Qatarsis

Profesor de Derecho Constitucional de la Universitat de Barcelona —
30 de noviembre de 2022 22:53 h

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Disculpen lo manido del título. Pero me viene como anillo al dedo para describir el incesante debate en los medios en torno a la hipocresía que envuelve al Mundial de fútbol de Qatar. Pues algo tiene de liberación de pasiones y sentimientos, a caballo entre la estupefacción y el horror, la contemplación de un evento en el que se han invertido más de 200.000 millones de dólares para construir ocho estadios, un nuevo aeropuerto o una línea de metro, por citar solo algunas de las infraestructuras alistadas al efecto, y el hecho de que tanta exaltación edificatoria se haya cobrado centenares de heridos y muertos (6500 desde 2010, según The Guardian) entre los trabajadores migrantes empleados en condiciones de semiesclavitud. 

Con todo, no es esa tragedia la única que empaña la celebración del Mundial. Ahí están las injustas leyes que atentan contra las minorías religiosas y sexuales, que discriminan a la mujer e irrespetan la libertad de prensa y expresión. O las evidencias que apuntan a la obtención de la organización de ese acontecimiento deportivo global no ya por la condición de Qatar como primer exportador de gas licuado del mundo, sino por la compra de favores bajo mano, como sugieren investigaciones abiertas por la Justicia en Francia, Suiza o EEUU. Lo que demostraría que otras candidatas con mayores créditos fueron preteridas en beneficio de un país cuyo principal activo es su descomunal músculo financiero. Y es que el fútbol de élite hoy en día cada día se parece más a un santuario de arribistas, nuevos ricos y corruptos. 

La cuestión es que ahora todo son voces que se levantan para exigir justicia, respeto e igualdad en la sede mundialista. Algunos con la boca pequeña, claro está, puesto que los combustibles fósiles de Qatar están llamados a ser la gran alternativa a los hidrocarburos de Rusia. Quizás por ello ni a la federación ni a la selección española se le conoce ningún aspaviento, ni que sea testimonial, del tipo de las rodillas hincadas por los ingleses o las bocas tapadas por los teutones en apoyo a la causa LGTBIQ. Más bien al contrario, al parecer, aprovechando la cita mundialista, el rey Felipe VI se reunió con el emir del país del Golfo Pérsico para abordar la carestía de gas en Europa. Y es que, como en la comedia de polichinelas de Benavente, hay muchos intereses creados. 

En efecto, el capital qatarí campea por el mundo desde que hace una década empezaron a desplomarse los precios del petróleo y algunas satrapías de la península arábiga decidieron diversificar sus intereses, promocionándose como destino turístico, adquiriendo propiedades de postín en Londres y Nueva York a través de fondos soberanos estatales como Qatar Investment Authority, o colonizando por entero clubes de futbol como el Paris Saint-Germain, propiedad del citado emir y presidido por un polémico empresario de su confianza, Al-Khelaïfi. Y, claro está, el Mundial 2022 formaba parte del mismo cesto de la compra.  

Hay mucha hipocresía, pues. En el sentido filosófico de ese término, hay mucho individuo que se comporta de forma contraria a los valores que dice defender. Pero todavía la hay más cuando se admite lo anterior y se dice estoicamente que hay que hacer de la necesidad virtud, aprovechar el Mundial para reprocharle a Qatar todo lo imaginable hasta que se vacíen los estadios y se apaguen los focos. Y es que no es momento de subirse al carro anti-Mundial, ni para corajudos que ahora ven una tribuna para contar verdades que antes no quisieron escuchar. Y menos para la impostura, rayana a la estulticia, del capitoste de la FIFA, Gianni Infantino, consagrado a lanzar admoniciones y pedir perdón por a Occidente por sus pretéritos desmanes. O el apostolado de jugadores y entrenadores con vínculos con Qatar, como Xavi (“la gente es feliz y su sistema funciona mejor que en España”) o Pep Guardiola (“Qatar es un país muy abierto y la gente tiene todas las libertades”), empeñados en blanquear el multimillonario petroemirato, pese a todos los signos de abusos, atropellos o agresiones. 

En suma, aunque la FIFA sea una organización privada, la comunidad internacional debería haber impedido hace doce años que Qatar organizase un Mundial. Como antes los Juegos Olímpicos en China. Igual que ahora condena a Rusia al ostracismo y a la categoría de paria internacional tras la agresión de Ucrania. Y hoy no se puede decir que hay que respetar las costumbres de un país que te acoge, como hizo el capitán y cancerbero de la selección francesa, Hugo Lloris. Pues, dejando de lado si el argumento era bienintencionado, o si iba guiado por la proverbial relación franco-qatarí o la poderosa sombra de los tejemanejes de Nicolas Sarkozy, tal actitud es como la indulgencia plenaria de un régimen que se sostiene sobre el desprecio más absoluto a los derechos humanos. Hoy día, además, los procesos de integración supranacional han creado unos estándares mínimos de derechos humanos que derivan de sistemas globales (Naciones Unidas) o regionales (por ahora en Europa, América y África). También a nivel comercial, penal o medioambiental. Y ni Asia ni el deporte no deberían quedar al margen.