Los tribunales de justicia copan el centro de la actualidad mediática en una medida impensable hace unos cuantos años. Nunca antes la imagen de la justicia había alcanzado unas cotas tan bajas. Las encuestas sobre la percepción que la ciudadanía tiene de la independencia del poder judicial respecto del poder político ofrecen unos resultados preocupantes. El Consejo de Europa ha recomendado que se modifique el sistema de elección parlamentaria de los vocales del CGPJ. El reciente episodio en el que dos partidos políticos decidieron, en una reunión, además de la identidad de los vocales, quién iba a ser Presidente del CGPJ (una decisión que legalmente corresponde al propio CGPJ) ha encendido todas las alarmas. Cuatro asociaciones (no se halla entre ellas Ágora Judicial) han solicitado que sean los miembros de la carrera judicial quienes elijan a parte de los vocales.
Ante este panorama, alguien podría preguntarse: ¿a qué estamos esperando para reformar el sistema y otorgar a juezas y jueces la potestad de elegir los 12 vocales de origen judicial? Esto es lo que se ha votado en el Senado y estamos a la espera de lo que suceda en el Congreso. Tal vez por ello es un buen momento para plantearnos si realmente es tan urgente, necesario e inaplazable modificar el sistema en esta dirección. Nadie puede negar que, con independencia de la bondad o maldad, en abstracto, del sistema de elección parlamentaria, los partidos políticos han abusado del mismo y lo han pervertido en su concreción práctica, en el denominado reparto de cromos de vocales e, indirectamente, de nombramientos de altos cargos judiciales. Pero lo que debemos preguntarnos es si la mejor solución a estos problemas es pasar de un sistema de elección parlamentaria a uno de tipo corporativo y si somos conscientes de todas las implicaciones de este cambio. La tesis de este artículo es que podría ser deseable mantener la elección parlamentaria y modificar únicamente el sistema de votación respecto de los vocales y el nivel de transparencia en los nombramientos judiciales. A continuación, las razones:
1. Trascendencia constitucional: la separación de poderes y la independencia judicial no son una mera cuestión de arquitectura constitucional, sino una condición básica para la efectividad de los derechos individuales. Son una precondición tanto de la imparcialidad judicial como del derecho de todo ciudadano a tener un juicio justo. No son, por el contrario, un derecho de la carrera judicial a poder ejercer su función sin interferencias.
2. Checks and balances: esta independencia judicial no implica, necesariamente, que el poder judicial tenga que operar como un compartimento absolutamente estanco. Puede ser deseable que haya comunicaciones con otros poderes, en forma de contrapesos y frenos. Ello es así porque si bien un poder no puede ejercer ni injerirse en las facultades de otro, tampoco deben existir esferas de poder autárquicas y exentas de cualquier contrapeso externo.
3. ¿Dónde ubicar el contrapeso?: la exigencia de independencia judicial excluye cualquier tipo de injerencia en el momento del ejercicio de la función jurisdiccional (al dictarse una sentencia). Por ello, en los sistemas en los que, como el español, existe un órgano de gobierno del poder judicial (que gestionará, por ejemplo, el sistema de acceso a la carrera judicial, el nombramiento de altos cargos judiciales o la potestad disciplinaria), puede ser razonable un contrapeso como la intervención parlamentaria en la fase de elección de sus miembros. De este modo adquiriría sentido la previsión constitucional (obviada en exceso por quienes defienden el cambio de sistema) de que la justicia emana del pueblo (art. 117 de la Constitución). Se anclaría aquí la fuente de legitimación democrática del poder judicial.
4. Pluralismo de la sociedad y de la carrera judicial: suele argumentarse que siempre habrá una cierta legitimación “democrática” del poder judicial, puesto que la carrera judicial no deja de reflejar la pluralidad de la sociedad. Ello no obstante, a nadie escapa el perfil tradicionalmente conservador de la carrera judicial, en una medida mayor que la existente en la sociedad, lo que, probablemente, pueda deberse al sistema de acceso a la carrera judicial, una oposición memorística con unas exigencias de tiempo y esfuerzo económico que obstaculizan el acceso a esta función a ciertas capas sociales. Por otro lado, podría acudirse al resultado de las recientes elecciones internas, dentro de la carrera judicial, para la comisión de ética judicial, cuyos condidatos o candidatas más votados no parecen ubicarse precisamente, en el espectro ideológico, en la extrema izquierda.
5. GRECO: el Consejo de Europa ha recomendado eliminar o reducir la intervención política en la elección de los vocales, pero también el aumento de la transparencia en el nombramiento de altos cargos judiciales. Las recomendaciones son, así pues, varias. Sería viable, por ello, modular la primera (manteniendo la elección parlamentaria pero con una reforma del sistema de votación que impida que dos partidos puedan repartirse los 20 vocales) e incidir especialmente en el nivel de transparencia en los nombramientos (exigiendo que la motivación del nombramiento efectúe un análisis comparativo, y no únicamente individual, de los méritos de todas las candidatas o candidatos). No debería haber dudas, por el contrario, en cuanto a la imperiosa necesidad de deshacer la reforma de 2013 que confirió al CGPJ un carácter netamente presidencialista, al otorgar a su presidente unas facultades cuasi omnímodas que habilitaban la implementación, en forma de pseudo injerencias internas, de políticas como la del “palo y la zanahoria”, dirigidas a los integrantes de la carrera judicial.
6. Peligros de un sistema de elección corporativa: no suelen analizarse los eventuales riesgos a que puede llevarnos un sistema de elección corporativa entre y por los mismos jueces y juezas. En la sociedad anglosajona se acepta con naturalidad que se produzca una cierta sinergia entre la dinámica política de la sociedad y la del poder judicial, lo que explica, por ejemplo, en EEUU, los nombramientos presidenciales de los magistrados del TS. Sin necesidad de llegar a este extremo, sí debería conservarse la idea de que este tipo de inercias puede no ser indeseable del todo. Un ejemplo nos puede ilustrar, Chile: antes, durante y después de la dictadura, disfrutaba este país de un sistema de gestión del poder judicial plenamente corporativo y autárquico, centralizado en su TS y sin interferencia alguna del legislativo o el ejecutivo. Terminada la dictadura y manteniéndose este sistema corporativo, el poder judicial tardó casi una década en adoptar prácticas jurisprudenciales, en materia de derechos fundamentales, consistentes con un estado constitucional y democrático, precisamente por carecer el sistema chileno de esa sinergia entre sociedad y poder judicial (“Jueces y política en democracia y dictadura, lecciones desde Chile”, Lisa Hilbink). En definitiva, tal vez deberíamos preguntarnos en qué medida conviene a España, dada su turbulenta historia, tanto la pasada como la más reciente, dar un paso hacia un determinado grado de autarquía y organización corporativa del gobierno del poder judicial.
7. Necesaria visión global: la problemática del modelo de separación de poderes no puede limitarse, como sucede en ciertas visiones simplistas, a la cuestión de quién elige a los vocales judiciales (el parlamento o la carrera judicial). Comprende, además, el sistema de nombramiento de los altos cargos judiciales, el sistema de acceso a la carrera judicial (no parece adecuado al s. XXI un modelo estrictamente memorístico) o los excesivos aforamientos existentes en España, lo que aumenta, por razones obvias, los riesgos de injerencia política en el poder judicial. Incluso podría considerarse la posibilidad de descentralizar ciertas funciones del CGPJ en los Consejos de Justicia ya existentes, en algunos casos, a nivel autonómico, puesto que ello dividiría el poder de gobierno del poder judicial y, en consecuencia, dificultaría cualquier intento de control político.