Como muchos lectores sabrán, Presuntos Implicados, es el nombre de un grupo musical de gran éxito que comenzó su andadura artística allá por los años 80. Desconozco cuál es el origen o por qué razón eligieron ese nombre, pero estoy seguro que entre sus componentes o entre sus amigos había algún jurista que les propuso tan sugerente como acertada denominación.
A diario miles de ciudadanos y ciudadanas se ven arrastrados, muy a su pesar, hacia las puertas de los juzgados, después de recibir, con grave preocupación e incertidumbre, una citación judicial acompañada de una imperativa conminación que les advierte de las consecuencias gravosas (detención y conducción), si no comparecen voluntariamente ante el órgano judicial.
En el ámbito penal, la gravedad de la situación se acentúa porque el destinatario del requerimiento judicial se ve involucrado en actividades que pudieran ser constitutivos de delito, reclamando su presencia como posible autor de un hecho que, según la denuncia o la querella, le involucra en actuaciones o comportamientos cuya gravedad y consecuencias le crea una inevitable zozobra.
Todos deberíamos acostumbrarnos a valorar estas comparecencias, en su justa medida sin esparcir sombras de sospecha, convirtiéndolas en prejuicios o incluso condenas anticipadas. Cuando el llamamiento afecta a una persona que desempeña algún cargo político o función pública, no sé por qué extraña e injustificada conclusión se ha asentado la tesis de la descalificación e inhabilitación para seguir desempeñando su actividad pública e incluso representativa, a pesar de que, en gran número de casos, la imputación carece, a priori, de consistencia suficiente como para forzar una dimisión.
Los partidos políticos, los medios de comunicación y los comentaristas de turno deberían ser más precavidos y cautelosos a la hora de proclamar enfáticamente las perversidades del adversario político, olvidando que, en una sociedad democrática, el principio constitucional de la presunción de inocencia, es un patrimonio que si es ignorado nos puede llevar por derroteros indeseables para la salud del sistema.
Los jueces de instrucción, en la mayoría de las ocasiones, si el denunciante o querellante es suficientemente habilidoso tienen pocas alternativas para eludir el llamamiento de aquellas personas que, con más o menos justificación o solidez, se han visto involucradas o imputadas en actividades revestidas de un manto de sospecha. Como contrapartida, la opinión pública debería mantener una posición cautelosa, absteniéndose de juicios de valor, prematuros y muchas veces temerarios, sobre la anticipada culpabilidad de los implicados.
Nuestro sistema tienen escasos mecanismos para evitar estas comparecencias, si la denuncia o la querella está habilidosamente redactada, de tal modo que abre expectativas razonables e indiciarias, sobre la posible comisión de un hecho delictivo para cuya investigación se necesita la comparecencia del presunto implicado.
No obstante, en mi opinión, deberían activarse, con más rapidez y eficacia, los mecanismos de rechazo de cualquier denuncia o querella infundada, con la consiguiente reacción penal ante el acusador o denunciante falso. Sería ejemplarizante que, de manera inmediata, se actuase contra aquellas personas que, con ánimo exclusivo de causar un perjuicio individual o colectivo al grupo al que pertenece la persona, pone en marcha una denuncia infundada.
Esta reacción serviría de elemento disuasorio para aquellos que hacen de la manipulación y la falsedad, una forma de vivir. La respuesta reactiva se refuerza por el dispendio de caudales públicos, al promover una costosa actuación de los órganos judiciales, impidiendo, de forma torticera, que las energías procesales y la actividad de los jueces pueda centrarse en los asuntos que inequívocamente lo requieren.
Vivimos en una sociedad en la que el periodista investigador presta un gran servicio a la causa pública. En nuestro sistema procesal, es posible y exigible que los jueces atajen, de raíz, las tergiversaciones de la realidad utilizando el proceso penal con el único propósito de criminalizar al mensajero. Nuestro sistema constitucional ha declarado, con reiteración que el querellante no tiene un derecho incondicionado a que se admita la querella. Las leyes procesales abren la posibilidad de que el juez de instrucción que la recibe, la rechace por no ser los hechos constitutivos de delito o porque las personas a las que se señala como querellados no tienen esta condición.
En el caso de la querella presentada por Cristina Cifuentes contra el director y una redactora de este medio de comunicación se formaliza la existencia de un posible delito de revelación de secretos. Ningún juez puede ignorar que nuestra Constitución ampara el secreto profesional y con más intensidad el de los periodistas, porque su función de investigación y publicación de hechos que pueden configurar posibles delitos es esencial para la calidad y sanidad de un sistema político democrático. Por tanto creo que el juez que recibió la querella debería manejar con rigor estos valores, expresamente reconocidos en el texto constitucional y haber evitado su citación en la condición de querellados. Es lógico que se pretenda averiguar, si es que se considera delictivo, quién fue la persona o funcionario que accedió a datos presuntamente secretos, pero conviene advertir que no se puede confundir el secreto con la confidencialidad.
En todo caso si la querella va dirigida contra alguna persona determinada sobre las que se tienen sospechas de haber accedido a datos confidenciales. sólo ella puede ser considerada como querellada y por tanto, llamada a declarar con asistencia letrada. Los periodistas pueden ser llamados en condición de testigos y por supuesto tienen el deber ético y el derecho constitucional de ampararse en el secreto profesional para negarse a revelar sus fuentes.
Los jueces son los garantes de los derechos y libertades de todos los ciudadanos. Deben observar un especial cuidado al tomar decisiones que implican un serio gravamen para cualquier persona a la que señala como posible colaborador de la comisión de un hecho delictivo.