La política cruel

28 de marzo de 2024 22:11 h

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“La crueldad es la fuerza de los cobardes”, dicen los árabes. Pero hay que admitir que se requiere valentía para ejercerla con la brutalidad con la que se lo hace en estos tiempos. Una forma de crueldad, por ejemplo: la de quien utilizó hace unos días una celebración de las luchas de las mujeres para sostener que existe un supuesto “ataque al hombre, a la familia, a la madre y la maternidad”, cuando en lo que llevamos de 2024 ya se han producido catorce feminicidios; sólo unos años atrás, la misma política había admitido públicamente que, en su opinión, “no todos somos iguales ante la ley”, dijo que la pandemia era “lo mejor y lo peor” que le había pasado en la vida –el reparto no fue justo, sin embargo: a ella le tocó lo mejor y lo peor fue para los ancianos en residencias, los trabajadores y las personas vulnerables—, azuzó la xenofobia hablando de “oleadas masivas” de inmigrantes que estarían sembrando la “inseguridad” en las calles, etcétera.

Parte de la razón por la que la política atrae a tantos malos actores es que es muy teatral: como sucede en el teatro, sin embargo, los actores tienen una importancia reducida en comparación con la de quienes les escriben los papeles. Ninguno de ellos vale mucho, y lo sabe: su drama se desencadena cuando descubren que el público nunca los amó. (Porque el público sólo se ama a sí mismo). Lo que sí tiene importancia –una importancia absoluta– es su crueldad, y el daño que ésta provoca.

Pero de ese daño no son ellos los únicos responsables, por supuesto. Una parte importante de la población mundial votó o votará en 2024; al parecer –las últimas elecciones en Argentina, las de Portugal, varias elecciones autonómicas en España, incluso el más que posible regreso de Donald Trump al poder parecen demostrarlo–, lo hará en los términos de la política cruel, convencida de que lo que ha perdido le ha sido en realidad robado por otro –un género, una minoría nacional, los votantes de una fuerza política rival, los inmigrantes, las feministas, los defensores de los derechos humanos...– en lugar de aceptar que su pérdida fue orquestada por las fuerzas económicas que operan detrás de los partidos políticos, en especial, de los más crueles.

Nuestras causas jamás son populares, en especial si postulan el respeto por el otro y la posibilidad de más derechos para más personas. Pero es posible que nunca antes desde el final de la Segunda Guerra Mundial nos hayamos encontrado con tantas personas deseosas de venganza. En su opinión, las políticas de igualdad estarían ocasionando enormes perjuicios, las últimas elecciones estadounidenses habrían sido “robadas” por Joe Biden, las autoridades ucranianas serían responsables de una “limpieza étnica” en el este de ese país, estaríamos sufriendo una “invasión” de inmigrantes, País Vasco se encontraría en manos de radicales, los intentos de reducir el impacto de la catástrofe climática serían “adoctrinamiento”, la sequía en España habría sido provocada por el Gobierno, etcétera. Pueden parecer agravios imaginarios, pero sus consecuencias son bien reales, como saben los refugiados, las disidencias de género, los activistas políticos y sociales, todos quienes aspiran a una sociedad cuyos integrantes hayan comprendido que su salvación individual no es posible sin la de sus prójimos.

Por primera vez en la historia, tenemos las herramientas para hacer creer prácticamente cualquier cosa a la totalidad de la población mundial, en especial aquella que no desarrolló la capacidad de ejercer un pensamiento crítico pero se cree en posesión de una verdad trascendental tras haber completado el nada difícil trámite de comprarse un teléfono inteligente. No es el fantasma del comunismo –ni el del feminismo, ni el del “gran reemplazo”– el que recorre Europa, como piensan algunos, sino el del desprecio por el otro y la orgullosa exhibición de una ignorancia sólo aparentemente bien informada. Sobre todo, lo que recorre –no sólo– Europa es la suma de una disminución de la inversión pública en educación y el surgimiento de tecnologías tan disruptivas como lo son, cuando no existe nada ni nadie que observe sobre ellas, las fuerzas económicas que las han creado.

El resultado de ambos factores es la reducción a mínimos de la capacidad de las personas de comprender siquiera de forma esquemática el mundo que las rodea y, por consiguiente, de tomar decisiones que no vayan en su propio perjuicio. En Argentina, por ejemplo, la imagen del presidente Javier Milei continúa siendo mayoritariamente positiva pese a sus manifestaciones de desprecio por la inteligencia, las perspectivas y el futuro de casi todo lo que es importante para su electorado, incluyendo la sanidad y el transporte públicos, los derechos reproductivos, las pensiones y el acceso a la educación. Podría parecer sorprendente que personas que en este momento están perdiéndolo todo –el transporte público aumentó un 56% desde la asunción de Milei en diciembre de 2023; los alimentos, el 30,8%; la electricidad, entre el 47,1 y el 128,2%; el gas, el 485,7%– sigan apoyando las políticas que provocan estas pérdidas y atribuyendo su causa a las minorías: desafortunadamente, no lo es. Una corriente de antipatía, de odio por el otro –en especial si éste es vulnerable por razones de clase, de género o de raza–, y el deseo de venganza articulan una aceptación de políticas lesivas para la democracia y sus votantes, no sólo en Argentina. Postular que cierto tipo de acciones –mostrar un pecho en un show musical, contraponer a los efectos devastadores de “la era de los imperios” una política cosmética de cuotas y devoluciones, “cancelar”– podría revertir el ascenso de la política cruel es ingenuo, por otra parte: el desmantelamiento del Estado de Bienestar y del consenso de posguerra parece haber enseñado a las personas que la inhumanidad trae a cuenta.

Para Hannah Arendt, el propósito de los regímenes totalitarios es el disciplinamiento y la pasividad aterrada de sus ciudadanos. La política cruel, por el contrario, quiere a los suyos frenéticos, pendientes de amenazas improbables y soluciones contundentes e imaginarias. Una cosa los une, o varias. Y la principal es el proyecto político de que unas vidas valgan más que las otras, y que las primeras puedan dictaminar la aniquilación de las segundas. Hay una complacencia generalizada por el incendio de la casa de al lado que parece ser suficientemente poderosa como para soslayar el hecho de que, a continuación, la que se quemará es la casa propia. Y que no habrá ninguna instancia pública –y, por supuesto, ninguna privada– que esté en condiciones de reparar los daños. Un nihilismo extendido determina que las personas prefieran hundirse si otros se hunden antes. Pero, naturalmente, las personas creen que no se hundirán. Y ésa contradicción es su mayor tragedia, de momento. En realidad, no existe prácticamente nada que, haciéndoles a otros, no nos hagamos a nosotros mismos; en especial, en las ciudades densamente pobladas y repletas de contradicciones en las que vivimos. Necesitamos más política, y mejor. Pero, parafraseando a Adam Phillips, “si la política legitima la crueldad, entonces la política no vale la pena”.