Las manifestaciones ahora conocidas del rey Juan Carlos I elogiando el silencio del general Alfonso Armada durante los siete años que permaneció en prisión por su implicación en el golpe de Estado del 23 de febrero de 1981 no hacen sino avivar las dudas sobre el papel del monarca en la asonada. La versión oficial de lo ocurrido sostiene que el 23F fue obra de un grupo de militares exaltados y nostálgicos del franquismo, que fracasó por la actuación decidida del rey y la lealtad mayoritaria del Ejército a la Constitución. Una versión edulcorada de la Transición que se sostiene desde hace más de cuatro décadas gracias la censura institucional sobre la documentación existente en los archivos oficiales en torno a lo ocurrido aquellos días.
Lo grotesco es que las nuevas revelaciones no son producto de ninguna repentina voluntad de transparencia, ni de una investigación, sino de la filtración de una conversación mantenida en 1993 entre el hoy rey emérito y la que entonces era su amante, la actriz y vedette Bárbara Rey. En esa misma conversación, Juan Carlos I critica por lenguaraz a quien era el secretario general de su Casa cuando se perpetró el golpe, el general Sabino Fernández Campo, a quien acusa de filtrar a la prensa informaciones negativas sobre su persona. Se da la paradoja de que fue el propio Armada quien propuso a Sabino para el puesto que él ostentaba desde 1975.
Lo que desconoce mucha gente son las revelaciones que Sabino Fernández Campo hizo al juez José María García Escudero, instructor de la causa por el 23F. En una declaración por escrito, Sabino cuenta que, hacia las nueve de la noche de aquel día, cuando el Gobierno y el Congreso llevaban ya dos horas y media secuestrados, habló por teléfono con Armada, que le propuso trasladarse a la Cámara Baja y ofrecerse como presidente de un gobierno de concentración que pusiera fin a la asonada. Fernández Campo asegura que trasladó la propuesta al monarca, que dio su visto bueno al plan a condición de que no se hiciera en su nombre. El entonces hombre de confianza de Juan Carlos I deja muy claro en el testimonio escrito que remitió al juez que “en modo alguno partió de mí la idea de que se presentara en el Congreso, ni yo podía decirle que lo hiciera, pues, como es lógico, no me correspondía a mí ninguna facultad decisoria, y en todas las ocasiones actué por orden y en nombre de S.M. el rey” (causa 2/81, tomo 9, folios 2281 a 2301).
El Consejo Supremo de Justicia Militar que juzgó a los golpistas denegó la comparecencia de Sabino Fernández Campo en la vista oral, y los hechos probados de la sentencia ignoran por completo su declaración, hacen desaparecer al rey del relato y atribuyen al general José Gabeiras, inmediato superior de Armada como jefe de Estado Mayor del Ejército (JEME), la autorización para ir al Congreso, ofrecer al teniente coronel Antonio Tejero y sus hombres un avión para salir de España y, “si lo estimaba imprescindible”, la oferta para presidir un Gobierno de concentración.
Como es sabido, el plan de Armada fracasó porque el teniente coronel Tejero esperaba que su acción diera paso a una Junta Militar y no a un Gobierno en el que Armada pretendía incluir a representantes de todos los partidos, salvo los nacionalistas. Su negativa a dejarle entrar en el hemiciclo para que presentara su propuesta a los diputados frustró el golpe. Armada abandonó el palacio de la Carrera de San Jerónimo minutos después de la una de la madrugada del 24 de febrero, y solo entonces, a las 01.14 horas, siete horas después del asalto, se emitió por televisión el mensaje del rey condenando la asonada.
El socialista José Bono cuenta en uno de sus libros de memorias que siendo presidente del Congreso, en marzo de 2009, Sabino Fernández Campo le reveló que fechas antes del golpe el general Alfonso Armada le había llevado a La Zarzuela un escrito de un famoso catedrático de Derecho que proponía que el rey se presentara personalmente en el Congreso de los Diputados y, después de un discurso en el que destacase la mala situación de España, propusiera un Gobierno presidido por un independiente, previsiblemente el propio Armada. El papel atribuido precisamente al elefante blanco, la autoridad militar que la noche del golpe debía comparecer en la Cámara Baja para hacerse cargo de la situación pero que nunca llegó.
La verdad sobre los dramáticos hechos ocurridos el 23 de febrero de 1981 sigue vedada al conocimiento público, y ni la Ley de Memoria Democrática ni la prometida modificación de la Ley de Secretos Oficiales franquista van a variar esta situación porque impiden el acceso a la documentación alusiva a la Transición y al golpe de estado. Tampoco han surtido efecto los reiterados intentos de algunos grupos parlamentarios por desclasificar los documentos escritos, sonoros o de vídeo que permitan conocer con exactitud los hechos vinculados al golpe y el papel jugado por el rey. Los sucesivos gobiernos del PP y PSOE se han negado sistemáticamente a ello.
En este tiempo de noticias falsas que pretenden subvertir la verdad, nada sería más saludable que un ejercicio de transparencia con nuestra historia reciente. Evitaríamos así la proliferación de versiones interesadas o de parte. No se trata de ir contra nada y contra nadie, sino de conocer lo que ocurrió aquel 23 de febrero de 1981 que puso contra las cuerdas a nuestra recién recuperada democracia. Desgraciadamente, tendremos que conformarnos, al menos de momento, con que los secretos de alcoba del emérito iluminen nuestro pasado más cercano. Así se escribe la historia en nuestro país.