El 17 de diciembre de 2010, Mohammed Bouzizi, un joven tunecino de 26 años que 18 días antes se había rociado de gasolina y prendido fuego en un gesto de desesperación tras haberle sido incautado el medio de vida de este ingeniero informático, un puesto de venta ambulante, falleció. Su muerte provocó la que se vino a llamar “revolución de los jazmines” que terminó con el régimen de Ben Ali que tantas esperanzas, como las de Mohamed, había malogrado.
El mundo ha sido exitoso en reducir la pobreza extrema, aunque sea con las trampas de las grandes cifras de China e India, que ocultan realidades nacionales menos exitosas. Sin embargo, estaríamos fracasando en lo relativo a la desigualdad, que lejos de reducirse no deja de crecer, y lo hace particularmente en países de renta media que concentran además la pobreza extrema.
El debate sobre la desigualdad no es nuevo, al contrario, hace décadas que se analiza y se alerta sobre sus consecuencias. Especialmente a raíz de los efectos de los planes de ajuste estructural enmarcados en el Consenso de Washington y que la mayor parte de los países de América Latina pusieron en marcha las dos últimas décadas del siglo XX. En aras de una supuesta eficiencia económica, se aplicaron recetas neoliberales que se tradujeron en la retirada del Estado de sectores y servicios estratégicos, con nefastas repercusiones en los grupos más vulnerables, abocando a millones de personas a la pobreza y sentando las bases de la desigualdad como seña característica de las sociedades latinoamericanas. Las propias instituciones promotoras de estos planes reconocieron sus efectos negativos en términos de cohesión social.
Chile es el ejemplo del alumno aplicado que ha ido asumiendo las recomendaciones de los organismos internacionales a pesar de las alertas que muchos y muchas emitían respecto al coste que las medidas de retroceso del sector público en cuestiones tan esenciales como la seguridad social, la educación, la sanidad, el transporte, entre otros, tendrían en la igualdad de oportunidades y la movilidad social.
Pero Chile no es un caso aislado. La ciudadanía latinoamericana se levanta contra gobiernos de muy diferente ideología que han defraudado las expectativas creadas al alcanzar el estatus de clase media en países de renta media o renta media-alta. Lo ha hecho en Argentina, donde acaban de responder en las urnas con un cambio presidencial, en Nicaragua, Honduras, Ecuador o Venezuela.
Según el Latinobarómetro de 2018, solo el 20% de la población latinoamericana tiene la percepción de progreso y, en paralelo, la valoración de la democracia se encuentra en los niveles más bajos desde finales del siglo XX, coincidiendo con la tercera ola democratizadora de la región, un 48%. Aún así, el apoyo a regímenes autoritarios como alternativa a la democracia no ha aumentado. La desafección de la democracia se está traduciendo en indiferencia respecto al sistema y en individualismo.
Esto no es una buena noticia para la democracia. La desconfianza, la indiferencia y el individualismo son buen abono para liderazgos, igualmente individuales, y que promulgan la falsa dicotomía entre libertad e igualdad, en detrimento de la igualdad de oportunidades cuando en realidad promueven la libertad de unos pocos para crecer a costa de la libertad y la igualdad de la mayoría.
La desigualdad genera desconfianza y alimenta la competencia personal por mejorar el estatus contribuyendo a construir sociedades disruptivas. Y difícilmente puede un país progresar y consolidar el progreso sobre la brecha de la desigualdad y la pobreza.
La ola de malestar y frustración en las emergentes clases medias de países de renta media de Oriente Próximo o América Latina confirma la desigualdad como uno de los mayores desafíos que enfrentan las democracias liberales y el principal factor de inestabilidad para los países que la soportan.
El leitmotiv de la agenda 2030 aprobada en septiembre de 2015 “no dejar a nadie atrás” apela precisamente a abordar con urgencia la desigualdad. El objetivo de reducción de las desigualdades pone el foco en sus 10 metas en cuestiones como el incremento de ingresos, la inclusión social, económica y política; la igualdad de oportunidades; las políticas fiscales, salariales y de protección social, la regulación de los mercados financieros; o las migraciones –la movilidad humana está convirtiéndose en la alternativa que las personas buscan para la movilidad social que sus Estados no garantizan.
La agenda 2030 supone la transformación de un modelo que excluye y genera riqueza sin redistribución en un nuevo contrato social global que promueva un desarrollo transformador e inclusivo basado en la justicia social.
La desigualdad no es inevitable salvo para quienes la conciben como sostén del sistema. La desigualdad es el resultado de un modelo que sitúa a las personas fuera del centro de las políticas. Y por ello solo se puede subsanar situando a las personas como eje de la política y de las instituciones.
De no ser así, las personas más vulnerables buscarán fuera del sistema lo que éste les prometió y no les garantiza.