Estamos viviendo un momento plagado de tensiones y fracturas. Poco a poco el telón espeso que cubría el saqueo de bienes y la especulación que denunciábamos las últimas décadas, se pudre. Entre los jirones se desvela la tramoya que sostenía la escena: una corrupción estructural como forma política más o menos generalizada. Mientras tanto, a este lado del escenario, la vida se ha hecho precaria para muchas personas. Las costuras del régimen van saltando y se manifiesta en incertidumbre e inseguridad en múltiples dimensiones de la vida cotidiana: el acceso a los bienes básicos, la expulsión a los márgenes de la sociedad, la falta de pertenencia y el aislamiento, el miedo… Ante esta situación, necesitamos recomponer la vida en común.
En una interesantísima entrevista que le hacían en enero de este mismo año, Ada Colau exponía honestamente y sin tapujos que “la institución, que tiene que gestionar lo posible, lo real, lo imperfecto, va asociada a inercias que tienden al conservadurismo, y no a la ruptura. (…) A mí me toca gobernar y, por tanto, tomar decisiones cada día, y negociar... Lidiar con la imperfección”. En esta misma entrevista Ada Colau añadía: “Necesito que Barcelona esté más viva que nunca, más exigente que nunca, más movilizada que nunca... No delegando más que nunca. (…). Como alcaldesa, reconozco al activismo de mi ciudad en el sentido más amplio y plural de la palabra, como un interlocutor principal. Cosa que otros no han hecho. Y considero que es fundamental que en una ciudad haya movilización y, como gobierno municipal, le damos el máximo reconocimiento. Pero yo no tengo que representar al activismo”.
En mi opinión, esta reflexión merece una enorme consideración. Las personas que vivimos en las llamadas “ciudades por el cambio” estamos asistiendo a los importantes esfuerzos que se realizan desde la institución. Más allá de que algunas personas o colectivos les puedan parecer insuficientes, a mi juicio, son innegables las manifiestas mejoras en múltiples ámbitos de la vida en nuestras ciudades a pesar del poco tiempo transcurrido y de las enormes resistencias externas e internas que en muchas ocasiones son tremendamente violentas.
Sin embargo, también es cierto que los efectos y ritmos de los cambios realizados sobre la vida cotidiana de muchas personas son insuficientes y no alcanzan la escala de lo necesario para afrontar la magnitud de los problemas sociales. Ante esta limitación estructural, y a la vez que, obviamente, se avanza y profundiza el trabajo que se está realizando, sigue siendo necesario que la sociedad esté activa, no delegue e impulse proyectos e iniciativas que levanten espacios de seguridad vital, acogida, refugio y reconstrucción de la vida en común.
La Ingobernable denuncia y cuestiona una sociedad y una economía que consideran los lugares, las personas y los bienes como mercancías, valiosas en la medida en que generen plusvalías, independientemente de si esas operaciones mejoran, o no, las condiciones de vida de las mayorías sociales. A partir de la ocupación del inmueble se visibiliza el sinsentido de los inmuebles que se deterioran, mientras hay carencia de lugares en los que poder construir cultura comunitaria y autoorganizada. Se denuncia la existencia de propiedad sin uso social.
La Ingobernable tiene la legitimidad de una institucionalidad rebelde que trata de estimular formas de racionalidad que favorezcan relaciones mutuamente sustentadoras entre seres humanos y con el territorio. Nació recuperando, habitando y cuidando otros espacios urbanos abandonados que se transformaron en los sucesivos centros sociales; conoció después la experiencia de existir sin techo y vuelve ahora a ocupar otro espacio abandonado que se revaloriza al habitarlo.
La Ingobernable retoma, otra vez bajo techo, la tarea de poner en marcha marcos alternativos centrados en la ética del cuidado y del apoyo mutuo, la justicia, la democracia radical y la cooperación que involucren a todas las personas, tanto en el terreno de los derechos como en el de las obligaciones.
En las comunidades de proximidad, en las que se viven los malestares y bienestares diarios, se construyen redes que permiten la resiliencia en momentos de extrema dificultad. Estamos obligados a reinventar una vida en común asentada en la conciencia de nuestra condición humana, ecodependiente e interdependiente, que tenga como principal propósito crear seguridad para las personas. Recreando y articulándonos en torno a la lógica de lo común y de lo público, podemos repensar qué significa estar a salvo, qué es una sociedad que refugia, cómo construimos espacios seguros. La cuestión central es hacernos cargo de los límites y la vulnerabilidad como condiciones inherentes de lo vivo.
La magnitud de los retos que nos va a tocar afrontar en los próximos años es enorme. Es obvio que la tarea pendiente en los planos teóricos, conceptuales, técnicos, políticos y culturales es ingente y, por ello, el conocimiento acumulado no se puede desaprovechar. En las experiencias de la economía social y solidaria, de las formas de solidaridad y autoorganización ante la desposesión más brutal, en las nuevas formas de organización en defensa de los derechos laborales, en las redes en las que se organizan las personas migrantes, en las experiencias agroecológicas, en la autoorganización,… En definitiva, en el conocimiento complejo generado en los márgenes del sistema es donde también se crean verdaderos faros que iluminan las transformaciones sociales inaplazables que tratan de encarar los proyectos municipalistas.
El difícil, pero necesario, equilibrio entre la institución municipal y las iniciativas autoorganizadas que se construyen fuera requiere un considerable ejercicio de creatividad, diálogo y reconocimiento mutuo que es responsabilidad de todos los agentes. Un esfuerzo que, a mi juicio, puede ser muy fértil en la tarea de retejer lazos de convivencia en el marco de la ciudad. Por todas estas razones nos sentimos orgullosas de todo lo que significa La Ingobernable.