Hace tan solo unos días Europa recordaba, un siglo después, el armisticio que supuso el fin de la Gran Guerra, la que ha dado en llamarse la Primera Guerra Mundial. Nada extraordinario, se trata ni más ni menos que de convertir la historia en memoria viva. A lo largo de los últimos años se han venido sucediendo celebraciones similares por parte de los gobiernos y las instituciones europeas, en relación a los grandes acontecimientos del siglo XX.
Al recuerdo de los millones de muertos y heridos y destrucción, se suma la intención de no repetir el horror recordando sus causas y consecuencias. Rechazando las causas del imperialismo, la carrera de armamentos, el miedo y la guerra para resolver los conflictos. Fortaleciendo por el contrario las instituciones multilaterales como la UE y las Naciones Unidas, y también resaltando el valor de la convivencia y de la paz.
Sin embargo, la memoria compartida de hechos ocurridos hace un siglo, lo que es normal en Europa, se considera arcaico e interesado a los ochenta años en España, destinado a romper consensos y reabrir heridas. Aquí, aunque la historia haya puesto a cada uno en su lugar, ni los aniversarios ni la memoria son compartidos, mucho menos el análisis crítico de las causas y consecuencias de nuestra guerra civil. Por eso sigue pendiente aún, no solo la memoria común, sino también la justicia y la reparación.
Recientemente, el mero gesto de clausurar la ignominia del mausoleo del dictador, erigido en Cuelgamuros sobre los restos de miles de sus víctimas, ha recibido como respuesta el sarcasmo y el boicot desde la oposición política y una solo aparente e hipócrita neutralidad de instituciones como la iglesia católica.
Se llega hasta el punto de que el PP se ha opuesto a la modificación de la Ley de Memoria y ha propuesto una ley llamada de “concordia” como alternativa. Como si fuesen mutuamente excluyentes y como si los protagonistas no hubiesen sido los mismos frente a la dictadura y en la transición democrática. Como si la memoria fuese sinónimo de discordia.
Durante el debate sobre la Ley de Memoria hubo también quienes negaron la memoria colectiva y la redujeron solamente a un mero relato personal y familiar. Pero la historia y la memoria, aunque son cosas distintas, ambas están muy presentes entre nosotros. Sin ir tan lejos como Nietzsche en su lapidaria frase: “No hay hechos, sólo interpretaciones”, mientras la historia busca conocer, comprender, interpretar o explicar, la memoria pretende legitimar, rehabilitar, honrar o condenar. Más cercano en el tiempo, para Walter Benjamin la memoria trataría de los vencidos y del sentido de sus luchas y sería junto a la rebeldía de los jóvenes el impulso de cambio del futuro.
La memoria es pues materia viva que ha de ser interrogada y revisitada para reflexionar sobre el mundo de hoy. La memoria como apropiación vital y afectiva del pasado, siente, piensa y recuerda. La memoria es al tiempo el faro del futuro. La memoria se reconstruye, se transmite a través de la familia, los amigos, de las calles y sus nombres, de los monumentos, de la educación, la cultura y la comunicación, de las canciones, de la asignatura de Historia, en suma de los símbolos, relatos y mitos dominantes que legitiman las disposiciones e instituciones políticas existentes y determinan la identidad de los pueblos.
Nuestra memoria sigue siendo un relato contradictorio, a medio camino entre la de la dictadura y la democrática, y en su conjunto todavía irreconciliable con los hechos de la historia. Si ésta se mostrase como un sistema abierto de análisis y reflexión y no como un instrumento cerrado de socialización política, la memoria histórica tendría la capacidad de promover ciudadanos activos y críticos. Porque recordar tiene que ver con el pasado y con lo que, al traerlo al presente, se quiere hacer con el futuro. Sin memoria –es decir, sin pasado- los individuos y los grupos no pueden dar sentido a su existencia presente ni pensar y construir su futuro de manera razonable.
Algunos piden “pasar página” y “a otra cosa, mariposa”. Son muchas las proclamas en favor del olvido y no son tan nuevas. Ya en el año 403 antes de Cristo, Atenas promulgó un decreto obligando a cada ciudadano a jurar la prohibición de recordar los males de una guerra que había durado 30 años. Cicerón decía que todo recuerdo de la discordia debería ser sepultado en el olvido. Enrique IV, en el Edicto de Nantes que puso fin a las guerras de religión, ordenaba que la memoria permaneciera “borrada como cosa no sucedida” y prohibía a sus súbditos “rememorarlas”. Una prohibición que se demostró inútil y también contraproducente para no repetir errores.
En España es imposible olvidar el golpe de estado cívico-militar de 1936 contra la legalidad democrática del gobierno de la República y una larga guerra y dura postguerra que tuvo un balance de más de 350.000 muertos, 270.000 prisioneros políticos y 500.000 exiliados. El genocidio del adversario, pero también de su cultura.
Como parte de ella, la Dictadura procuró destruir toda la memoria republicana y cristalizó el Nuevo Estado en el callejero y en el calendario, imponiendo su dominio absoluto en el espacio y en el tiempo, inundando España de monumentos y de símbolos (banderas, himnos, escudos, gritos y uniformes), apoderándose de la memoria y del olvido, erigiéndose en los nuevos administradores de la historia y la memoria.
La Dictadura secuestró la memoria escrita, icónica y fílmica del período republicano, impuso la censura y el olvido obligado como arma política. Con su causa general, no solo sancionó y pretendió eliminar a la oposición, sino que invirtió los términos de rebeldes y leales, de víctima y verdugo, la uniformidad frente al pluralismo y de la fuerza frente al derecho y la justicia.
Por fortuna, aunque ha costado casi tanto tiempo como la dictadura, la memoria ya está empezando a no ser la que era. Porque debajo del rescoldo sigue habiendo fuego. Frente a una memoria impuesta, aún presente, debemos convertir la historia de nuestro pasado en memoria democrática, es decir, en un conocimiento crítico y objetivo más allá del relato codificado por los vencedores. Más allá incluso, asumiendo nuestros propios errores. Frente al silencio y la propaganda, contar la Historia tal y como fue.
Por eso la urgencia de la exhumación del dictador del Valle de los Caídos, de la responsabilidad pública en la de los desaparecidos y de la nulidad de la farsa de juicios de la dictadura. Por eso la efectiva justicia y reparación.
No somos nostálgicos, ni buscamos refugio en el pasado. No se nos ha parado el reloj. La memoria no puede ser destruida por los estragos del tiempo. Si bien es cierto que la mirada hacia atrás, si no está anclada en el presente, nos convierte en estatuas de sal. Nada debe caer en el olvido, mucho menos en la tergiversación. Frente al revisionismo y al negacionismo, recordemos el pasado limpiamente, con claridad, sin miedo y sin censura.
Recuperar la memoria histórica como base de la ciudadanía democrática de hoy es un deber de justicia. Mientras no se asuma una historia compartida, el pasado será un lugar de contestación y una fuente de conflicto político, de fracturas ni soldadas ni saldadas.
Porque, tarde o temprano, estamos destinados a entendernos sobre los principios que han de fundar nuestra convivencia democrática y cuanto más tardemos peor será para nuestra calidad democrática.
Honrar la memoria de la II República y de los republicanos, como la transición y la democracia conquistada, no sólo tiene sentido histórico, sino también ético. Si desaparece el eco de su voz, pereceremos. Recuérdalo tú y recuérdalo a otros, escribió Luis Cernuda, en su poema 1936. Las resonancias del ayer en el mundo contemporáneo no son solo nostalgia, siguen suscitando emociones y razones.
Tras las guerras civiles europeas y el descenso al infierno del Holocausto, la identidad europea se forjó contra el imperialismo, el fascismo y la guerra, y las Constituciones resultantes son un patrimonio democrático y social al que no podemos renunciar.
El olvido del sufrimiento de quienes nos precedieron y lucharon por nuestras libertades merece ser reprobado. Su recuerdo es un deber moral. Como escribió Elie Wiesel: “La justicia sin memoria es una injusticia absoluta. El olvido sería el triunfo definitivo de los enemigos de la libertad”.
Ante la aceleración de la historia, que les deja sin referencias, hacen de la memoria un mástil como Ulises para anclarnos y no volver atrás. Recordar es un ejercicio reflexivo, en busca del tiempo perdido. El deber de memoria es una misión de futuro. Porque no se puede hacer tabla rasa de la Historia.
Me quedo con aquella estrofa de Antonio Machado, muerto y aún enterrado en su exilio de Colliure. “Hombres de España/Ni el pasado ha muerto/Ni está el mañana/-ni el ayer- escrito”.