El pasado 19 de septiembre el presidente de la Junta de Andalucía, Moreno Bonilla, proponía eliminar en su comunidad autónoma el impuesto de patrimonio. Se unía así a una política emblemática de la derecha madrileña y arrastraba pronunciamientos similares de los gobiernos populares de Galicia y de la región de Murcia. Los conservadores españoles abrían así una ofensiva en materia fiscal, intentando forzar una competición a la baja entre administraciones autonómicas a ver quién le perdona más impuestos a los más ricos. La Comunidad Autónoma de Madrid ha aprovechado desde hace años las ventajas del efecto capitalidad para una agresiva política de dumping fiscal que le hace una competencia desleal al resto de nuestro país y en particular a la España interior.
El Impuesto de Patrimonio es aquel que pagan los ciudadanos que poseen bienes y acciones por encima de 700.000 euros, descontados los de la primera residencia hasta los 300.000 euros. Es decir, aquellos que cuentan con un patrimonio superior al millón de euros. Estamos hablando de aproximadamente un 0,4% de la población española, pero el PP aspira a identificar los regalos a esta ínfima minoría privilegiada con el bienestar del conjunto de la sociedad y levanta orgulloso la bandera de la rebelión fiscal de los ricos también en las rebajas a grandes sociedades, a las tasas al capital financiero o en el impuesto de sucesiones.
Es evidente que los regalos a ese escaso 1% que no necesita los servicios públicos los pagan las condiciones de vida de la inmensa mayoría quienes sí los necesitan. Los cientos de millones perdonados a los más ricos son después listas de espera más largas, menos plazas en escuelas infantiles, degradación de la escuela pública, cierre de ambulatorios por las tardes, menos bomberos forestales para combatir o prevenir los incendios, o peores condiciones en las residencias para mayores. Los reaccionarios, para saltar por encima de esta conexión evidente, han inventado un atajo narrativo: la solución sería, para hacerle regalos a los ricos sin recortar en los servicios públicos, eliminar “el gasto político superfluo”. Nunca ofrecen números que reflejen cómo van a cuadrar las cuentas, sencillamente porque los números no les favorecen. Mientras el recorte de un tercio de los escaños que hay en el Congreso de los Diputados nos permitiría “ahorrar” apenas 40 millones de euros anuales, por la evasión fiscal que practican las grandes fortunas perdemos, cada año, 6.350 millones de euros. 160 veces más. Pero es que además, cuando gobiernan, practican exactamente lo contrario a lo que dicen defender. Para muestra valen los ejemplos de la humorística Oficina del español que regentaba Toni Cantó en Madrid o la vicepresidencia sin competencias para Vox en Castilla y León. No obstante la eficacia de este artefacto ideológico no reside en su consistencia sino en su capacidad de ofrecer otro enemigo: sacar a la oligarquía de la discusión pública -y por tanto blindarla- y concentrar el resentimiento contra las instituciones, la política y, más en general, cualquier idea de lo colectivo. Sucede lo mismo con las supuestas teorías del “goteo”, todas desmentidas por abundante evidencia científica que demuestra que las rebajas fiscales a los ricos sólo producen aumento de la desigualdad.
Es por eso que esta ofensiva fiscal no tiene sólo un propósito económico. Los conservadores siempre han intentado reducir la contribución de los más ricos a la sociedad en la que viven y, por encima de todo, hacerla voluntaria. Esto es, dependiente de su caridad o filantropía. Pero desde la revolución neoliberal en la década de los 80 del pasado siglo esta presión se convirtió en la punta de lanza de una guerra ideológica por transformar el modelo social. La rebelión fiscal de los ricos no es una política que la derecha practique a escondidas sino un verdadero estandarte ideológico que así tiene que ser entendido y confrontado.
En primer lugar, al defender estas bajadas de impuestos a los privilegiados, los conservadores libran una batalla moral: buscan estimular un cierto “derecho al egoísmo” que conecte incluso con sectores empobrecidos que sueñen con ser lo suficientemente ricos y poderosos como para dejar atrás a la colectividad. La sociedad es para los perdedores, y los ricos que se escinden son un modelo de prestigio. (“Tú si pudieses también lo harías”). Esta moral corroe los vínculos sociales y los lazos comunitarios, la confianza interpersonal y cualquier idea de avance colectivo. La única mejora pensable es individual y no es con los otros sino a costa de los otros. Este es el terreno cultural que abona después la deshumanización de los sectores más golpeados de la sociedad y la posibilidad de abrazar propuestas de neoliberalismo autoritario como las vencedoras recientemente en Italia. Un discurso despiadado que te prometa que tú -no todos, pero tú sí- tendrás otros perdedores sobre los que alzarte.
En segundo lugar, esta ofensiva fiscal libra una permanente, paciente y generalizada guerra de posiciones contra los valores igualitaristas. Contra la idea misma de que la mayor cantidad de igualdad posible sea un objetivo social deseable. Toda la tradición republicana y democrática descansa sobre la idea de que nadie es libre si es tan pobre que debe someterse a los arbitrios o caprichos de otro. Sin embargo, esta contraofensiva conservadora defiende que cualquier aumento de igualdad es una amenaza para la libertad y que la libertad es, en esencia, el derecho a poder hacer lo que tu dinero te permita. Esta es una idea socialmente insostenible, ecológicamente impracticable y políticamente incompatible con la democracia.
Por último, esta ofensiva apunta a transformar la subjetividad de las poblaciones sobre las que se aplica. Los recortes en los servicios públicos no son sólo la consecuencia de los regalos fiscales a los más ricos, algo así como una derivada no buscada. Son en sí mismo el objetivo de esta política. Se trata de reducir el peso de los trabajadores públicos en la economía -con menor precariedad y mayor capacidad de presión- y, sobre todo, de cambiar el paradigma y sustituir un vínculo ciudadano con los servicios -“tengo derecho a ellos en tanto que miembro de la comunidad, porque contribuyo en la medida de mis capacidades y recibo en la medida de mis necesidades”- por uno mercantil -“Tengo derecho a tanto como mi dinero pueda comprar”- Este cambio de modelo genera un cambio de subjetividad y de expectativas, de la confianza en las instituciones compartidas a la desconfianza generalizada y la confianza sólo en la capacidad individual. Como demuestra el ejemplo madrileño, la expulsión de las capas medias y buena parte de las trabajadoras fuera de unos servicios públicos maltratados y dejados sólo para quienes no podrían contratar un seguro o una escuela privada genera un importante desplazamiento de conciencia e ideológico. sacar a las clases medias del contrato social y generarles incentivos para no querer pagar por unos servicios que no usan es desgajarlas de un posible bloque popular y ponerlas bajo el área de influencia cultural y moral de los privilegiados . En Italia la privatización de buena parte de las playas ha estigmatizado y empeorado las públicas, que acostumbran a estar más sucias y descuidadas, y ha construido las privadas como modelo aspiracional. La ordenación del espacio y de la satisfacción de las necesidades nunca es neutral. Y produce efectos. Aunque buena parte de la izquierda siga pensando que se basta, la hegemonía neoliberal no se construye en las campañas electorales -ni depende del número de candidaturas- sino que se reproduce a diario en una vida cotidiana que cada vez más reproduce los valores del sálvese quien pueda. Después sólo queda pedirle a los electores que voten tal y como viven, trabajan, se desplazan, se conocen, consumen.
Por estas razones sostenemos que la batalla de la fiscalidad no es en absoluto una cuestión “técnica” ni que puedan resolver expertos al margen de sus preferencias morales. Es una contienda de valores que los demócratas y partidarios de la justicia social no podemos rehuir porque cada victoria del adversario va transformando nuestra sociedad en un sentido que le facilita las siguientes y las tiende a hacer relativamente irreversibles.
Es cierto que en política uno de los artes supremos es el de saber elegir las batallas. Sólo un necio o un fanático libra todas las batallas en las que el adversario le cita, en los términos y terrenos elegidos por el adversario. Sin embargo, sostenemos que esta batalla, la que el PP ha abierto en pos del derecho de los ricos al egoísmo, es una batalla que el Gobierno de España no puede ni debe rehuir. Porque, además de ser cultural e ideológicamente central, es perfectamente ganable. De hecho, el Gobierno encuentra condiciones idóneas para librarla de frente, para coger el guante, aceptar el reto y llevarlo hasta el final. La situación geopolítica ha originado unas coordenadas de gobernanza europea excepcionales, que permiten suspender las reglas de gasto fiscal, intervenir mercados energéticos y topar precios. Hoy hay un consenso impensable hace años en torno a políticas económicas de signo progresista, que debemos empujar en un sentido democrático e igualitarista. Nada menos que la Comisión Europea y el Banco Central Europeo desaconsejan los regalos fiscales a los más ricos y aconsejan exigirles una mayor contribución para con sus sociedades en momentos difíciles, y esto ha puesto en varios momentos en contradicciones al propio Partido Popular. En el plano doméstico, nuestra población ha experimentado la necesidad de tener un Estado fuerte con capacidad de intervenir y proteger a los más vulnerables. Somos además un país donde, aunque en ligero retroceso, las posiciones favorables a los impuestos a cambio de mejores servicios públicos son claramente mayoritarias. Además de estas condiciones internacionales y culturales, el Gobierno cuenta con recursos económicos y apoyos parlamentarios como para responder a esta ofensiva con firmeza, convirtiéndola en un boomerang: acercando el tipo efectivo al tipo nominal en el impuesto de sociedades, fijando un impuesto a la riqueza a nivel nacional y limitando al máximo las bonificaciones y deducciones para evitar el dumping fiscal de la carrera a ver qué comunidad autónoma le hace más regalos a quienes menos lo necesitan.
Pero la reforma fiscal sólo puede ser un primer paso: la ciudadanía tiene que sentir y ver que lo recaudado efectivamente sirve a la mayoría: ayudas a los más vulnerables para afrontar el invierno, reforzar los servicios públicos, dedicando más recursos a la salud mental, y políticas industriales verdes que cambien el modelo productivo y creen decenas de miles de empleos.
Este es un campo de batalla propicio para un gobierno que necesita con urgencia producir un rearme moral de la población progresista española: librar y ganar batallas que restauren su autoridad, que coloquen a los adversarios nítidamente del lado de la minoría privilegiada y que generen condiciones y confianza para ir por más en un ciclo virtuoso. Nosotros hace tiempo que asumimos el reto de ofrecer horizonte, empujar cuando haya parálisis y acompañar y reforzar cuando haya avance. Desde el debate del Estado de la Nación antes del verano, el Gobierno muestra un cambio de rumbo que ha sido persistente en los meses pero que debe extenderse y profundizarse: esta crisis no puede cargarse sobre la espalda del pueblo español, es la cúspide de la pirámide, la primera en poner siempre la mano, la que debe arrimar ahora el hombro. Esa es la única senda posible para pensar en una reválida del Gobierno que coincida con una reconstrucción social económica de nuestro país. Esta contienda puede y debe ser una piedra de toque para romper con la inercia defensiva y recuperar la iniciativa.