Hemos leído y escuchado infinidad de veces que el artículo 31 de la Constitución de 1978 establece que quien más tenga pague más para el sostenimiento del gasto público. Pero, en realidad, en ningún lugar del artículo se dice tal cosa. Lo que se ordena, entre otros mandatos de bastante enjundia e igualmente incumplidos en la práctica, es que el sistema tributario que ha de servir para financiar los gastos públicos se inspire en el principio de progresividad, lo que no es exactamente lo mismo. “Todos contribuirán al sostenimiento de los gastos públicos –dice el precepto en su punto primero- de acuerdo con su capacidad económica mediante un sistema tributario justo inspirado en los principios de igualdad y progresividad que, en ningún caso, tendrá alcance confiscatorio”.
En todo sistema tributario o impuesto progresivos ocurre que quien más tiene paga más. Pero lo contrario no necesariamente es cierto. Es posible que pague más quien más tiene sin que el sistema sea progresivo. La progresividad exige un requisito adicional: que quien más tiene (y/o más gane) pague en una proporción mayor.
No es difícil explicarlo con números. Si una persona gana 10.000 euros al año y otra 200.000 y ambas pagan un impuesto del 10%, la segunda pagará más que la primera porque el 10% de 200.000 es más que el 10% de 10.000. Pero este no sería un tributo progresivo sino proporcional. Incluso podría suceder que pagase más tributando por un porcentaje menor, y estaríamos ante un impuesto regresivo: el 8% de 200.000, por ejemplo, sigue siendo más que el 10% de 10.000. Para que sea progresivo, es imprescindible que quien más gana aporte un porcentaje mayor de sus ingresos; si el que gana 200.000 euros pagase un 14%, digamos, y el que gana 10.000, un 10%, entonces sí estaríamos ante un impuesto progresivo.
Pues bien, el artículo 31 de la Constitución de 1978 ordena exactamente que nuestro sistema tributario sea progresivo, y no solo que quien más tenga más pague. No especifica cuál ha de ser el grado de progresividad, ni tampoco exige que sean progresivos todos y cada uno de los tributos del sistema por separado, pero sí que ha de serlo el conjunto. Es decir, el porcentaje de nuestra riqueza y nuestros ingresos que aportamos para financiar las cargas comunes ha de crecer a medida que lo hagan la propia riqueza e ingresos, a medida que crezca nuestra capacidad económica, en suma.
En este punto, el rigor del enunciado resulta muy relevante porque nos hallamos ante un principio esencial, sobre el que se funda la redistribución de la riqueza y la conquista de cotas mayores de justicia económica, y que se relaciona además de manera directa con la definición de Estado social y democrático de derecho proclamada en el artículo primero de la Carta Magna.
La de 1978 es la primera Constitución de nuestra historia que establece la progresividad como principio inspirador de la totalidad del sistema tributario, algo inusual también en el derecho comparado.
Todas las constituciones liberales del siglo XIX, empezando por la de las Cortes de Cádiz de 1812, se fundan en el principio de proporcionalidad, junto a las ideas de generalidad e igualdad, avance no poco meritorio frente al Antiguo Régimen que se trataba de superar, en el que el privilegio era cimiento de las relaciones sociales. La misma noción de progresividad habría sido difícilmente asumible para la conciencia política de la época. Incluso en la más social Constitución de 1869 es así, aunque en aquella ocasión sí que fue posible ya una discusión parlamentaria al respecto, según nos cuenta el profesor Ramón Rodolfo Soler Belda en su tesis doctoral, titulada La evolución del principio constitucional de progresividad en el ordenamiento tributario.
Ya en el siglo XX, cabría deducir la progresividad en la Constitución republicana de 1931 del hecho de que su artículo 44 vinculara la riqueza del país al interés general y al sostenimiento de las cargas públicas por medio de una aportación gradual. Pero tampoco en este texto se enuncia de forma expresa como principio.
Incluso en el ámbito del derecho comparado resulta excepcional. Todo indica que nuestro vigente artículo 31 se inspira en el artículo 53 de la Constitución italiana de 1948, a la que, con una redacción mucho más sencilla y clara que la nuestra, habría que reconocer como auténtica pionera. La Constitución portuguesa sí que lo contempla, pero no refiriéndose a la totalidad del sistema sino únicamente al Impuesto sobre la Renta.
Ello no significa que se ignore la progresividad en los sistemas tributarios modernos, de manera muy especial en los europeos. Sólo quiere decir que su reconocimiento constitucional supone una excepción. Como explicó Thomas Piketty en su obra El capital en el siglo XXI, en la progresividad radica la novedad de mayor envergadura introducida durante la pasada centuria en los ordenamientos tributarios. Y no fue solamente como consecuencia de la evolución social y política de las democracias occidentales, y desde luego del empuje del movimiento obrero, sino también de las catastróficas consecuencias de las guerras mundiales. Piketty resalta el llamativo hecho de que en Francia se aprobara en 1920 un impuesto progresivo sobre los ingresos con tasas superiores al 50% para los más elevados por una Cámara dominada por la misma derecha que, antes de la guerra, no admitía gravámenes que superasen el 2%.
La realidad se impuso al dogmatismo, y la evidencia de que sólo forzando una contribución creciente de los sectores más acaudalados de la sociedad era posible salir adelante. Cuánto no podrían aprender hoy algunos de aquello.
Lo anterior nos muestra que podemos enorgullecernos de disponer de uno de los preceptos más avanzados del mundo en materia de fiscalidad. Pero no tanto de su grado de cumplimiento, porque, paradójica y tristemente, también disponemos de uno de los sistemas tributarios más regresivos de los países de nuestro entorno, prueba fehaciente de que de nada sirven los mandatos de la ley si con tanta impunidad cabe desobedecerlos.
En nuestro ordenamiento, la progresividad se asienta sobre tres tributos concretos: el de la renta, el de patrimonio y el de sucesiones y donaciones, esto es, el que grava los ingresos, el que recae sobre la capacidad de pago adicional de la riqueza y el que mitiga la perpetuación de las diferencias de riqueza generación tras generación. Piketty lo denomina, en Capital e ideología, su otra gran obra, el “tríptico de la fiscalidad progresiva: propiedad, herencia y renta”. Casi todas las reformas del sistema de los últimos veinte años han perseguido desmantelarlos. Los de patrimonio y sucesiones se han erosionado en una delirante competencia fiscal entre regiones hasta dejarlos en casi nada, ha cristalizado un impuesto de la renta dual, que privilegia las rentas de capital sobre las de trabajo y, simultáneamente, los impuestos indirectos, profundamente regresivos, no han cesado de ganar terreno.
El IVA se introdujo en nuestro ordenamiento en 1986 con un tipo general del 12% y ya está, se diría que con la tácita aceptación de todo el mundo, en el 21%. De nada sirve seguir con la dinámica de pedir tipos reducidos y exenciones para este o aquel sector, producto o servicio, si el tipo general que pagamos todos por la mayor parte de lo que consumimos es tan desmesurado. Hay que reequilibrar el peso de nuestros impuestos favoreciendo de nuevo a los directos frente a los indirectos.
Algunas de las medidas adoptadas por el actual Gobierno son positivas, pero manifiestamente insuficientes. Ya no sirven los parches, ni nos aprovecha inventar un impuesto nuevo cada semana. Se ha de reformar el conjunto del edificio, a fondo, y hemos de caminar hacia un sistema mucho más sencillo, con pocos, muy pocos impuestos pero de una enorme capacidad recaudatoria y redistributiva.
Siempre me ha sorprendido la timidez de los políticos de izquierdas en esta materia. La Constitución está del lado de quienes reclamamos la progresividad de los impuestos. Organicemos un bloque cívico constitucionalista que exija su cumplimiento y que el Estado social y democrático de derecho que decimos ser en nuestra Ley de leyes se haga realidad.