Decía Michel Foucault en La vida de los hombres infames que los archivos de la represión tienen la virtud de revelarnos las existencias de actores minúsculos de la Historia que, al entrar en colisión con el Estado, su policía y sus jueces, abandonan el anonimato y nos hablan desde los legajos polvorientos de sus procesos. Cierto es que lo hacen por mediación del papel timbrado parsimoniosamente mecanografiado por sus debeladores, pero extrayendo la veta de sus biografías, a veces breves y trágicas, de entre la ganga prevaricadora es como les devolvemos, libres de injuria, la dignidad que les fue expropiada.
En España, centenares de miles de mujeres y hombres contribuyeron a tejer un tupido tejido social en el primer tercio del siglo XX. Un somero vistazo a las cajas que contienen la documentación incautada a la Casa del Pueblo de Madrid, por ejemplo, permite asomarse a un mundo perdido: ahí figuran sindicatos de todo tipo de oficios –muchos aún con pelusa adherida de fermento artesanal (Pasteleros “La Dulce Unión”, la “Fraternidad Cerillera”, Sociedad de Limpiabotas “El Brillo”…)- al lado de “El Baluarte” de los metalúrgicos, la sociedad de albañiles “El Trabajo” o los sindicatos ferroviarios.
Son actas de plenos, libros de cuentas, actuaciones de coros, folletos de promoción de casas baratas, encuentros de uniones deportivas obreras, programas de cursos de capacitación en electricidad o montaje de aparatos de radio, poemas de temática social. Abundan cartas primorosa o rudimentariamente caligrafiadas solicitando entrevistas, relatando injusticias, exponiendo proyectos pragmáticos o arbitristas, requiriendo apoyos, manifestando adhesiones… Todo, sin orden ni concierto ni otra lógica que la necesidad de los futuros verdugos de escrutar nombres propios que subrayar con lápiz rojo. Todo fue a parar al gigantesco repositorio que conforma la sección Político Social del Archivo de Salamanca, inagotable fuente de información para el despliegue de la represión destinada a pulverizar la base material y humana –y hasta el recuerdo- de aquello. Como dijera uno de los máximos referentes de la reacción española respecto a la primera Constitución, “como si no hubiesen pasado jamás tales actos, y se quitasen de en medio del tiempo”.
Uno puede imaginarse a los agentes de la Delegación del Estado para la Recuperación de Documentos, con mañas de desvalijamiento, mientras vaciaban estantes y arramblaban con cualquier pedazo de papel, por insignificante que pareciese. Si el Goebbels español, es decir, el responsable de propaganda de la dictadura, Gabriel Arias Salgado, creía a pies juntillas que el diablo se citaba periódicamente con Stalin en un pozo petrolífero de Bakú para transmitirle consignas ¿qué evidencias no habría en aquella masa documental puesta a su alcance por la victoria concedida por el Dios de los ejércitos al Caudillo?
Para que el triunfo fuese completo, había que hacer desaparecer hasta la atmósfera que envolvió aquellos conciliábulos: el propio edificio de la Casa del Pueblo, en el número 2 de la calle de Piamonte, desde donde su antena coronada con un foco rojo había orientado las movilizaciones de los trabajadores desde 1908, fue demolido en 1951. Sobre su solar se edificó una anodina casa de vecindad de ladrillo visto, en cuyos bajos se instaló un modesto taller de reparación de motos.
La documentación incautada fue el combustible que alimentó los motores de los procesos instruidos por los tribunales militares encargados de la gran limpieza mediante la aplicación expeditiva del Código de Justicia Militar de 1890. La justicia al revés puso a los defensores del orden legítimo frente a los piquetes de los alzados contra él. La ventaja militar de estos, auxiliada por las potencias del Eje, obró el milagro de la transustanciación: la rebeldía propia se convirtió por gracia divina en rebelión ajena por desobedecer a los bandos de guerra. Como su vigencia no se derogó hasta julio de 1948, lo que sucedió al final de la guerra, el 1 de abril de 1939, no fue la paz sino la explotación del éxito y la continuación de la campaña por otros medios.
La dictadura franquista implicó al Ejército en el pacto de sangre fundacional mediante su esencial participación en la represión a través de los juicios sumarísimos. En un reciente trabajo, Castigar a los rojos (Crítica, 2022) uno de los firmantes, junto con Francisco Espinosa Maestre y Guillermo Portilla, ha puesto de relieve la metodología del punitivismo franquista diseñada por el teniente coronel jurídico militar Felipe Acedo Colunga, posterior equivalente a un general de división en el Servicio Jurídico del Aire.
El volumen de procesos alcanzó cifras impresionantes: los expedientes judiciales de las Auditorías de Guerra y Tribunales Militares acumulados por el Tribunal Militar Territorial Primero, que abarcaba las provincias de Alicante, Castellón, Valencia, Cuenca, Albacete, Toledo, Badajoz, Cáceres, Segovia, Ávila, Ciudad Real y Madrid, ascendieron a 433.055 entre 1936 y 1970. Para el periodo comprendido entre 1936 –declaración del bando de guerra- y 1963 –creación del Tribunal de Orden Público (TOP)-, el número es 211.463. Para hacerse una idea de lo que ello suponía, hay que señalar que la población total española en esos años se situaba entre los 26 y los 28 millones de habitantes.
Casi medio millón de identidades, con sus respectivas historias, aguardan ver la luz. Sus trayectorias vitales, cercenadas de golpe, constituyen las brasas que, atesoradas en la memoria de las generaciones silenciadas, permitieron reavivar el vínculo entre lo que fue y lo que hoy es.
Al contrario de lo que ocurre con una derecha adanista que no puede blasonar de haber participado, como parte de sus homólogos europeos, en el consenso antifascista vencedor de la Segunda Guerra Mundial, las organizaciones de la izquierda sí tienen la oportunidad de apelar a sus etcéteras, como los llamaba un veterano resistente comunista, Silvano Morcillo: «Si alguna vez se escribe la historia del partido se dirá “gracias a Mengano, Fulano, Zutano y a etcétera, etcétera, etcétera”. Pues en esos etcéteras estaremos nosotros».
En países de larga tradición democrática, pongamos Francia, se desarrollan desde hace décadas proyectos como el Diccionario Biográfico del Movimiento Obrero y el Movimiento Social, conocido como Le Maitron, un amplísimo catálogo prosopográfico que se remonta a la revolución de 1848 y alcanza hasta nuestros días.
Con medios más modestos, la Fundación Francisco Largo Caballero ha acometido la elaboración de un censo con los nombres de todos los represaliados de la Unión General de Trabajadores para proceder a su volcado en la red. El número de fichas redactadas al 18 de julio de 2022 -es decir, en estos días- alcanza ochenta y seis años después del inicio de la guerra y la dictadura- las 33.307 (un 15,7% del total). Herramientas como su buscador son de gran utilidad para los investigadores, los estudiosos de la represión a escala local e incluso para el profesorado de enseñanza secundaria y los estudiantes que quieran emprender, en base a los preceptos de la LOMLOE, experiencias de aprendizaje basadas en proyectos. No son de extrañar los alaridos de algunos en contra de ella.
El rescate de la memoria de aquellos que lucharon por un mundo mejor, entresacada de entre los estratos de tinta plomiza de unos procesos que, con la ley de memoria democrática, pasarán a ser simple y llanamente ilegales, es un imperativo cívico. Han de dejar de ser víctimas del pasado para convertirse en referentes del futuro. Tenemos una deuda que solo los demócratas podemos saldar. Como escribió Bertolt Brecht en su Oda a la clandestinidad “la fama pregunta en vano/ por aquellos que realizaron las hazañas./ ¡Aparezcan/ por un momento,/ desconocidos de rostros cubiertos, y reciban/ nuestra gratitud!”.