Sentí inquietud al conocer que 464 personas recién llegadas desde el Mediterráneo a la Región de Murcia iban a ser ingresadas en la prisión de Archidona en Málaga. Como ciudadana me dolió, pero no me sorprendió que el ministro Zoido y una red de jueces tomasen la decisión de encerrar en celdas a personas que no han cometido ningún delito.
Los CIEs siempre han sido cárceles racistas, pero este giro hacia un establecimiento penitenciario oficialmente reconocido es un golpe de efecto, la escenificación de que todo es posible en aras del control del territorio.
Un par de días antes de llegarme esta noticia, nos habían llamado catorce compañeros, porque tras remar durante horas en el Estrecho, la policía les había dejado en la calle tras entregarles la orden de expulsión. La primera noche en el Estado español la pasaron bajo unos soportales durmiendo en el suelo.
“Estamos la calle y no tenemos nada, salvo la ropa que nos dieron al bajar de la patera. Una chica que estaba en el grupo pidió dormir en la comisaría. A una mujer sola, de noche, durmiendo en la calle le podría pasar de todo. Desde esta mañana vamos de asociación en asociación pidiendo cualquier ayuda que puedan prestarnos, pero nos dicen que debería habernos derivado la policía, que si no lo hacen el sistema de acogida humanitaria no se activa. La policía nos decía que no nos enviaban a ninguna asociación porque no había sitio donde ayudarnos. Sólo sé que siento todavía la sal del mar en mi piel”, explica G. abrumado por la situación.
Lo peor es que este relato no es una desgraciada y horrible anécdota. Escenas de este tipo se han repetido en Almería, Málaga y Motril en los últimos meses. Dicen las autoridades y así lo plasman los titulares de los medios que 20.000 personas han llegado por mar en 2017 al Estado español.
Dicen que el sistema de acogida está desbordado, y por ello hemos asistido a la toma de una serie de decisiones políticas que violan derechos humanos. Las personas con más posibilidades de ser deportadas van de la “patera a la celda”; y a otras con menos probabilidades de enviarlas a los países de origen se opta por la opción de la “patera a la calle”.
Legalmente, y sobre todo desde la perspectiva de democracias respetuosas con los derechos humanos tal vez no se sostengan estas decisiones tan injustas. Pero en la construcción que los distintos gobiernos del Estado español han hecho de las Fronteras como espacios de no derecho, todo tiene cabida.
Escuchamos en su momento al anterior ministro del Interior, Jorge Fernández Díaz, hablar de las Fronteras “chicle”, y explicar que una persona no está en territorio español hasta que no sobrepasa al último vigilante fronterizo.
Así que, ya la Frontera no es una línea que separa territorios, sino un espacio de excepción donde las “normas” son otras y no tienen necesariamente que responder a las del resto del Estado.
Hace tiempo que las prácticas de represión en estas zonas tienen unas garras tan largas como beneficios generan a las grandes empresas del control migratorio. Indra, Dragados, Siemens, Telefónica, Ferrovial y otras, ganan millones de euros a través de los servicios de vigilancia, control, detención y expulsión de personas migrantes.
De hecho, en el momento en el que escribo este artículo se pueden ver en redes sociales los vídeos de las últimas cuatro expulsiones en caliente sucedidas en la valla de Ceuta. Pese a la condena del TEDH que considera estas prácticas vulneradoras de derechos fundamentales. Sin pudor, ante la presencia de Cruz Roja a pie de valla, y sin temblar el pulso se ejecutan expulsiones sumarias y colectivas por parte de las Fuerzas de Seguridad del Estado.
Las Fronteras espacios de no derecho de Ceuta y Melilla, presentes en nuestro imaginario en la última década se trasladan hoy a las costas de la península, por la ruta cada vez más latente del Mediterráneo.
El sistema ya estaba sembrado, el negocio preparado y las consignas racistas y xenófobas listas para permitir construir en Andalucía, Murcia, Cartagena y Baleares discursos de no derecho, espacios de control.
Decía el Delegado de Gobierno de Murcia que se estaba dando un ataque organizado contra la seguridad europea y por ende la española. Se refería en esta frase a las más de 40 pateras que llegaron desde Argelia con argelinos en ellas en un fin de semana. Nunca se preguntó el delegado qué está pasando en Argelia para que todas esas personas arriesgasen la vida en el mar, no le interesa saber de qué huyen.
Reflexionando sobre las palabras de este representante público, pienso que puede ser un ataque. Es posible que todo este movimiento de personas acabe siendo una respuesta contra algo.
Pero tal vez se equivoque el Delegado de Gobierno y la huida a través del Mediterráneo no sea una afrenta a Europa; sino un ataque a la pobreza, al neocolonialismo, a las desigualdades sociales, a las industrias de la predatorias, a las guerras.
Y si Europa y sus dirigentes se sienten atacados puede ser porque las políticas del viejo y caduco continente representen todo eso, y porque sus privilegios reposen sobre un sistema de injusticias sociales.
Pero creo que este representante del PP y el resto de partidos que comparten políticas racistas de control de Fronteras no deberían sufrir mucho. Indra y otras empresas a las que conocen muy bien sabrán sacar beneficio de su discurso xenófobo.