Los medios de comunicación acaban de hacerse eco de las grandes cifras que van a configurar el próximo Marco Financiero Plurianual, el presupuesto de la Unión Europea (UE) para el período 2021-2027. Su aprobación definitiva tendrá lugar en la próxima reunión del Consejo Europeo del 20 de febrero. En esa fecha conoceremos los detalles y el resultado de una compleja negociación que, a día de hoy, sigue su curso, pero que, no nos engañemos, no modificará los parámetros esenciales que ya han sido acordados.
Sí se puede avanzar ya que el presupuesto comunitario, con la excusa del impacto negativo de la salida del Reino Unido de la UE, se situará en los alrededores del 1%, porcentaje inferior al vigente durante los años 2014-2020 y, de hecho, el más reducido desde 1988. La tijera afectará, muy especialmente, a las partidas relacionadas con la agricultura y la cohesión social. No así al gasto militar: según las previsiones, el Fondo Europeo de Defensa podría pasar de 600 a 11.500 millones de euros. Asimismo, el consagrado a la seguridad, relacionado con el control de las fronteras, crecería en un 84%. Está claro dónde se sitúan las prioridades políticas y dónde se aplican los recortes.
Contrasta poderosamente el adelgazamiento presupuestario decidido y el sesgado reparto de los recursos disponibles, con las reivindicaciones de los agricultores en el Estado español y con la revuelta de los chalecos amarillos en Francia. Movilizaciones que no sólo apuntan a los gobiernos respectivos, sino que exigen de Bruselas la implementación de políticas redistributivas más ambiciosas.
¿Dónde queda con este presupuesto el Pilar Europeo de Derechos Sociales aprobado en noviembre de 2017 por el Parlamento Europeo, el Consejo y la Comisión Europea? Los veinte puntos desgranados en el mismo no contenían compromisos concretos por parte de los gobiernos y las autoridades comunitarias, ni tampoco financiación que garantizara su cumplimiento. El Marco Financiero Plurianual que se aprobará en los próximos días supone por parte de Bruselas dar el carpetazo a la agenda social. Lejos quedan las bonitas palabras y las palabras vacías de la siempre relegada “Europa social”.
Otro tanto cabe decir del compromiso de la presidenta de la Comisión Europea, Ursula von der Leyen, de acometer un ambicioso Plan Verde, estimado en 1 billón de euros, cuyo objetivo teórico sería alcanzar la neutralidad climática en 2050. Esta iniciativa descansaría en buena medida en la iniciativa privada, pero también contaría con el compromiso presupuestario de las instituciones comunitarias. El nítido mensaje lanzado desde Bruselas es que, más allá de la retórica al uso, la lucha contra el cambio climático y la degradación de la naturaleza seguirán sin ser, de hecho, una prioridad, y dependerá del mismo libre mercado y de las mismas multinacionales responsables de la emergencia climática.
Por lo demás, estamos ante un presupuesto restrictivo que colisiona con las necesidades de una Europa en la que han crecido las disparidades productivas entre los países y las regiones, y donde la desigualdad ha alcanzado cotas sin precedentes. Disparidades y desigualdades que se han exacerbado con la crisis, pero que ya estaban presentes y han progresado con las políticas neoliberales que han sido, de hecho, el santo y seña de la construcción europea desde los años 80 del pasado siglo.
¿Cómo corregir las fracturas productivas, reducir la desigualdad y combatir el cambio climático y la degradación medioambiental con un presupuesto dominado por la obsesión de la austeridad? La cuadratura del círculo, ni más ni menos. Un presupuesto exiguo y en retroceso que dice mucho de la endeble voluntad redistributiva del actual proyecto europeo. Para estar en condiciones de enfrentar los desafíos de una Europa social y sostenible, habría que situarlo, como poco, en el 8% del Producto Interior Bruto comunitario; y los recursos que lo alimentaran deberían financiarse con criterios de progresividad. Es evidente que las autoridades comunitarias ni de lejos contemplan este escenario o uno similar.
Las políticas de austeridad presupuestaria no sólo traducen la renuncia a que los poderes públicos y la ciudadanía asuman un papel protagonista en la gestión y superación de la crisis, poniendo en pie una economía y una sociedad al servicio de los intereses de las mayorías sociales. Estas políticas significan, también y sobre todo, dejar la construcción europea en manos de la industria financiera y de las corporaciones transnacionales, plegándose a los intereses de una minoría peligrosa cuya única idea de Europa es mercado, mercado y más mercado. Y con esa vieja receta y por ese mismo camino, no se puede esperar nada nuevo ni bueno.