Un desánimo profundo. Quizá sea esto lo que respiramos casi todo el mundo. Al menos, los mundos que habitamos las mayorías sociales, el pueblo, la clase trabajadora, como queramos llamarnos. Un desánimo que nace por la conciencia de estar viviendo un cercamiento intenso de las condiciones de vida. Un cercamiento global, ecosistémico. “Sin casa, sin curro, sin pensión”. Así arrancaba Juventud sin futuro en 2011. “Sin miedo”, añadían también, conjurándose para que el desánimo no se convirtiera en miedo.
Que no nos dé miedo un futuro distinto. Entender lo que nos pasa puede ser un antídoto contra esa sensación paralizante. Y lo que nos pasa, fundamentalmente, es el capitalismo, en su entretejido consustancial con el colonialismo y el heteropatriarcado. No obstante, parece que tenemos una incapacidad manifiesta para pensarnos más allá de sus límites, para imaginarnos que “un fin del mundo distinto es posible”. La clase trabajadora como hámster pedaleando sin parar para mantener la rueda capitalista y de ahí obtener su exigua cuota de bienestar es una imagen que, creemos, expresa bien nuestra situación. Una metáfora en la que subyace el muy extendido relato de que solo si prosiguen el crecimiento económico (léase: mercantil) y la acumulación de capital podremos sostener, aun precariamente, nuestras vidas.
No hay más que analizar las diferentes propuestas para enfrentar el actual estallido pandémico y la crisis civilizatoria en la que este se inserta (crisis de acumulación de capital, ecológica, política, de reproducción social y de valores), tanto de las derechas como de parte significativa de las izquierdas, para confirmar que el marco de lo posible y la agencia política se limitan a asumir dicho mantra: el bienestar popular es solo una derivada de la acumulación capitalista. Es la vieja pero muy actual teoría económica del derrame, según la cual la ganancia empresarial se derrama en beneficio social gracias al empleo y las políticas públicas.
Pero el capitalismo, con sus relatos, no es una imposición divina, ni un destino histórico inevitable. Es un proyecto que, en su huida hacia adelante, nos conmina a correr para mantener el ritmo incesante de una rueda que, con más o menos empleo y políticas públicas, nos despeña por una pendiente de colapso ecológico, desigualdades crecientes, violencia estructural y control social. Y cuya teoría del derrame, que siempre ha sido una falacia, muestra ahora enormes socavones: no hay crecimiento sostenido, el empleo se precariza y reduce vía digitalización y automatización, y las políticas públicas son capturadas, en términos generales, en favor del poder corporativo.
Necesitamos salir de esta trampa de la acumulación: la rueda capitalista no derrama bienestar, sino que ataca lo vivo. El conflicto capital-vida, en este sentido, explica mejor el capitalismo. No obstante, dicha trampa existe: hoy por hoy estamos en la rueda. El poder corporativo controla los medios de reproducción de la vida, y nuestra propia concepción del bienestar está hondamente mercantilizada. La hegemonía actual del relato y la agenda corporativa es tal que el colapso capitalista tendría (está teniendo) un impacto notable en términos del bienestar de las mayorías sociales. No podemos negarlo. Tampoco resignarnos, desanimarnos, temer.
Necesitamos, en consecuencia, propuestas de transición: estrategias que mitiguen ese impacto negativo, a la vez que abren sendas para una reorganización socioeconómica fuera de la rueda, bajo otros sentidos de la vida que merece ser vivida en común. Y este proceso solo podemos abrirlo desde el conflicto con el sistema y la conciencia de su trampa.
El presente artículo se centra en el llamamiento a transitar fuera de la rueda capitalista. En breve le sucederá un segundo texto planteando una serie de ejes teórico-políticos para orientar estrategias de transición. Ambos buscan un diálogo horizontal, que construya inteligencia colectiva, única forma de afrontar la complejidad del momento, más aún de las respuestas. A ese diálogo queremos contribuir desde nuestra mirada situada, localizada en Europa y con un cierto tamiz económico; desde ahí es desde donde vemos nuestras realidades. Lo hacemos sabiendo que nadie hablamos desde la pureza, por lo que sí o sí nos vamos a equivocar. Toca buscar respuestas suficientemente buenas, nunca perfectas.
El capitalismo derrama bienestar
Habitar el capitalismo no es estar aquí por casualidad, como podríamos estar en otro sitio. Es estar permeadas por su consigna civilizatoria según la cual el flujo del capital y de la renta se convierte en la premisa del bienestar general. La prioridad colectiva consiste entonces en favorecer la dinámica de maximización de las ganancias empresariales para, desde ahí, derramar bienestar sobre el conjunto de la sociedad a partir, fundamentalmente, de dos intermediaciones: el empleo y el estado.
El empleo es la principal bisagra que articula ambos polos: a mayor ganancia, supuestamente mayor inversión y, en consecuencia, mayor empleo, del que se deriva el consumo, ergo, el bienestar. Genera así los ingresos suficientes para sostener la vida, para consumir de manera masiva y sostener el flujo de la renta vía demanda. Además, permite acceder a una parte importante de los derechos sociales, estructuralmente vinculados al trabajo en el mercado (salud, paro, jubilación, viudedad, etc.).
El estado, por su parte, sería la segunda intermediación, a través de una doble vía: la primera, el desarrollo de políticas públicas sociales a través de ciertas dinámicas redistributivas, permitiendo mitigar las desigualdades y aportar a la sostenibilidad y reproducción de las vidas; la segunda, el impulso de normativa de regulación de los mercados y contención del poder corporativo, bajo la premisa de que estos se sujeten, de una u otra manera, al interés general.
Ahí se sitúa el marco capitalista de lo posible. El mayor o menor peso concedido a estas intermediaciones marca las diferencias políticas dentro de ese posibilismo capitalista: cómo generar sendas estables de inversión, cómo crear más y mejor empleo, qué fiscalidad y qué políticas públicas se pueden poner en marcha… ese es el margen aceptado. Se comparte un esquema similar: que siga rodando la rueda de la acumulación de capital es condición sine qua non para nuestras vidas. Para las derechas, condición (cuasi) suficiente. Para las izquierdas que asumen este marco, condición necesaria, pero no suficiente, por lo que se apuesta por fortalecer instituciones públicas y condiciones laborales.
El debate se entrampa de este modo en la secuencia capital-empleo-estado-bienestar, que nos cohesionaría a todxs en torno a objetivos compartidos, nos garantizaría un escenario de estabilidad y crecimiento, sin grandes conflictos. Un horizonte… ¿qué ahonda en el desánimo?
Del derrame al conflicto capital-vida
El desánimo es, quizá, consecuencia de la promesa incumplida. Un relato falaz que siempre ha ocultado una realidad marcada por la insostenibilidad y por múltiples desigualdades, mientras el horizonte de bienestar popular se alcanzaría a través de dos débiles intermediaciones, sin alterar lo más mínimo la lógica de la acumulación de capital como premisa incuestionable.
Respecto al empleo, cierto es que nuestro bienestar actual depende de este en gran medida. Sí, somos esclavas del salario. Pero este nexo no es inalterable ni ahistórico. Se genera en el marco de un proceso de desposesión de los medios de reproducción de la vida colectiva, que pasan a convertirse en medios privatizados de producción (acumulación) de capital. A su vez, una vez desposeídas, nuestros sentidos comunes y expectativas se mercantilizan y dirigen hacia el empleo como única alternativa aparentemente viable.
Reconocer esta esclavitud nos permite identificarnos a las mayorías sociales como clase trabajadora. Podría ayudarnos a construir confrontación política no desde el empleo, sino contra el empleo, en tanto que un trabajo alienado que no hacemos por su sentido social, sino porque necesitamos dinero para resolver una vida mercantilizada. Por eso el poder corporativo juega, en ocasiones, al despiste. Lanza así lo que podríamos llamar dispositivos de dilución de las clases, que nos empujan a los trabajadores bien a tratar de vivir de rentas y finanzas y no del salario, bien a convertirnos en nuestros propios jefes a través de la figura del emprendedurismo. Pero este despiste tiene poco recorrido y es que sí, dependemos del empleo. Y, en lugar de confrontar desde esta constatación, caemos en el argumento trampa, del que se sirve el poder corporativo para amenazar con la pérdida de puestos de trabajo como excusa para socializar sus riesgos.
Además, este nexo entre empleo y bienestar tiene una contracara, una cara B que resuelve (o intenta resolver) todo aquello donde no llega el salario y todo el daño que los mercados hacen a la vida. Son ese acumulado de los trabajos invisibilizados, aquellos que en ocasiones hemos llamado cuidados, que, en última instancia, mal-sostienen la vida. Son la cara oculta del trabajo asalariado, su residuo y su base, trabajos que se feminizan, racializan e invisibilizan. Son la base oculta del iceberg que ha pugnado por salir a la luz con la pandemia.
De este modo, el capital y el trabajo se evidencian como antagonistas, en ningún caso como aliados, tanto en lo que se refiere a la desigual disputa ente clases por el plusvalor en el ámbito mercantil, como a esa cara B indispensable para el mantenimiento del flujo del capital. Frente a un relato que nos hace sentir que la vida y el trabajo dependen de las empresas, podemos afirmar que son estas las que dependen de la reproducción de la vida.
Este conflicto entre el capital y el trabajo se vincula a otra serie de conflictos estructurales. Un segundo, el conflicto heteropatriarcal, que garantiza que ese mal-sostenimiento de la vida se realice desde los trabajos que no existen (los cuidados) en los ámbitos que no son económicos (los hogares en red) y por los sujetos que no son sujetos políticos (las mujeres*); siendo este el sentido profundo de la división sexual del trabajo en el capitalismo. Tercero, la desigualdad intrínseca al sistema y los procesos globales de acumulación y despojo, legitimada bajo un relato y una práctica racista y colonialista que rechaza, otrifica y degrada vidas, saberes y poderes alejados de los centros y las élites. Y cuarto, la dinámica de crecimiento incesante del capitalismo, que se sostiene sobre la farsa de una base física y material infinita, así como de un ecosistema perfectamente abierto, dando lugar en su evolución depredadora a un conflicto entre capital y naturaleza, hoy llevado al paroxismo.
Esta intersección de conflictos nos lleva a priorizar la vigencia de un gran conflicto capital-vida frente a la teoría del derrame como explicación de lo que hoy en día ocurre. Se trata de una tensión estructural e irresoluble sobre la que se asienta el capitalismo y que nunca ha sido, ni puede ser, eliminada por la acción del empleo ni de las políticas públicas.
El estado del bienestar se legitima a sí mismo como el mecanismo para eliminar el conflicto, para garantizar condiciones de vida dignas en el marco de una economía de mercado capitalista. Juega una doble función de legitimidad, garantizando ciertos mínimos de bienestar, y de acumulación, asegurando que el circuito del capital funciona. Podemos decir que es a la par logro momentáneo (y parcial, porque los estados del bienestar del norte global siempre se han asentado sobre la división sexual y racializada del trabajo, el despojo del sur global y el expolio medioambiental) de la clase obrera y renuncia estructural. Pero la tensión siempre acaba saltando y, cuando salta, el estado vira siempre hacia el mismo lado.
A lo largo de décadas hemos asistido a una ofensiva corporativa por la captura de lo público y lo común. Por un lado, las empresas transnacionales han logrado elevar los principales ámbitos de decisión hacia escalas regionales y globales, alejadas de la ciudadanía y mucho más proclives a la presión corporativa. Tanto es así que están conformando una constitución corporativa global de la mano de la nueva oleada de tratados de comercio e inversión de última generación. Por otro, la apisonadora neoliberal lleva desde los años 70 privatizando empresas públicas, desregulando derechos colectivos, jibarizando las políticas sociales allí donde hubieran estado vigentes, así como enarbolando nuevos imaginarios como las alianzas público-privadas, que en la práctica ponen a las instituciones al servicio de lo corporativo.
Sin obviar que sigue estando muy vigente la disputa por lo público desde nuevas perspectivas de lo común, es evidente que no podemos confiar en la figura del estado como intermediario de bienestar a escala planetaria dentro del capitalismo, máxime en un contexto como el actual de crisis profunda de acumulación. De este modo, y en el mejor de los casos, las políticas sociales y redistributivas tienden a mitigar, a conciliar lo irreconciliable de una extrema y creciente situación desigual de control y propiedad de los medios de reproducción de la vida, sin poner mínimamente en riesgo la máxima del business usual.
En definitiva, el sistema orquestado alrededor del capitalismo, más que derramar bienestar en base a ciertas intermediaciones, se muestra como un sistema múltiple de dominación atravesado por diversos conflictos que confluyen en ese meta conflicto capital-vida. Posicionar este conflicto significa decir que, en este sistema, las vidas tienen valores radicalmente desiguales: las de valor máximo de quienes detentan el poder corporativo; las de valía desigual y con márgenes para ejercer ciertos privilegios en la medida en que sirven a ese poder; las que solo valen muertas o son simplemente despojos. Para poder construir el carácter biocida del capitalismo como un problema común, debemos abordar las profundas desigualdades que atraviesan la vida colectiva. Posicionar este conflicto significa, también, asumir que la reproducción de la vida está en peligro, por lo que debemos trascender el estrecho marco de lo posible, de manera decidida y urgente.
La vida en alerta en un capitalismo atravesado por la pandemia
Hoy asistimos, además, a un momento de extrema agudización del conflicto entre capital y vida. El capitalismo no garantiza un horizonte de estabilidad y crecimiento, por un lado, ni cuenta ya con dispositivos que mínimamente generalicen trasvases de bienestar a las mayorías populares, aunque sea solo en ciertas latitudes, por el otro.
El capitalismo está gripado. Es incapaz en primer lugar de generar una nueva onda larga de productividad generalizada, inversión, empleo y consumo, tal y como hasta la OCDE afirma. En segundo término, su dinámica de crecimiento incesante ha superado ya los límites físicos del planeta, como evidencian el imparable cambio climático y el agotamiento de materiales y fuentes fósiles de energía. Se ve así ante la irresoluble paradoja de crecer con una base física menor y más vulnerable, fenómeno sin parangón histórico. Tercero, la apuesta estratégica por la economía digital, si bien no hay constancia de que sea el motor para una nueva fase sólida de acumulación, sí que ahondará en las lógicas de precarización y reducción en términos absolutos del empleo, minimizando su relevancia como intermediación. Cuarto, el impresionante protagonismo de las mega-empresas big tech amplía el alcance y dimensión del poder corporativo, en detrimento de unas instituciones públicas incapaces (o sin voluntad alguna, en muchos casos) de regularlo. Y quinto y último, la mayoría de los estados sufren en la actualidad una nueva ofensiva para consolidar la alianza público-privada en favor de la hegemonía corporativa, con un rol más significativo en términos de inversión y sostenimiento del consumo, lo que les alejaría definitivamente de un horizonte de defensa del interés colectivo.
De este modo, la teoría del derrame ya no es que muestre grietas, sino que hace aguas. Sus intermediaciones se diluyen. Si esta teoría pudo seguir seduciendo con la promesa del éxito, hoy el hilo de continuidad entre la precariedad en la vida y la exclusión es el régimen de existencia que habitamos de forma desigual cada vez más segmentos de población, en cada vez más zonas del planeta. El sueño del desarrollo se ha hecho añicos. Y, a menor capacidad de seducción, mayor es la violencia que nos sujeta y que se ejerce para garantizar la subalternidad de quienes, con sus trabajos, pelean por que la vida mal continúe en condiciones cada vez más hostiles. El redoble de las violencias racistas y heteropatriarcales no se explican solo por su funcionalidad al capitalismo, pero tampoco son ajenas al mismo.
Por lo tanto, hoy más que nunca necesitamos salirnos de una rueda que está despeñándose. Enfrentar con fuerza y esperanza el abismo social y el colapso ecológico en que nos encontramos requiere ampliar el marco de agencia política más allá del empleo, la fiscalidad y las políticas públicas, que siempre tienen su condición en el sostenimiento de la acumulación de capital. Precisamos estrategias de transición que salgan del posibilismo capitalista, pero que tampoco se impongan como formas iluminadas incapaces de conectar con los actuales sentidos comunes. Estrategias que combinen lo mejor de lo hegemónico (derechos laborales para un trabajo estructuralmente alienado, mecanismos de ese estado del bienestar que pretende borrar el conflicto capital-vida), con las periferias que no han sido totalmente capturadas por el poder corporativo (redes de cuidados, economías campesinas y populares, economía social transformadora…) y con lo nuevo que inventemos. El momento que atravesamos nos empuja a poner ahí nuestros esfuerzos, con determinación y audacia. Salgamos de la rueda.