La primera queja llegó a mediados de noviembre. Me abordó por el pasillo un grupito de chicas de segundo de ESO que irradiaban una combinación ácida de angustia e indignación. ¡Es imposible!, ¡No podemos con ese libro!, decían a media voz mientras se me acercaban. Era un grito apagado porque todavía impone un poco el pasillo de los departamentos, terreno de los profesores. Todas portaban un listófono en el bolsillo trasero del pantalón convenientemente silenciado. Por aquel entonces debatíamos en la Comisión de Coordinación Pedagógica sobre hasta qué punto había que prohibir los móviles en el instituto.
Llegamos a la conclusión de que, si estaban, no debía notarse. La publicación en ciertos chats de un montaje denigrante con grabaciones hechas en la clase de una profesora veterana había hecho saltar la voz de alarma. Si sonaba un móvil o se ponía a la vista en cualquier dependencia del centro, fuera en clase o en los recreos, los profes nos podríamos incautar de él y llevarlo a la jefatura de estudios. Una vez allí, el estudiante, delante de sus padres o tutores legales, tendría que demostrar que no había hecho ninguna grabación sin permiso antes de recuperar el dispositivo. Estábamos en 2013, el año de los síntomas. El libro por el que protestaban las alumnas de trece años era La isla del tesoro, de Robert Louis Stevenson.
Hasta ese momento, en el departamento de Lengua Castellana y Literatura de mi instituto había sido habitual programar como lectura obligatoria en el segundo curso de ESO el clásico juvenil por excelencia, la madre de todas las novelas de aventuras. Teníamos quince ejemplares en la biblioteca del centro. Era una apuesta segura. Jim, John Silver, Ben Gunn se integraban con naturalidad en el imaginario de los jóvenes a través de la prosa amena y cautivadora de Stevenson. Pero ese otoño de 2013 ya habían cambiado las cosas y no me había dado ni cuenta. Todos aquellos estudiantes recuerdan todavía como una pesadilla las lecturas obligatorias de aquel curso. Yo también. Cuando aquellas chicas ponían el grito en el cielo porque se sentían torturadas, yo me lamentaba de no haber sabido tener en cuenta la funesta estadística que me brindaron el primer día de clase. La que, desde entonces, me arrojan todos los años. De veintidós chicos y chicas, solo una, una, reconocía leer por su cuenta, y estaba entre las que chillaban contra La isla del tesoro. Me sigue pasando hasta con los grupos de alumnos más brillantes. Dos o tres de una veintena es lo máximo. Y no lo era antes. Hace veinte años, juro por dios o por el diablo que había siempre más del doble de estudiantes lectores, salvo contadas excepciones, la preguntita de principio de curso arrojaba unos resultados mediocres… pero no catastróficos.
¿Qué había pasado? Lo que quiera que fuese, vino para quedarse. Los quince ejemplares de La isla del tesoro crían telarañas en el depósito de la biblioteca. Ya no podemos programarlos ni en tercero. Y para cuarto, la edad y el currículo lo imposibilitan. Calla, que este curso estalló la rebelión en el último año de ESO: esta vez, la pesadilla era nada más y nada menos que Matar un ruiseñor, ese relato inolvidable que, a decir de mi amigo Santiago Alba, debería ser de lectura obligatoria para todo estudiante de secundaria obligatoria. La prosa dulce, sencilla, tranquila, pausada, divertida a ratos, conmovedora siempre, de Harper Lee, que imposta con eficacia y candor la voz de la hija del abogado Atticus Finch, ya resulta intragable para los ¿lectores? de dieciséis años que pululan por mi instituto.
¿Qué nos está pasando? Creo que voy a dejar de preguntar a principio de curso por quién lee por su cuenta. Más que nada, porque casi parece que el que levanta la mano va a ser señalado como una especie de friki abonado a una afición cualquiera, un tanto viejuna. Unos coleccionan piedras, otros son forofos de la pesca, a otros les da por el manga o por la política… y otros leen. Y claro, cuando obligas a leer, es como si obligas a hacer sudokus: uno solo hace eso si le da la gana, en mis aficiones mando yo.
Con la cuestión de las lecturas y la comprensión lectora se barrunta un proceso de cambio cultural profundo con consecuencias importantes de carácter cognitivo. La atención se educa en otra parte, no en la escuela, con estímulos poderosos que han borrado de un plumazo el aburrimiento de la nómina de las experiencias que forjan a los estudiantes. Un ocio de placeres inmediatos, fáciles e intensos al tiempo, acaba invalidando las condiciones indispensables para la iniciación a la lectura, que exige tener tiempo y nada mejor que hacer. Leer exige un entrenamiento y es una actividad evidentemente acumulativa: cada lectura se cimenta sobre las anteriores y extraer placer es imposible sin un considerable compromiso previo. Para una mayoría muy muy abrumadora de niños y jóvenes, solo hay un espacio en su vida para la lectura: el del estudio. Por eso, cuando los obligamos a leer, nos responden diciendo que exigimos demasiado tiempo, que ya tienen mucho que estudiar. Si respondes que la lectura es ocio, que ocupen su tiempo libre, que menos móvil y menos tele y más lectura, ja, qué risa, tú flipas.
Aguantamos muchas presiones para que los niños lean lo que quieran y para que no les obliguemos. “Así conseguirás que odien leer”… ¡Pero si ya vienen con el odio de casa! ¿No nos damos cuenta de que la lectura ha cambiado de sitio? No es la actividad central, ineludible, del tiempo de ocio. Ya no es imprescindible, ni siquiera importante. Se ha convertido en una afición marginal… casi marginadora. Dicen que te aíslas con el móvil, ¡imagínate leyendo! Obviamente, si no se obliga a leer, la lectura se extingue. Si los adolescentes no se entrenan, la capacidad de plantarse con tiempo ante un libro y leerlo hasta el fondo desaparece. Sin entrenamiento ya no hay posibilidad de afrontar lecturas difíciles, eso es ya cosa de gente muy rara. De verdaderos aficionados. Frikis mentales.
¿Y obligarles, pero que ellos elijan los textos? Madre mía. Ya está aquí, entonces, metido hasta el corazón del departamento de Lengua, el mercado de la literatura juvenil con sus prisas, sus frenéticas descatalogaciones, sus toneladas de filfa. Basta con saber que, para muchos de mis alumnos, el criterio para decantarse por un título de los dos que les ofrecemos cada trimestre es una estricta cuestión de peso, de número de páginas y tamaño de la letra. Y que es frecuente el recurso a la picaresca para evitar leer a toda costa: resúmenes de El rincón del vago, versiones orales de los que sí se leen los libros, chuletas con personajes y trama. Si los profesores no imponemos un criterio, decretamos la muerte de la literatura a medio plazo y su sustitución progresiva por productos industriales cuyo modelo más triste es Gerónimo Stilton. Esa es nuestra responsabilidad. Defendemos el último bastión del paradigma letrado. Y está agrietado.