La última polémica de la cada vez más tensa situación política en Cataluña tiene que ver con la ubicación, por parte de algunas personas, de lazos, cruces y otra parafernalia de color amarillo en espacios públicos consagrados al uso por parte del conjunto de los ciudadanos. En algunos casos ese espacio público es incluso espacio institucional, es decir, los espacios a través de los cuales las instituciones públicas llevan directamente sus actividades y prestan los correspondientes servicios (fachadas de edificios municipales, tableros de anuncios, etc.). Como es bien sabido, la finalidad de la colocación de estas imágenes es expresar el desacuerdo con el encarcelamiento preventivo de los líderes del proceso independentista. El problema y la controversia han sido generados por la iniciativa de otras personas (se entiende que discrepantes con dicho desacuerdo), consistente en sacar dichos símbolos de su lugar. Esta dinámica de acción-reacción ha dado ya lugar a algunos incidentes con un cierto grado de violencia.
En el marco de esta controversia han entrado en juego cuestiones y nociones importantes tales como el ejercicio de la libertad de expresión en espacios públicos o el papel de las instituciones a la hora de asegurar lo que de forma aspiracional se denomina la “neutralidad” de dichos espacios, todo ello también en el marco del discurso político enarbolado por el independentismo, sobre la base del cual las calles pertenecen y pertenecerán siempre a éste. En esta controversia han mediado ya, sin demasiado efecto pacificador, una sentencia del Tribunal Superior de Justicia de Cataluña, la intervención de la policía autonómica catalana en aplicación de la controvertida ley estatal en materia de seguridad ciudadana, e incluso recientemente la Fiscal General del Estado.
Es evidente que las calles, plazas, playas, etc., son espacios consagrados a su uso por parte de cualquier persona (lo cual va más allá incluso de los ciudadanos en el sentido legal del término). Son muchos los usos legítimos de dichos espacios (pasear, sentarse, conversar, leer, simplemente estar…), lo cual ha llevado popularmente a decir que “son de todos”. Sin embargo, que algo sea de todos no quiere decir que todos y cada uno de nosotros podamos hacer con dichos espacios absolutamente lo que queramos, entendiendo que al ser de todos nos corresponde una pequeña “parcela” alícuota. Así, quien quiere vender algo en el espacio público, ocuparlo con sillas y mesas, o filmar una película, deberá obtener el preceptivo permiso por parte de la administración competente. Es evidente que tampoco podemos usar el espacio público, “nuestro” espacio, para verter desperdicios o maltratarlo de cualquier forma incompatible con el disfrute de dicho espacio por parte de los demás. Incluso, en muchos casos, quienes quieren usar dicho espacio para llevar a cabo actividades esencialmente expresivas o artísticas (cantar, convertirse en escultura humana, o hacer una performance) necesitan de una preceptiva autorización por parte (generalmente) del ayuntamiento correspondiente.
Por otra parte, es indudable que el espacio público es sin duda un buen marco para el ejercicio de la libertad de expresión. Desde la idea del ágora ateniense, y pasando por el Hyde Park londinense, se puede usar el espacio público para comunicar a los demás ideas, pensamientos y opiniones, llevar a cabo manifestaciones artísticas, o una multitud adicional de modalidades expresivas. La jurisprudencia del Tribunal Supremo estadounidense es particularmente interesante en este aspecto, por su doctrina del “foro público”, o espacio particularmente protegido en términos del ejercicio de aquel derecho.
A la vista de lo anterior, es indudable que no puede usarse un fin tan abstracto y arbitrario como el de la preservación de la neutralidad del espacio público para impedir que las personas puedan usarlo para expresar sus opiniones, especialmente cuando de lo que se trata es de participar en un debate de innegable interés público. Por otra parte, es evidente que las instituciones públicas no han sido nunca estrictamente neutrales en el uso de sus propios espacios en nuestro país. Lazos y carteles con toda suerte de mensajes han colgado a lo largo de las últimas décadas de las fachadas de ministerios, agencias, y corporaciones de todo tipo, apoyando asimismo multitud de causas y fines (condena del terrorismo, acogida a los refugiados, rechazo de la violencia de género y un largo etcétera). En definitiva, los mensajes difundidos por parte de las instituciones a través de altavoces diversos son en definitiva la expresión de opciones políticas consecuencia de la existencia de procesos internos, representativos y en definitiva democráticos de decisión. Y como tales deberían ser respetados.
En lo que atañe al uso del espacio público por parte de cualquier individuo para colocar símbolos, es evidente que corresponde a las autoridades correspondientes el decidir si la presencia de tales símbolos es compatible con el normal uso de los bienes públicos y la prestación de los servicios a los ciudadanos. Corresponderá a éstas pues decidir si tales símbolos se pueden mantener (por ejemplo, la colocación de un ramo de rosas en un árbol o poste para recordar a una persona muerta en accidente de tráfico) o existen claras razones jurídicamente establecidas (seguridad, higiene, limpieza, correcta señalización de tráfico) que exijan su retirada. Por otra parte, en lo que se refiere a los actos de individuos que deciden arrancar tales símbolos hay que decir que no dejan tampoco de ser formas de expresión e incluso de participación en el debate acerca, precisamente, del uso de los espacios públicos. Cuando dejamos deliberadamente algo en la calle (y no simplemente porque se nos haya caído del bolsillo), tenemos que aceptar que renunciamos a su posesión y disponibilidad para nosotros y que por consiguiente cualquier persona podrá acceder y disponer a su vez de ello. El derecho romano ya tenía un nombre para ello: las res nullius. Evidentemente, se puede entrar en una discusión política y sobre todo moral acerca del supuesto valor superior del acto de poner frente al de quitar. Pero eso no afecta en absoluto la legitimidad del comportamiento de unos y otros en lo que se refiere al ejercicio de la libertad de expresión.
Lo que es evidente es que la presencia en las calles, simultáneamente, de quienes quitan y quienes ponen puede suponer en algunos casos un riesgo para la seguridad que las autoridades deberán saber manejar y reducir con proporcionalidad y de forma razonable. En todo caso es claro también que late en el fondo de esta cuestión un debate sobre nuestra convivencia que va mucho más allá de cualquier discusión jurídica y que no podemos pues confiar que el derecho o sus instancias de aplicación resuelvan.