Lo político y el desencanto

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Lo que sucedió el 23 de julio, visto en retrospectiva y en medio de un contexto europeo de auge de las extremas derechas, fue la concesión de un tiempo de prórroga o de descuento: la oportunidad de que un país siguiera llevando adelante transformaciones valientes para resistir como baluarte y faro progresista en medio de una Europa desoladora. Desde entonces, la ciudadanía que votó –y votó bien– el 23 de julio espera a que sus esperanzas y expectativas se hagan realidad: a que el Gobierno gobierne y regule los alquileres y el precio de la vivienda, reduzca la jornada laboral, ponga en pie una reforma fiscal justa y distributiva. Ese era el pacto: no es tiempo de resistir, es hora de ser la alternativa.

Es comprensible que el panorama de las izquierdas desde entonces haya provocado entre la gente progresista desazón, hastío y hartazgo. Lo que ha habido ha sido una sucesión vertiginosa de citas electorales, una después de otra, con sus procesos de selección y sus puñales; reestructuraciones internas, conflictos, negociaciones a cielo abierto y la parte más fea de la política. En lugar de soluciones, desafección; en lugar de acción y voluntad, imperio soberano de la politiquería. 

Los tiempos electorales, con sus errores atropellados, han arrancado toda posibilidad de un tiempo lento y sosegado para pensar, reflexionar, compartir en común y tejer un espacio con complicidades y no con suspicacias. Y lo que hay enfrente exige de todas las fuerzas complicidad y entendimiento, no una cuerda tensada permanente. Cualquier dirigente política debe entonarlo de forma clara: nos disculpamos. No es sólo que la gente merezca otra cosa: es que la guerra, la crisis climática, la reacción, la ausencia de futuro u horizontes nos lo exigen.

La decisión de Yolanda Díaz de dar un paso al lado para dar un paso adelante, de abandonar la coordinación general de Sumar para poner todo su empeño en impulsar las transformaciones que el momento exige, ha suscitado dos tipos de reacciones: el reconocimiento a quien asume responsabilidades en un momento difícil y no se achanta; el saludo de distintas formaciones como un paso honesto, valiente, de compromiso: la confirmación de que España necesita la acción política de la mejor ministra de Trabajo para devolver la esperanza en una vida mejor, de que hace falta menos interna y más calle, paso a paso, barrio a barrio.

Hay que dotar de contenido a la esperanza para que no se convierta en una palabra vacía, en algo que ya no mueve a nadie en tiempos en los que la actualidad poca esperanza nos ofrece. Me acuerdo con frecuencia de unas palabras bellas de Santiago Alba Rico, con el que he coincidido y discrepado mucho a lo largo del tiempo; él escribió una vez que “cada día me interesa menos la política, pero cada día me importa más. Este desajuste, que nos reúne a muchos españoles en un desencanto activo, me pone en un aprieto lacerante. Me interesan la literatura, la historia, el cine, mis amigos, mis hijos, la salud de mi suegra, los árboles de mi pueblo, pero todas estas cosas no están sueltas, flotantes, en un mar de almíbar. Me importa la política precisamente porque me interesan estas cosas; y porque una mala política me puede arrebatar su existencia misma o el tiempo necesario para acercarme a ellas”. Cenando hace poco en València, una amiga me recordaba algo importante: que quien hace política nunca debe hacerlo por una motivación personal o pensando en sí mismo, sino guardando siempre en mi mente a la persona que más sufre, a la mujer que hace la cola en un comedor social, al chico al que le han dado una paliza al grito de maricón. El objeto de la política es la gente, es el otro, no los políticos. Y hemos hablado mucho en los últimos tiempos de “política”, pero poco de lo político; y es este, como tantos, uno de los males a remediar.

Se equivocaría quien, en una coyuntura compleja, lanzara balones fuera o culpara a los demás sin asumir los errores propios, en primera persona; quien afrontara una situación complejísima sin generosidad. El camino a recorrer es el contrario e implica humildad —la misma humildad que imponen unos resultados humildes, decepcionantes sin paliativos ni paños calientes para Sumar en las elecciones europeas— para hacer de la política, otra vez, una actividad bella. Que cuando la gente piense en la política no piense en circos ni en trifulcas, sino en cómo ha mejorado sus vidas; que el futuro se articule en plural para que dejemos de tener, en redes, a una militancia en ocasiones venenosa que replica la mala baba que absorbe de las pantallas. Que se impongan los encuentros a cualquier palacio o camarilla. Y que el futuro lo escriba un compromiso con la vida, que está fuera, como el que traslucía en la comparecencia de ayer: una apuesta concreta por un horizonte común y compartido que ofrezca una vida mejor, más fácil, menos cansada. Basta con no conformarse con un presente estrecho para hacer el futuro deseable.

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