Rubiales: entre el hecho y el gesto

Catedrático de Derecho Procesal de la Universidad de Barcelona —

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Rubiales se disculpó después de habernos llamado literalmente “gilipollas” a todos los que hemos decidido no hacerle la ola por su repugnante comportamiento. Sí, repugnante, porque cualquiera sabe el asco que produce que alguien de manera no deseada deposite sus babas sobre nuestros labios, aprisionando la cabeza de la víctima con las dos manos para asegurarse de que la presa no escapa, aprovechando el factor sorpresa y la increíble emoción que para una deportista supone haber ganado una copa del mundo. Por si fuera poco, perfectamente consciente de lo que había hecho, después del beso robado, casi que obligó moralmente a la jugadora a practicar una incómoda “performance” grabada en el vestuario, haciendo una broma de mal gusto con que se iban a casar en Ibiza. La finalidad, obviamente, era intentar quitarle hierro a lo sucedido, lo que evidencia, insisto, la total consciencia de Rubiales en torno a lo que acababa de hacer.

Es difícil actuar de una manera más torpe e incontrovertiblemente machista. El hecho penalmente carece de consecuencias si la jugadora no lo denuncia y declara, como ya lo ha hecho, que todo se inscribe en el marco de una celebración y que no le va a dar más importancia. Sucedería justo lo contrario si la jugadora alegara la falta de consentimiento, cosa que aún está tiempo de hacer, por cierto. La pena es imaginable que fuera mínima, dado que la conducta, si bien está tipificada como delito, es obviamente leve –no hay más conducta sexual que la explicada– y difícilmente superaría el año de prisión, que Rubiales previsiblemente no cumpliría si es que no tiene más antecedentes delictivos, cosa que ignoro en el momento de escribir estas líneas.

Pero al margen de la valoración jurídica del hecho, en este caso existe un tema sociológico de enorme trascendencia, no por ese hecho, sino por el gesto que supone. Luis Rubiales es el presidente de la Real Federación Española de Fútbol. Ello le da una posición de superioridad absolutamente innegable a la hora de tomar, de un modo u otro, decisiones sobre el futuro profesional de una jugadora, al menos allí donde le hace una ilusión innegable jugar: la selección nacional. No solamente es un tema económico, sino también de legítimas aspiraciones personales que hacen que un presidente no se pueda comportar con valores propios de un capataz de una plantación de algodón estadounidense del siglo XIX. El ejemplo que se ofrece a la sociedad es patético, y lo pone de manifiesto la actitud posterior de la jugadora, entre la sorpresa, la incomodidad y una prudencia con trasfondo tal vez escalofriante: el ya referido de las expectativas profesionales futuras.

Es por ello que la obligación de Luis Rubiales no es solamente pedir disculpas, como ha hecho finalmente diciendo que “no le quedaba otra”, porque vaya que si le queda otra: dimitir de manera inmediata. Ha demostrado que no sabe comportarse, ni siquiera en un momento histórico clave para la asociación que preside, más allá de otros hechos polémicos que ha protagonizado en el pasado. Era un momento clave en que el deporte de alta competición y sus indignos mercadeos de seres humanos y vergonzosas sumas de dinero, habían quedado en un segundo plano viendo a auténticas deportistas ilusionarse con enternecedora ingenuidad, contagiosa para los espectadores. Por fin, además, se podía volver a ver un deporte que siempre se había dicho que era “de hombres”, jugado por atletas que transmitían algo que no fuera fuerza bruta, marrullería, “hombría” y estupideces parecidas, valores que por fortuna han ido en retroceso en el fútbol masculino, pero que todavía están por desgracia demasiado presentes. Lo que menos nos esperábamos ahora es que el presidente de la Federación nos viniera a recordar implícitamente que no, que las chicas son, sobre todo, un objeto de deseo, y que por qué no aprovechar el momento para recordar a la mujer su papel atávico en la sociedad plantándole a una jugadora un beso inconsentido en los morros.

No podemos volver a la sociedad reflejada en “El Apartamento” (1960), aquella en que los jefes les tocan impunemente las nalgas a sus empleadas o se prevalen de su superioridad para obtener sexo. No queremos más Harveys Wensteins en ningún ámbito. El machismo debe ser erradicado.