La noche del domingo Jordi Évole conseguía traspasar la pantalla de miles de hogares españoles con la historia del Astral; el velero de lujo reconvertido en una nueva vida para todos aquellos que huyen del horror jugándoselo todo en las aguas del Mediterráneo. El documental mostraba el júbilo que puede sentir una persona al sentirse a salvo y soñar que ahora sí, que todo lo malo se queda atrás y hay esperanza para empezar una vida nueva, para retomar lo que la guerra arrebató. Anoche llovía en Madrid y el CIE de Carabanchel hundía en lo más profundo aquellas sonrisas que veíamos en la televisión la noche anterior. Desde la acera se escuchaba a gritos una pregunta sin respuesta: “¿Por qué?”.
¿Qué pasaría si su hijo, el que está en Londres, o la suya que está en Berlín, mientras caminan por la calle hacia una entrevista de trabajo o a hacer la compra son retenidos por la Policía, internados en una prisión y privados de libertad sin haber cometido delito alguno?
¿Qué pasaría si pasasen meses en esa prisión sin un juicio, sin derecho al habeas corpus, privados de libertad durante semanas en un lugar que no reúne las condiciones sanitarias y materiales para albergarles?
¿Qué pasaría si durante esas semanas los incomunican, les impiden hablar o ponerse en contacto con sus parejas, sus compañeros de piso o sus padres? ¿Cómo se afronta esa soledad y ese desconcierto? ¿Cómo se digiere la impotencia y la rabia ante la injusticia que se comete con ellos? ¿Cómo se vive con ese desamparo extremo?
Esto pasa en nuestro país cada día, es una realidad, un hecho de apabullante crueldad que erosiona los principios democráticos del Estado de Derecho. Los CIE son la vergüenza de un país moderno y democrático como España, una vergüenza demasiado escandalosa como para seguir soportándola, algo que, sencillamente, no podemos aceptar.
La noche del 18 de octubre, Madrid entero se estremeció al ver en la azotea del CIE de Aluche a un grupo de personas gritando bajo la lluvia que no eran animales y pidiendo su libertad puesto que no habían cometido ningún delito.
Latina y Carabanchel son los dos distritos de la ciudad de Madrid en los que soy concejala; el CIE está enclavado en medio de ambos. Me desplacé al lugar en cuanto conocí los hechos. Me acompañaban Javier Barbero y otros concejales del Ayuntamiento de Madrid, junto a numerosos compañeros y diputados de Podemos. Teníamos la sensación de que, si no estábamos allí, no habría testigos de lo que estaba sucediendo; quisimos que nuestros ojos fueran los de todos y que nuestras palabras portaran la voz de un país que rechaza lo que allí ocurre.
Tiritando a causa de las horas de lluvia, no podíamos evitar pensar lo que tienen que soportar los internos del CIE, qué condiciones de vida tienen allí adentro, para que no les importe salir a la intemperie en una noche de lluvia sin más protección que una sudadera de algodón, para llamar la atención del mundo sobre su terrible realidad.
Pensé en los hijos e hijas de tantos amigos y compañeros que han emigrado para buscar una vida mejor en otros países de Europa, pensé en un mundo frío, negro, feo. Pensé en mi país, pensé que, si este país no cambia, seguirá condenando a generaciones enteras a la emigración, a ser visitantes no deseados y maltratados fuera de su casa. Pensé también que no debería ser tan difícil vivir sin unos papeles, y que nadie tendría que verse forzado abandonar su casa porque su país es inhabitable.
Yo no quiero, los españoles no queremos, una Europa así. El mejor compromiso con los internos en el CIE, el mejor compromiso con nuestros hijos y sobrinos, con nuestra gente que podría estar ahí, es trabajar sin descanso para darle la vuelta a esta Europa y a esta España que se están volviendo tan negras; desde cada barrio podemos construir una patria para todas y todos, una España y una Europa para su gente. Juntos y juntas podemos hacerlo.