Prueba de estrés democrático

El procés ha puesto a España en situación límite. Me refiero especialmente a la calidad de su democracia y a su capacidad para dar respuesta adecuada a los retos a que se ve sometida. El procés ha sido seguramente uno de sus retos principales, desde luego el más importante de estos últimos tiempos y es evidente que el test de estrés que implicaba la respuesta del Estado a lo sucedido en Cataluña en otoño de 2017 no se ha superado.

Todos hemos perdido con ello. El círculo vicioso en que nos encontramos desde hace años no solo no se ha roto, sino que se ha enquistado aún más. La sentencia ahonda en la radicalización de posiciones y demuestra lo insensato de renunciar a la política para resolver un problema esencialmente político. El autismo político y la judicialización del procés como única respuesta posible ha sido una grave irresponsabilidad. Una gran dejadez porque era evidente que la vía penal no podía aportar ninguna solución y sí en cambio nuevos problemas añadidos.

El procés se ha visto como un desafío a la integridad territorial de España y esta percepción parece bastante ajustada a tenor de su objetivo. Un proceso de independencia cuestiona esa integridad y con ello se tocan las fibras más sensibles de un Estado y de la sociedad que lo compone. Esta percepción se ha visto agravada por la forma de conducir el procés. La opción por la vía unilateral fue una irresponsabilidad porque no se daba ninguna circunstancia que objetivamente le diera una mínima capacidad de tener éxito. La vía unilateral introdujo también un falso debate al pretender separar la democracia del Estado de derecho. Con esta errónea creencia el procés se legitimaba a sí mismo y disponía del argumento necesario para desbordar el marco constitucional. Un argumento muy discutible que lo situaba en un camino de alto riesgo que seguramente los responsables políticos catalanes no calibraron bien en aquel momento. La sentencia del Tribunal Supremo parece demostrarlo.

Sin embargo, si algo caracteriza a una democracia fuerte, es su capacidad para gestionar y reaccionar serenamente a sus posibles amenazas. Y aquí es donde el Estado ha fallado estrepitosamente. No deja de ser curioso que la sentencia resalte de manera especial la inconsistencia de procés como un peligro real para la integridad territorial del Estado. Parece como si el Tribunal quiera hacer también una condena moral y social de los líderes del procés presentándolos como vendedores de humo que, en el fondo, estaban engañando a los ciudadanos, con lo que el propio Tribunal califica como una quimera.

Si esto es cierto, parece también evidente que el procés tenía muy poca consistencia como desafío al Estado. Comparto esta apreciación. Como he escrito en otro lugar, el referéndum del 1-O no reunía las condiciones necesarias para tener ningún efecto de reconocimiento internacional. La misma Comisión de Venecia, órgano asesor del Consejo de Europa, lo había dicho pocos días antes respondiendo a una carta enviada por el presidente de la Generalidad para pedir su mediación. La respuesta fue muy clara: en contra de la Constitución y sin acuerdo con el Estado, el referéndum no podía tener ningún amparo institucional.

En esta tesitura el Gobierno español tuvo su gran prueba de estrés y equivocó su respuesta. No tuvo capacidad de aguantar la presión y sobredimensionó el problema. Renunció definitivamente a la política y se sumó a la misma lógica radical del procés. Siempre he pensado y hoy aún más, que la respuesta policial al 1-O no solo era innecesaria sino un grave error. Tan grave como lo es que aquella jornada haya acabado siendo considerada como la prueba de una sedición.

La judicialización del procés y la incapacidad política que se esconde tras ella, no es solo una prueba de la falta de fortaleza de la democracia española, sino que muestra precisamente su debilidad y su incapacidad para adaptarse a los cambios sociales. Una democracia de calidad debe tener capacidad para dar algún tipo de salida a demandas que cuentan con el apoyo de amplias mayorías sociales, aunque estas demandas no encajen en la Constitución vigente. Sobre todo, cuando esta Constitución no exige militancia o adhesión a su contenido. Y sobre todo cuando estas demandas se plantean en un Estado que, guste o no reconocerlo, tiene un sustrato político y social con características plurinacionales.

Por desgracia, la sentencia parece confirmar que para el Estado solo cuenta salvar la patria como sea. Con la patria no se juega, ni siquiera en broma. Recordando la conocida frase de la campaña presidencial de Bill Clinton de 1992 sobre la importancia de la economía sobre otras consideraciones, podríamos reescribirla ahora como ¡Es la patria, estúpido! Y el encargado de enviar el aviso a navegantes es, encima, la justicia penal.

En este contexto no debería extrañar a nadie que la sentencia del procés transite entre la razón de derecho y la razón de Estado. Un trazado muy difícil cuando el Código Penal no ofrece una respuesta clara a lo sucedido en Cataluña si queremos adentrarnos en acusaciones tan graves como la rebelión o la sedición. La sentencia contiene para mí una gran contradicción que la debilita técnicamente. Por un lado, banaliza el procés y lo presenta como algo que no llegó a poner nunca en riesgo al Estado, pero por otro da a lo sucedido los días 20-S y 1-O de 2017 el valor de un “alzamiento tumultuario” propio de un acto sedicioso. Es decir, de un tipo delictivo de especial gravedad que solo debería ser apreciado cuando hubiera tenido la naturaleza e intensidad idónea y suficiente para poner en jaque al Estado. No puede haber sedición cuando lo sucedido no pone al Estado en riesgo de tener que claudicar o doblegarse a la voluntad de los sediciosos. Y la misma sentencia desmiente que esto hubiera realmente sucedido.

Volviendo a la calidad democrática de España, me parece evidente que la sentencia del procés y el mismo proceso penal son una muy mala noticia. El proceso penal ha limitado injustificadamente los derechos de libertad de los afectados y también sus derechos de participación política. Desde una perspectiva más general, no hay duda de que la aplicación del delito de sedición también tendrá un efecto negativo sobre el ejercicio de los derechos de reunión y manifestación. Los ciudadanos pueden temer, con razón, que los tribunales confundan el legítimo ejercicio de estos derechos y sus posibles incidencias sobre el orden público con la concurrencia de supuestos delictivos especialmente graves.

Aunque algunos no quieran verlo, todos vamos a salir perdiendo. El procés es un fracaso colectivo y las responsabilidades están muy repartidas. Son responsabilidades esencialmente políticas que no deberían llevar a propiciar otras. España y Cataluña deberían romper cuanto antes el circulo vicioso en el que están encerradas. No todo está perdido si existe una mínima capacidad de hacer política con aguante, inteligencia y magnanimidad. Y también con valentía porque esta es la clave necesaria para solucionar el estropicio.