Hubo un momento, a principios de 2016, en el que, por un instante, pareció posible que la mayoría del Congreso salido de las generales de diciembre de 2015 pudiese llevar a cabo una agenda regeneracionista, que pudiese acometer todos aquellos cambios en los aspectos del entramado institucional heredado de finales de lo setenta que el tiempo había demostrado que necesitaban de un aggioramento intenso. Eran los años de la nueva política, heredera del impulso regenerador que estalló en el 15M, el que se manifestó en la Puerta del Sol y la Plaza de Catalunya y el otro, el silencioso, mucho más extenso, el que recorría por completo a la generación nacida en democracia.
Esa oportunidad perdida, truncada por los cálculos y las necesidades particulares y las presiones de toda índole, descabezada en el infausto comité federal de octubre y con el giro a la derecha de Ciudadanos y la aparición de Vox, es la que ha parecido revivir Pedro Sánchez en su comparecencia de hoy, después de cinco días de reflexión que han tenido al país en vilo.
La propuesta que ha puesto encima de la mesa Sánchez enlaza con aquella idea rompedora de hace casi una década, que había quedado en el cajón de la Historia, y para la cual no existe hoy mayoría en el Congreso. El PP no está por la regeneración, sino todo lo contrario, como tampoco no lo está Vox, que nació precisamente para evitar recorrer esa senda (y para evitarle al PP, en un futuro, la tentación de hacerlo).
Sin embargo, Sánchez ha decidido retomar esa iniciativa perdida, esa oportunidad malhadada, desde una posición peor. Si en 2016 la regeneración de nuestro sistema político era la respuesta a una crisis de representación profunda de un sistema que el crash financiero global había desnudado, esta nueva oportunidad (si es que llega a producirse) es un aviso agónico de un sistema democrático que debe luchar por su supervivencia ante poderosos enemigos (internos y externos) que trabajan para socavar los pilares sobre los que se basa (o los que se debería basar) nuestro sistema.
Con su toma de posición, Sánchez ha querido modificar el eje de nuestra conversación pública, poniendo en su centro la necesidad de dotarnos de mejores instrumentos para reforzar nuestra democracia, para blindarla, para asegurar su continuidad más allá de su funcionamiento formal (elecciones, gobierno). Sánchez nos ha convocado a un acuerdo de país para decidir cambiar aquello que no funciona, aquello que hemos dejado que ocurriera sin entender que con ello poníamos en riesgo la pervivencia de una democracia que merezca ese nombre.
Sánchez ha decidido luchar, ha llamado a arrebato a la sociedad española y ha querido conectar con las fuerzas desatadas en 2011, que en 2016 vieron como sus aspiraciones quedaban en nada. Ha apelado a una nueva generación, que ya no es joven, que está tomando el relevo a la que protagonizó la transición, a definir un nuevo rumbo, a recuperar el impulso de hace una década, con menos entusiasmo tal vez, con más miedo quizás, conscientes de estar posiblemente ante una última oportunidad para salvar a la democracia. Se piense como se piense, es una lucha que merece la pena.