¿Semita(anti)semita?
Tanto la Real Academia de la Lengua, como todos aquellos que estudian y definen el término “semita” parecen estar de acuerdo: “Descendiente de Sem (primogénito de Noé); Del grupo de pueblos establecidos en la antigüedad en el Próximo Oriente, de lengua, cultura y religión nacidas de un tronco común: árabes, hebreos y otros”.
Sin embargo, cuando nos referimos a la acepción “antisemita”, las cosas parece que no cuadran. En concreto la RAE dice: “Enemigo de los judíos, de su cultura o de su influencia”. Es como si la Academia estableciera una elipsis −un salto en el tiempo− entre los dos conceptos. Parece deducirse que algo debió ocurrir en un espacio temporal determinado, que no se menciona y de esta forma, deja sin explicar la contradicción.
En la práctica, lo que se constata es que la generalización del término “antisemita” entendido como odio a los judíos, no tiene argumentos etimológicos, antropológicos, ni etnológicos que lo hagan veraz. Prevalece la imposición de una parte interesada que conforma una supuesta realidad que no lo es.
Rebuscando en diferentes fuentes, a lo sumo se llega a concluir que algunos movimientos antijudíos de finales del siglo XIX y, sobre todo, el horrible e injustificable holocausto nazi, parecen ser los hitos en los que se apoya la definición del término antisemita. Por tanto y a pesar de la condena unánime o el paso de generaciones, la conciencia del universo sigue marcada por esta nefasta etapa de la historia.
Siguiendo el significado reconocido, “semita” se refiere a pueblos pertenecientes a una familia lingüística que formaban parte de un determinado territorio en el que se hablaban lenguas semíticas, cada uno con su cultura y tradiciones. En ningún caso, semita es una raza o religión, ni se corresponde con patria o territorio soberano. Así pues, antisemita, tendría que ser todo aquel que ejerciera ataque contra cualquiera de los pueblos portadores de lenguas semíticas sin ningún tipo de excepción. La ofensa tendría que tener entonces su base en un agravio contra la tradición lingüística.
Del mismo modo, es muy cuestionable el carácter étnico de judíos, cristianos o musulmanes, entre otros. No está demostrado que los descendientes de creyentes pasen a serlo por herencia. Ni que por más concentrados que se encuentren en un espacio, constituyan una entidad territorial. La decisión de profesar una religión es una opción personal y lo es en cualquier lugar del mundo. Aquellos estados que se declaran confesionales e imponen una religión, ni con esas se convierten en los únicos poseedores de la creencia. Dicho esto, es innegable el peso de determinadas tradiciones instaladas en territorios y con origen en las distintas religiones, aunque eso es lo que son, tradiciones, y no deberían ser otra cosa por más naturaleza jurídica que se les quiera dar.
Construir realidades poco certeras en base a la utilización reduccionista del lenguaje es una práctica engañosa, como diría Saramago: “El camino del equívoco nace estrecho, pero siempre encuentra quien esté dispuesto a ensancharlo”. Y en ningún caso se debe renunciar a, desde posturas honestas y razonadas, poner en entredicho estas situaciones. Es razonable entonces, cuestionar la definición de antisemita como el que lleva a cabo acciones o manifestaciones en contra de los judíos. No hacerlo, supondría aceptar que son antisemitas los que arremeten contra los seguidores de una religión concreta o quizá también, aquellos que cuestionan o directamente condenan el sionismo y la actuación del estado de Israel. Por el contrario y en ningún caso, el antisemitismo se entiende como un movimiento contra los hablantes del árabe, el hebreo u otras lenguas semíticas y que habitaron una amplia zona del próximo oriente.
Es tan injusto identificar a todos los judíos con las actuaciones del estado de Israel, como denominar antisemita a aquellos que lo censuran y/o condenan. ¿Son acaso antisemitas las numerosas resoluciones de la ONU que constatan la brutal violación de derechos humanos ejercida por Israel contra el pueblo palestino?