Esta semana se ha conocido la sentencia de la Audiencia Provincial de Huelva que condena a dos años de prisión por revelación de secretos a una periodista del medio Huelva Información que publicó datos de carácter reservado extraídos del sumario que investigaba el asesinato de Laura Luelmo en el año 2019. Otro caso paradigmático de filtraciones judiciales con las que, mal que bien, nos hemos acostumbrado a convivir (desde detenciones policiales retransmitidas en directo que abonan intolerables juicios paralelos hasta resoluciones judiciales publicadas mucho antes de ser notificadas a los interesados) y que, no obstante, esta vez se ha saldado con una condena tan severa como inédita en nuestro país.
El peso de la libertad de información en un estado constitucional democrático quizás se comprenda mejor si asumimos su carácter paradójico, que no contradictorio. Alguien podría preguntarse: ¿cómo puede ser que esté ejerciendo un derecho (¡nada menos que fundamental!) quien difunde con todo lujo de detalles información que la ley reserva al conocimiento de un círculo muy reducido de personas?
El Tribunal Europeo de Derechos Humanos (TEDH) utiliza desde hace décadas la elocuente expresión “public watchdog” para referirse al papel esencial que ocupa el periodismo en una sociedad que se quiera democrática. Esta suerte de “perro guardián” de lo público cuenta con una protección reforzada en la Constitución (por ejemplo, el secreto de las fuentes, que prohíbe exigir al periodista que revele el origen de la información publicada, incluso si fuera ilícita) y tiene reconocido un “amplio espacio” que el Tribunal Constitucional ha juzgado indispensable “para que pueda desenvolverse sin timidez y sin temor”, en especial cuando se trata de “profesionales de la información”.
Desde luego, lo anterior no implica que cualquier otro derecho deba ceder siempre y de forma automática cuando se interponga en el camino del periodista. Por fortuna, no funciona así. El mismo artículo que declara y protege la libertad de información también advierte que su límite lo marcan otros derechos fundamentales como el derecho al honor, a la intimidad, a la propia imagen y a la protección de la juventud y la infancia. El periodista se convierte así (esto es lo interesante) en titular de un amplio derecho-deber que ha de ejercer con responsabilidad y sometiéndose a firmes criterios deontológicos.
Sin embargo, la puesta en práctica de este planteamiento no está exento de tensiones y nos pone frente a dos preguntas difíciles de resolver. En primer lugar, ¿es compatible esa exigencia deontológica con un mercado profesional despiadadamente competitivo y precarizado donde el consumo de información y la necesidad permanente de generar contenidos compromete una práctica rigurosa del oficio? Lo expresa con maestría el memorable Logan Roy cuando, ante el riesgo de ser fagocitado por la competencia, se encarama sobre una caja y arenga a los periodistas de su canal de televisión a construir algo “más rápido, más ligero, más agresivo y más salvaje”.
En segundo lugar, ¿quién y cómo ha de velar por el respeto a la verdad e intervenir si detecta un ejercicio fraudulento o excesivo de ese derecho? Aunque nada impide que existan instancias de control de cumplimiento de los códigos deontológicos (en el caso catalán, por ejemplo, existe el Consell de l’Audiovisual de Catalunya, cuyos miembros son escogidos por una mayoría cualificada del Parlament) parece razonable que, en último término, corresponda a los órganos judiciales garantizar el correcto ejercicio de un derecho fundamental si entra en conflicto con otro.
En cualquier caso, se trata de una cuestión sensible que exige una ponderación muy rigurosa y objetiva, pues no se trata en ningún caso de sustituir las opiniones de la prensa por las propias. Por esa razón el TEDH maneja los siguientes criterios a tener en cuenta llegado el caso: i) la información debe estar vinculada a un tema de interés general –algo que ha sido reiteradamente reconocido cuando se trata de asuntos políticos o causas criminales-; ii) el nivel de exposición pública de la persona afectada y su actitud antes de la publicación; iii) la veracidad y precisión de la información obtenida -relativizando la forma en que se obtiene-; iv) el grado de difusión del reportaje periodístico; y vi) la proporcionalidad de la sanción impuesta para evitar generar un efecto desaliento (el Ministerio Fiscal ya ha dado alguna pista al respecto anunciando hoy que recurriría la sentencia para que la pena fuera más liviana, aunque lo cierto es que solicitó la pena que el tribunal ha impuesto).
La sentencia que nos ocupa es un precedente peligroso no porque sea condenatoria (o no solo) sino porque sustituye estos parámetros –no existe la menor referencia a ellos en toda la resolución- por una valoración subjetivista que en ningún caso corresponde realizar a los órganos judiciales sino al propio periodista.
Los magistrados no discuten que se trate de un hecho noticiable ni cuestionan la veracidad de la información –de hecho asumen que en buena medida es una traslación literal de la del sumario-. El núcleo del reproche se centra en el nivel de detalle de la narración de lo sucedido, que consideran excesivo, aunque lo cierto es que las cinco publicaciones, con mayor o menor gusto, se limitan a relatar las distintas versiones ofrecidas por el asesino confeso, el resultado del informe de autopsia de la víctima, el resultado del informe de toxicología y el resultado del análisis de unas cámaras de seguridad por la Guardia Civil.
En definitiva, la sentencia incurre en un fraude constitucional cuando se otorga la capacidad de decidir cuánta información es legítimo ofrecer. Y lo que es peor: no pudiendo conocer quién filtró la información reservada al periodista (pues opera el secreto de las fuentes), abre una vía inédita para castigar a éste último, olvidando que el derecho penal es, ante todo, derecho constitucional aplicado.