Un grupo de viejos amigos, profesores y profesoras, que se conocen desde la juventud y se veían a menudo antes de la pandemia, ha decidido reencontrarse después de unos años sin verse. Unos días antes del encuentro, la pareja de uno de los miembros del grupo los avisa de que Almudena, por desgracia, no acudirá a la reunión. Un cáncer de huesos le ha arrebatado la vida con apenas 50 años. Sus compañeros y compañeras, súbitamente impactados y desolados, resuelven sobreponerse, mantener la cita, recordarla viva y, llegado el momento, brindar por ella. Alzando las copas y conteniendo apenas las lágrimas expresan su disposición a no olvidarla. ¡Qué reveladoras son a veces las convenciones! El objeto tradicional del brindis suele ser la alegría compartida, la expansión sentimental, como sucede en el brindis de La Traviata, pero, en el caso del que se hace por los definitivamente ausentes, lo que compartimos es lo contrario: la tristeza, la pérdida, el olvido momentáneamente postergado. ¿No será éste, y no aquél, el brindis auténticamente humano, el que clava y exhibe nuestra verdadera condición, como si se tratara del cadáver disecado de un insecto en la caja del entomólogo?
Sabemos que lo inevitable nos espera al final del camino, o quizás en la próxima curva, pero hacemos como si no fuera así o, lo que es peor, hacemos como si no fuera con nosotros. Es un craso error. Si hay algo que realmente va con nosotros, como una sombra insoslayable, es nuestra naturaleza mortal. Por ello, deberíamos pensar más en la muerte, hacer lo posible por apropiárnosla simbólicamente antes de que se nos lleve por delante materialmente, admitirla como la limitación fundamental capaz de laminar cualquier forma de soberbia. No otro sentido tenía el memento mori, aquella costumbre de la antigua Roma que consistía en que un esclavo le susurrara al general victorioso, precisamente el día de su regreso triunfal a la capital del imperio, que recordase que era mortal. Esta práctica solía tener un sentido político: se trataba de convencer al militar vitoreado por las masas de la fugacidad de su triunfo -de todo triunfo, en realidad-, empujarlo a respetar las leyes y disuadirlo de toda clase de aventuras políticas.
Pero, ¿cuál es nuestra actitud ante la muerte? Es decir, ¿de qué modo se le enfrentan los hombres y las mujeres que viven en un mundo secularizado, un mundo que se sabe ajeno a dioses y demonios, consecuencia de ese proceso de racionalización que Max Weber denominó destitución de lo suprasensible? El mismo Weber nos sugiere una clave. Una sociedad progresivamente racionalizada y abierta hacia el futuro emplaza a la vida humana en una especie de búsqueda sin término, en una suerte de avidez constitutiva, que no da respiro alguno. Los hombres del pasado podían morir cansados de vivir y reconciliados con su destino en virtud de profundas creencias religiosas, pero “el hombre civilizado, inmerso en un mundo que constantemente se enriquece con nuevos saberes, ideas y problemas, puede sentirse «cansado de vivir», pero no «saciado»”. Y, puesto que la muerte no tiene sentido, según Weber, tampoco lo tiene la cultura que, con su progresividad constante, priva a la muerte del sentido que antaño tuvo.
La experiencia moderna de la muerte es la del fin absoluto, sin el consuelo de una prórroga espiritual, sin cielo ni infierno, un desplazamiento hacia la Nada, ese auténtico y misterioso castillo de irás y no volverás. Su imagen suele ser la de un tránsito vertiginoso y sin retorno hacia un destino desconocido: el último viaje, como escribió Machado; la diligencia del abismo, como la caracterizó Pessoa. Ahora bien, el proceso de racionalización y la perspectiva del desencantamiento, cuyas estructuras conceptuales solo atienden a la utilidad práctica, al para qué de cualquier gesto o acción, son incapaces de asumir el cortocircuito que supone la muerte.
Son las formas de esta mentalidad las que nos han conducido a la creencia de que la muerte es un hecho absurdo, pese a ser indiscutiblemente real; un fenómeno no gestionable, pese a que está atravesado por trámites administrativos de toda índole; el contratiempo definitivo, pese a que se produce constantemente a nuestro alrededor; el acceso a lo sobrenatural en su forma más sobrecogedora, pese a tratarse de un proceso tan natural como la misma génesis de la vida. Pero si la muerte es un acontecimiento real e indiscutible, si su llegada nos obliga a todo tipo de gestiones administrativas, si su recurrencia es constante, si es estrictamente natural, en suma, si es un hecho absolutamente normal en el curso de la vida cotidiana, ¿cómo es posible que nuestras actitudes persistentes hacia ella sean las del desconcierto, el terror, la desesperación o la mera dificultad para asumirla? Puede que la respuesta sea que, a diferencia de los hombres del pasado, nosotros hemos perdido la familiaridad con la muerte.
De hecho, el contraste con la experiencia antigua es agudo y sorprendente. La investigación historiográfica ha mostrado que la mayoría de nuestros antepasados, integrados en sociedades no urbanas, cuya reproducción estaba ligada a los ciclos naturales, mantuvieron una relación distinta con la muerte, más cercana, abierta y franca, lo que posibilitó que, en el momento decisivo, pudieran ejercitar un sano y consciente autodominio. Quizá debamos aprender algo de ellos. En su magnífica monografía, La muerte en Occidente, el historiador Philippe Ariès recoge testimonios reales y recreaciones literarias que señalan la particularidad de esa relación. Los protagonistas de estos relatos no solo sabían cuándo les estaba rondando la muerte, sino también en qué momento preciso habían recibido el beso fatal. Ello permitía que los que estaban a punto de fallecer tuvieran tiempo para despedirse de todos los allegados. En términos generales, la muerte, sostiene Ariès, estaba socialmente amaestrada: la gente moría en la cama, normalmente a causa de una enfermedad; lo hacía rodeada de familiares y vecinos en lo que constituía sin duda un acto público; y afrontaba el último momento con sencillez, mientras los circunstantes recibían el hecho en correspondencia, al margen de dramatismos excesivos, sin aspavientos.
Una de las expresiones más recordadas del filósofo Martin Heidegger es su caracterización del hombre como un ser para la muerte (Sein zum Tode). Heidegger expuso que el ser-para-la-muerte era uno de los rasgos fundamentales de la experiencia humana de estar en el mundo. Ahora bien, la cuestión que se nos abre en este punto es si la consciencia de este rasgo constitutivo nos obliga a entregarnos en cuerpo y alma, es decir, si nuestra vida debe estar orientada por el hecho de su acabamiento, o si, teniendo esto presente, hay la posibilidad de convivir con esa consciencia y hacerla valer para una vida provechosa, significativa, incluso feliz. La consciencia del fin debería ser una oportunidad para desplegar una vida con sentido. Si no quedamos convencidos, enfoquemos el asunto de manera contrafáctica. De ser inmortales, ¿alentaríamos y cerraríamos proyectos?, ¿perseguiríamos el bien?, ¿nos esforzaríamos por hacer de este mundo un lugar mejor?, ¿abrigaríamos el deseo de tener descendencia? No lo sabremos nunca a ciencia cierta, pero albergamos el poderoso presentimiento de que no haríamos ninguna de estas cosas.
Puesto que imitar las actitudes del pasado sin un convencimiento auténtico no es una opción, ¿cómo podríamos recuperar una porción de aquella antigua presencia de ánimo, de aquella envidiable dignidad de los antiguos? Elizabeth Kubler-Ross reflexionó en cierta ocasión sobre el hecho de que aquellos que aprendieron a conocer la muerte, en lugar de temerla y combatirla, llegaron a ser nuestros maestros sobre la vida. En esta línea, una respuesta podría pasar por un doble frente educativo en todo caso conectado con la reflexión ética. Por un lado, la introducción de una pedagogía de la muerte, asociada a la temática ética y jurídica del derecho a una muerte digna, entre los más jóvenes, los estudiantes de secundaria. Se trataría en este caso de estimular la conciencia de la finitud en aquellos y aquellas que, vitalmente, más ajenos se sienten a ella. Por otro lado, la incentivación, tanto desde la educación reglada como desde la sociedad civil, de una reflexión que ponga de relieve cómo nuestra mortalidad puede ser una condición para el desarrollo moral de los ciudadanos, esto es, que entre mortalidad y moralidad hay una relación más compleja que la que sugiere la proximidad gráfica de las palabras. A través de ambas sendas se podrían poner las bases para una comprensión futura y socialmente más sana de la muerte en la experiencia cotidiana
moderna.
Las dificultades que enfrentan estas estrategias son serias, estructurales, casi insuperables. Como resultado del proceso de racionalización, la tecnociencia contemporánea fomenta la idea de un presente infinito a través de un repertorio impresionante de soluciones tecnológicas. El capitalismo opera bajo la presuposición de que no hay límites técnicos, humanos o ecológicos para una extracción ampliada de plusvalía. Por lo demás, la muerte se ha banalizado y espectacularizado a partes iguales en los medios de comunicación y en toda clase de plataformas. No es extraño que la humilde ética de la finitud, junto con su conciencia de nuestra limitación fundamental, palidezca en un rincón y que, como tantas otras cosas esenciales en la vida, se la eche en falta solo cuando ya es demasiado tarde. Sin embargo, el precio de no asumirla seguirá siendo una vivencia anómala de nuestra humana condición. No permitamos que el último brindis lo haga la tanatofobia.