Un problema llamado Vox

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La noche electoral fue aciaga en el balcón de la calle Génova. Toda España asistió en directo a una de esas escenas en las que la comunicación verbal y la no verbal iban por caminos muy distintos. Era el intento de aferrarse a una victoria inútil en la que PP y Vox se quedaron a seis diputados de lograr la mayoría absoluta. A bastantes más de ver cumplidas sus propias expectativas y las de quienes les auguraban la victoria casi antes de jugar el partido. Todo esto, además, menos de dos meses después de que el PP obtuviese un resultado objetivamente bueno en las elecciones municipales y autonómicas. Por tanto, la incredulidad entre las filas conservadoras está en máximos.

Pero, en medio, hemos vivido una campaña electoral plagada de escenas extrañas, en las que la gestión de tiempos por parte de Génova fue todo menos audaz. La foto del acuerdo de gobierno con Vox en la Comunidad Valenciana o el esperpento vivido en Extremadura, por no mencionar los acuerdos con los de Abascal en cientos de ayuntamientos de todo el Estado, configuraron un clima de preocupación generalizada que iba mucho más allá de los votantes progresistas.

Esos acuerdos cortoplacistas, suscritos en tiempo récord, casi con ansia, han contribuido a dar púlpito a un discurso anticientífico, machista, negacionista, plagado de ataques abiertos a colectivos concretos, de retrocesos de décadas en materia de derechos individuales, que ha logrado movilizar a sectores del electorado lo suficientemente amplios como para pinchar esa burbuja. Es sorprendente ver cómo Alberto Núñez Feijóo, que mantuvo a la ultraderecha fuera de las instituciones gallegas, ha olvidado en Madrid uno de los activos que le hicieron proyectar desde Galicia una imagen de moderación y liderazgo hacia el exterior.

Pero el problema es más profundo de lo que parece entre las filas conservadoras. Engañarse a sí mismos, en un ejercicio de falsa simetría de extremos en el que, si el PSOE puede pactar y gobernar con Unidas Podemos, ellos pueden hacerlo con Vox es una mercancía deteriorada que los electores no han comprado en las urnas. Es más, tampoco han comprado el discurso centralista que es hostil a comprender con generosidad y empatía las lógicas políticas de las periferias.

Vox es un partido que se autoexcluye con su discurso de los estándares mínimos de homologación democrática. Los conservadores alemanes lo entendieron mejor: acusaron de xenófobos a los ultras de Alternativa por Alemania y el líder de la CDU instauró un cordón sanitario excluyéndoles de cualquier posibilidad de negociaciones y acuerdos. Feijóo no ha sabido o no ha querido usar la misma determinación y, por la vía de los hechos, el voto anti-Vox del pasado 23 de julio le ha mostrado que el camino era incorrecto y que el error de cálculo fue mayúsculo. En un país como España, donde los análisis sociológicos indican, uno tras otro, que la ciudadanía se ubica en el centro de la escala ideológica con un sesgo hacia la izquierda más acusado que en el resto de Europa, una derecha estimulada con los psicotrópicos de la ultraderecha no tendrá opciones de gobernabilidad.

La movilización de voto anti-Vox es el factor clave para entender un resultado tan alejado de sus pronósticos. Este es el elemento que va a permitir a Pedro Sánchez lograr un acuerdo de gobernabilidad, en el mejor de los casos, o rearmarse para una repetición electoral en el peor. Si los de Feijóo continúan buscando explicaciones en los terrenos pantanosos por los que se mueve la extrema derecha, tardarán más en encontrar el camino de salida. Igual que si terminan por ver soluciones ficticias en la trampa que amplifican algunos medios conservadores de Madrid y que se personificó en loas a Ayuso durante la noche electoral. Lo grave es que, mientras tanto, continuarán legitimando un discurso de odio contra el que una buena parte de la sociedad española, entre la que a día de hoy no están ellos, ya ha puesto pie en pared.