitados de distinguir entre un autor y un narrador, dotados de una atención reducida y dispersa, impedidos, naturalmente, de saber qué no saben, apasionados cuando se les daba una razón para ello, esos alumnos estaban vivos, sin embargo. Mucho más que sus profesores. Sus lagunas se hacían visibles a cada momento, pero también su entusiasmo y su convicción –confusamente formulada, pero clara– de que la literatura puede decirles algo acerca de quiénes son y de cómo es el mundo al que deben enfrentarse. Nunca hubo una mala clase, o esta corrió a mi cargo.
Explorar con ellos ciertos textos –incluso los de “grandes hombres blancos” como Jorge Luis Borges, que, de acuerdo con las advertencias de mis colegas iban a generar en mis alumnos un rechazo inmediato– supuso, para mí, descubrir aspectos de estos que había pasado por alto en mis lecturas anteriores; supuso, también, ver cómo algunos textos continúan resonando profundamente y de qué manera es posible extraer de ellos, con una mirada nueva, un significado nuevo. Nuestro trabajo durante algunos meses consistió en volver sobre el viejo vínculo entre las palabras y las cosas; la experiencia fue tan enriquecedora para mí que sólo espero que también lo haya sido para ellos.
Como afirmó recientemente Noam Chomsky, “tenemos un par de décadas para decidir si el experimento humano va a continuar o si se hundirá en un glorioso desastre. Apostar por las Humanidades es una de las cosas más importantes que podemos hacer para ayudar a otras personas a tomar esa decisión; su justificación, en los hechos, está en todo lo que en este momento amenaza esas mismas Humanidades y contribuye a que los alumnos no vean en ellas una alternativa válida.
El auge de las inteligencias artificiales y el tipo de comunicación subóptima que estas producen, que ya empieza a verse incluso en los periódicos de calidad, el incremento de los discursos de odio y la manipulación política, el auge del tipo de nihilismo político de corte narcisista que puede verse en personajes como Donald Trump, Jair Bolsonaro y la italiana Giorgia Meloni, el argentino Javier Milei, Santiago Abascal y el iraquí Salwan Momika, determinan la necesidad de darles herramientas críticas para diferenciar los hechos de su interpretación y del impacto emocional que esos hechos producen en nosotros.
Para que apreciar la variedad y la riqueza de la experiencia humana, así como los problemas éticos y morales que se derivan de nuestra existencia social, para interrogar las causas y las consecuencias del tipo de tecnologías de las que depende todo en este momento, para comprender las ficciones afines de un crecimiento y una optimización permanentes y la posibilidad de cuantificarlo todo, para navegar las enormes cantidades de información a las que nos enfrentamos a diario y valorarla, para entender de qué manera los discursos –políticos, periodísticos, literarios, estadístico– son construidos y pueden ser desarticulados —es decir, el tipo de cosas que hacen los programas de Humanidades, al menos idealmente–, sea aún mayor que en el pasado.
De inventar nuevas y mejores formas de leer depende la posibilidad de demorar la emergencia de la sociedad post-ilustrada y post-democrática a la que nos conducen las tecnologías disruptivas. El desafío está en que, como sostuvo John Guillory en su último libro, los alumnos ya viven parcialmente en esa sociedad, que además es post-literaria en su concepción, o falta de ella, de para qué serviría la literatura. Pero es un reto que vale la pena aceptar, si no en nombre de nuestras ideas de orden, sí en el de los alumnos. No se merecen que se los deje de lado. Tienen mucho para enseñarnos, y lo que nos queda de futuro, mucho o poco, les pertenece.
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