“En el principio fue la injuria”. Así describe el filósofo francés Didier Eribon la identidad gay. “La injuria –continúa– es un acto de lenguaje –o una serie repetida de actos– por el cual se asigna a su destinatario un lugar determinado en el mundo. La injuria es un enunciado performativo: su función es producir efectos y, en especial, instituir o perpetuar la separación entre los ‘normales’ y los ‘estigmatizados’, e inculcar esta grieta en la cabeza de los individuos”.
Reconocerse como “maricón”, como “bollera” o como “travelo” es, en muchos casos, posterior a recibir la bofetada de esos insultos. En ocasiones es un insulto que se recibe en carne propia. En otras, es proferido a alguien cercano, o incluso escuchado al azar o en un medio de comunicación. Pero ese insulto nos hiere, igualmente, como una navaja, y permanece en nuestro interior por mucho, mucho tiempo.
Las personas LGTBI no debemos seguir aceptando la normalización de la injuria. Normalización que llega hasta el punto de que la homofobia interiorizada sea, en ocasiones, más dañina que la que procede del exterior.
Porque aceptarse como lesbiana, gay, bisexual o trans, en nuestra sociedad –sí, todavía hoy en la igualitaria España de 2017– implica muchas cosas: el miedo a que tu familia no lo entienda, te rechace o te coloque en una situación de dolor extremo; recibir una educación en un sistema que prácticamente nunca te va a hablar de tu realidad; el altísimo riesgo de sufrir acoso escolar o ser agredido física y/o psicológicamente en la escuela; un alto riesgo de ser víctima de un delito de odio; que te niegue la Seguridad Social el acceso a la reproducción asistida si eres mujer sin pareja varón; que, si eres trans, seas considerada una persona enferma y necesites tutelaje para que definas tu identidad…
¿Demasiado dramático? Bueno, depende de la persona y de su capacidad de resiliencia, del lugar donde viva, del entorno que la rodee. Pero los hechos son tozudos: la orientación sexual y la identidad de género son la principal causa de acoso escolar y una de las primeras de delitos de odio (los delitos por esta causa han aumentado un 36% el pasado año); el colectivo LGTBI permanece mayoritariamente invisibilizado en el ámbito laboral; el porcentaje de paro entre mujeres trans es muy superior a la media de la población general; etc., etc.
Que la igualdad redactada en las leyes no llega automáticamente a la vida de las gentes es algo que no puede sorprender a nadie. Leyes de igualdad de género existen desde hace años, pero la igualdad real está muy lejos de alcanzarse. Esto ya lo sabían los padres de la Constitución. Por eso previeron un hermoso artículo 9.2 que dice exactamente que “Corresponde a los poderes públicos promover las condiciones para que la libertad y la igualdad del individuo y de los grupos en que se integra sean reales y efectivas; remover los obstáculos que impidan o dificulten su plenitud y facilitar la participación de todos los ciudadanos en la vida política, económica, cultural y social”.
Remover los obstáculos con los que se enfrenta una persona del colectivo LGTBI implica que la sociedad debe realizar un cambio de paradigma en su concepción de la diversidad sexual, de género y familiar. Porque mientras “maricón” siga siendo el insulto más pronunciado en los colegios, los institutos, los campos de fútbol, las pandillas de amigos, las fiestas populares, será muy difícil que un gay, o cualquier persona LGTBI, desarrolle su identidad desde una correcta autoestima. Mientras una persona trans sea considerada enferma por ley, ¿en qué medida estará en igualdad de condiciones para enfrentarse a un sistema educativo hostil y a un mercado laboral ultra competitivo?
Conscientes de la complejidad del tema, una buena parte de los colectivos LGTB españoles hemos pactado una proposición de Ley de Igualdad que desgrana medidas transversales que obligan a la intervención de los poderes públicos, potencian la visibilidad, incide especialmente en la pedagogía y la formación de profesionales de todos los ámbitos, se establece una atención integral a las víctimas de delitos de odio, se crea una fiscalía especializadas en estos delitos, se prohíben las intervenciones quirúrgicas innecesarias en bebés intersexuales, así como las cruentas terapias reparadoras, se establecen sanciones administrativas y se crea una autoridad independiente del Gobierno que vigile el buen cumplimiento de la ley y promueva investigaciones y proyectos que potencien la igualdad del colectivo LGTBI.
Son medidas que, en buena parte, recogen directivas europeas antidiscriminatorias que no están siendo todavía aplicadas, o que ya están siendo utilizadas en, por ejemplo, la lucha contra la desigualdad de género o la discriminación en el ámbito laboral, y que, por tanto, no deben asustar a nadie. No es una ley contra nadie, sino a favor de la igualdad y para acabar con estigmas seculares profundamente enraizados en nuestras vidas y nuestra cultura.
El apoyo a esta ley antidiscriminatoria es una de las cuestiones que se reivindican en este Orgullo Mundial, este World Pride en el que el Mundo tiene los ojos puestos en Madrid. Por eso ha sido muy buena noticia que haya pasado el plazo preceptivo del que dispone el Gobierno para vetar la proposición, registrada en el Congreso el 4 de mayo, por cuestiones económicas. Ha sido un buen inicio para este World Pride en el que vamos a manifestarnos 'Por los derechos LGTBI en todo el mundo'. Este nihil obstat no podía ser de otro modo ante una ley que viene avalada por casi el conjunto del movimiento LGTBI, que cuenta con la simpatía de la mayoría de la población española y con el apoyo de casi todo el arco parlamentario.
Por eso, cuando toda esta fiesta reivindicativa, o reivindicación festiva, toque a su fin, continuaremos con nuestro trabajo por una igualdad real en España y fuera de sus fronteras. La próxima etapa: la tramitación de la Ley de Igualdad LGTBI en otoño. Para construir una sociedad en la que, por fin, la injuria no defina y construya nuestra forma de ser, de sentir y de expresarnos.