Se ha editado una nueva traducción del libro de Thomás Piketty, en un castellano más peninsular, y con un interesante prólogo de Emilio Ontiveros, que lo acerca aún más a nuestra peculiar escalada en la desigualdad europea. Casi setenta y cinco años después de que Polanyi publicara lo que podía ser considerado el último gran clásico de la Economía Política, el estadístico y economista francés recupera la tradición crítica perdida por el pensamiento económico en la segunda mitad el siglo XX, para ofrecernos una nueva obra clásica. Con él, la economía vuelve a ser una forma de exponer las limitaciones del hogar humano, inmerso en unas concretas relaciones sociales y regido por unas instituciones políticas claramente idiosincrásicas a esa sociedad.
Piketty no se cansa de repetirnos, desde los primeros capítulos de la obra, que la economía necesita recabar y difundir información, siempre en renovación por el cambio de las tecnologías que la procesan, sobre esas relaciones sociales y esas instituciones. Y nos advierte sobre los cambios que, en una larga elipse, nos devuelven al inicio de la gran crisis de la sociedad capitalista, provocada por el propio desarrollo de la acumulación del capital en el cambio de siglo de la Belle Èpoque a la Gran Guerra. Pero ni las relaciones sociales son las mismas, ni los actores sociales, ni las ficciones nacionalistas que sustentan las estructuras políticas son equiparables. En ese nuevo escenario, la economía de mercado que explosionó en la gran crisis de inicios del siglo XX, generando una guerra civil europea de 30 años, que fue la mayor matanza en la historia humana; esa ficción del mercado autorregulado pretende volver a imponerse desde finales del siglo XX, a caballo de la globalización y de la incapacidad de la organización política entre las naciones, surgida de la II Guerra mundial y el hundimiento soviético de 1989.
El autor, siguiendo la escuela clásica, recurre al relato histórico para mostrar cómo todo cambia durante el siglo XX, mientras las relaciones sociales en Europa y los principales países capitalistas intentan mantener sus rasgos oligárquicos, productos del propio mecanismo de la acumulación de capital. Nuevos actores, irrumpidos en el cataclismo de las matanzas bélicas y el hundimiento de los imperios coloniales, marcan de forma clara los nuevos rasgos de la desigualdad pos-neoliberal, desde la clase media creada por las políticas para embridar a la economía de mercado, a las nuevas potencias industriales asiáticas, emergidas de una nueva forma de nacionalismo no liberal. Obra indudable de la acción del estado, en apoyo, según las naciones concretas, de grupos sociales culturalmente muy diversos, pero, en general, antiliberales. Nuevas configuraciones sociales lideradas en los países del viejo capitalismo por una oligarquía, en cuyo centro ya no están los rentistas del Mundo de ayer, sino los altos ejecutivos, que además influyen directamente en los gobiernos, como ha sido el papel jugado por Goldman Sachs en el enfoque de la gestión de la crisis de 2008, y en las políticas económicas, y sobre todo monetaria y bancaria europea desde esa fecha.
En ese mundo, que el autor consigue describir gracias a la estadística, destaca un fenómeno asociado al proceso de globalización: la pérdida de una gran cantidad (entre un 6% y un 10%) de información sobre la riqueza mundial. Es la misma alerta que el antiguo director de Le Monde Diplomatique, Ignacio Ramonet lanzaba en la última década del siglo XX. Más concreto, gracias al soporte de las estadísticas elaboradas por los equipos con los que ha trabajado veinte años, Pikettty nos dice que la integración de las cifras financieras globales, dan el resultado de que la humanidad debe a Marte, u otro planeta del sistema solar, una cifra significativa de su riqueza; desarrolla la idea con el funcionamiento de los “paraísos fiscales”, para sostener una de sus aportaciones políticas más importantes: solo la construcción de instituciones de política económica democráticas y de escala suficiente (el autor huye de las utopías, aunque la Unión Europea nos lo parezca también, estando en manos de quien está) permitirá acometer las acciones tributarias que, sin necesidad de las grandes matanzas del siglo XX, permitan revertir las consecuencias de la vuelta de la acumulación de capital no regulada, ni sometida a tributación. Su apuesta central es un impuesto progresivo sobre el capital.
Piketty no solo postula la necesidad de más Europa; es plenamente consciente de que sus instituciones tienen que responder a una cultura política democrática, en clara divergencia con el liberalismo neoclásico. Esta premisa implica la compañía de un control de la información financiera. En la época de la revolución informática, y de los robots de inversión y gestión financiera, los procesos de gestión son informáticos, y la difusión y control de los contenidos definen la transparencia como base de la democracia. En ese criterio democrático, más aún que en el recaudatorio, es donde reside la virtualidad del Impuesto sobre las Transacciones Financieras. Una vieja idea de la democracia radical que, como tantas ideas de los últimos años, se pierde porque la izquierda sabe mucho de lo que hay que hacer, pero no se imagina hacia donde quiere ir. En eso, también el Capital del Siglo XXI es un ejemplo de Economía Política, Piketty quiere gobernar democráticamente la globalización, desde una Europa que aún, no se sabe por cuanto tiempo, conserva los valores que la tragedia de 1914-1945 movilizó en Europa, y crearon ese paréntesis en la historia que es la democracia del bienestar. Solo desde el tamaño demográfico y económico que supone la Unión, canalizado a través de un gobierno democrático, pueden cambiarse las tendencias a la desigualdad extrema, que dominan la acumulación de capital dejada a la autorregulación del mercado. Por eso, el autor termina su libro con esta advertencia a los economistas: “Todos los ciudadanos deberían interesarse seriamente por el dinero, su comportamiento, los hechos y las evoluciones que lo rodean: Quienes tienen mucho nunca se olvidan de defender sus intereses. Negarse a usar cifras rara vez favorece a los más pobres”.